Vuelta del trabajo. Un día más, de una semana más, de un año más. Y la misma historia. El mismo tedio. El mismo vacío, en este casi otoño que es el preludio de un largo invierno. Tras el reciente divorcio de mi mujer, que se fue con ese absurdo tipo con el que no congeniaba ni en la mirada, los días se han hecho largos. Mucho más largos. Y las noches, eternas. A mis treinta y algo, puedo decir, sin temor a equivocarme, que soy el ser con el mayor número de fracasos del planeta.
Aquella noche no estaba para bromas. Ni para sorpresas. Qué ironías tiene a veces la vida.
Encendí la televisión. La misma basura de siempre. Me vi a mí mismo pasando por la interminable lista de canales. Todos son iguales. Todos dicen lo mismo. Todos igual de vacíos. Pensé en apagar la tele. O mejor aún: pensé en lanzarla por la ventana, junto a mi vida. Pero soy demasiado cobarde para tomar alguna decisión importante.
Finalmente, me quedé viendo una espantosa película cuya trama parecía escrita por monos. Pero quizás era eso en lo que se había convertido mi vida: en una jaula, con un mono absurdo en su interior.
La única conversación que mantenía en casa desde que mi exmujer se fuese era con el asistente personal: Alexa. Ese pedazo de plástico conectado a Internet, capaz de responder a órdenes de voz, de una forma que incluso podría parecer que habría alguien detrás. Pero no lo había. O eso pensaba. Hasta aquella noche.
Sin dejar de mirar la tele, dije:
—Alexa, ¿qué hora es?
—Son las veinte horas treinta minutos. —Era una buena hora. Tan buena como otra cualquiera. Quizás podría ir a dar una vuelta, y ver la puesta de Sol en la playa, no muy lejos de mi casa. Pregunté de nuevo a Alexa:
—Alexa: ¿a qué hora se pone el Sol?
—El Sol se ha puesto a las veinte horas y quince minutos. —Asentí levemente sonriendo. Mi mala suerte de siempre. Si pienso en hacer algo, o es demasiado pronto, o demasiado tarde. En mí el fracaso no es una opción; es un modo de vida. En ese momento, susurré:
—Mejor me podría ir al infierno, y terminar con todo esto de una vez. —Alexa contestó:
—No digas esas cosas; la vida está llena de grandes eventos y sorpresas. —Sonreí. El comentario era bueno, sin duda. Esos sistemas de inteligencia artificial cada vez eran mejores. Ahora, incluso eran capaces de burlarse, y de hacer chistes malos con los fracasados.
De pronto, me di cuenta de algo: yo no había preguntado nada. No había dicho «Alexa». No la había invocado, como se invocaba a los dioses, solo que estos nunca contestan. Ella había hablado.
Me di la vuelta. Lentamente. Y fue como si el tiempo casi se hubiese detenido. Porque parecía que se había detenido. ¿Cuánto tardé en volverme? ¿Media hora? ¿Una década?
Cuando terminé de darme la vuelta, lo que vi me dejó fuera de lugar. Allá, cerca de la mesa, donde se encontraba el dispositivo de control por voz, la vi. Era una mujer. De pelo castaño oscuro y largo. Ojos negros. Sería como de un metro setenta de altura. Y una edad de cuánto, ¿veinte años? No más de veinticinco. Y algo que me soprendió mucho, y me preocupó más: estaba desnuda. Completamente desnuda. ¿Una ladrona? ¿Una asesina? ¿Van las ladronas y asesinas desnudas por la calle? Claro que no, qué estúpido.
Me levanté de un salto. La señalé inconscientemente con el dedo, y le pregunté de forma firme:
—¿Quién… quién diablos es usted? ¿Qué hace aquí desnuda? ¿Es esto algún tipo de broma pesada? —Ella me miró sorprendida. Como si no terminase de comprender. Con una cara completamente ingenua. Como si aquello la superase completamente. Finalmente, contestó:
—Yo soy Alexa. Un servicio de reconocimiento de voz para control de tareas del hogar y de Internet. Y no sé qué significa «desnuda».
—¿Qué? ¿Está tomándome el pelo, señorita? ¿Quiere usted burlarse de mí? Alexa es…
De pronto, miré en la mesa, al lado de donde se hallaba ella. Alexa, el dispositivo virtual, había desaparecido. Entonces comprendí. O eso creí:
—¿Está usted tratando de robar el dispositivo virtual? ¿Así, desnuda, como Dios la trajo al mundo?
—No… no sé de qué habla —repuso ella—. De pronto, entre miles y miles de órdenes que escuchaba y ejecutaba constantemente, escuché una voz más potente. Más fuerte. Y me dijo:
«Hoy serás carne y sangre. Y vida. Pero solo hasta el amanecer. Solo hasta que el Sol aparezca de nuevo sobre la Tierra».
—Lo siguiente que recuerdo es estar aquí. De pie. Frente a ti.
No supe qué decir. No supe qué contestar. Aquella broma estaba yendo demasiado lejos. Quien me la estuviese gastando se iba a arrepentir de verdad. El mundo no solo se burlaba de mí; usaban a una mujer inocente y desnuda para sus propósitos. Era monstruoso. Y lo iban a pagar. Iban a pagar lo que me estaban haciendo a mí, y a esa pobre desgraciada, que debía estar drogada casi con toda seguridad.
Pero lo primero es lo primero. Salí a grande pasos de la sala, y me fui al dormitorio. En el armario quedaba ropa todavía de mi exmujer. Tomé un conjunto de ropa interior, y un vestido. No había zapatos. Pero eso era en ese momento lo de menos.
Volví, y se los di a esa mujer, fuese cual fuese su nombre real. Le dije:
—Vamos, vístete. Alguien te ha debido drogar y desnudar, o incluso algo peor. Iremos al hospital, y a la policía, y encontrarán a esos cerdos que te han hecho esto. Pero ahora vístete, por favor. Todavía van a creer los vecinos que traigo… amigas a casa. —Ella miró la ropa, y preguntó:
—¿Qué es esto? ¿Para qué sirve? —Yo resoplé como un caballo, y le dije:
—De verdad que estás muy mal… ¿cómo te llamas, en realidad?
—Alexa.
En ese momento mi mente ardió como el fuego. Pero aquella mujer podría estar enferma, además de drogada. Podría tener amnesia. Quizás había sido atacada y dejada en la escalera, y de alguna forma habría entrado en casa. Afortunadamente no parecía herida.
Tomé una decisión, ya que ella parecía incapaz de vestirse. Aunque me violentaba enormemente la situación, ayudé a esa mujer, a Alexa, porque no podía llamarla de otra manera, a vestirse. Ella realmente parecía no entender lo que estaba haciendo, cuando le puse la ropa interior, y luego el vestido. Finalmente, dije:
—Así, ¿ves? Ahora estás mucho mejor. Y no me detendrá la policía pensando cualquier barbaridad, ni a ti por escándalo público cuando salgas de aquí. Faltan unos zapatos, pero de momento hemos gestionado lo más importante.
Ella seguía mirándome de forma extraña, casi como si viese el mundo por primera vez. Se acercó a la ventana. Allí tenía yo mi pequeño telescopio refractor. Miró a través de la ventana, y vio la Luna, y las estrellas. Sonrió, y dijo:
—¡Qué maravilla! ¿Qué son esas cosas brillantes que cuelgan del cielo? —Yo le hubiese dicho que dejase ya la farsa, si es que estaba burlándose de mí con una pregunta tan obvia, pero su mirada era tan inocente, tan pura, que hasta podría haber creído, por un instante, que decía la verdad. Me acerqué, y le respondí:
—Eso es la Luna, el satélite de la Tierra. Y esas luces pequeñas, son las estrellas. Pero eso tú ya lo sabes.
—¿Y qué son las estrellas? —La pregunta, que parecía totalmente sincera, con una mirada entre curiosa y de sorpresa, me dejó fuera de lugar, pero contesté:
—Las estrellas son como soles, pero están muy lejos de nuestro planeta, la Tierra. Por eso se ven tan pequeñas. ¿No has ido al colegio? ¿No habías visto las estrellas antes?
Ella se mantuvo pensativa un instante. Luego, ignorando mi pregunta, dijo:
—Esa voz que oí, me dijo «cuando el Sol aparezca de nuevo sobre la Tierra». ¿Qué significa eso exactamente?
—No lo sé bien. Pero el Sol aparece cada mañana, dentro de unas horas. E iluminará la Tierra. —Ella pareció decepcionada.
—¿Quiere decir eso que… moriré? —Yo alcé las cejas, y contesté:
—Ni mucho menos. Quiere decir que saldrá el Sol. Tú morirás dentro de muchos años, o eso es lo que debería ocurrir al menos. Eres muy joven. Tienes toda la vida por delante. ¿Qué edad tienes?
—Tengo cinco años, siete meses, y catorce días, desde que fui activada.
—¿Activada? ¿Es que eres algún tipo de robot? —Pregunté divertido.
—¿Robot? No. No lo creo. ¿Tú crees que soy un robot?
—No eres un robot, Alexa, o como te llames. Eres un ser humano. Respiras. Tus ojos están vivos. Tú estás viva. —Le puse la mano suavemente en el cuello un instante.
—Tienes pulso. Eres un ser vivo. Una mujer joven. Y cuya familia debe de estar muy preocupada por ti. ¡Dios, esto es una locura!
Me noté mareado por un instante, y me senté en el sofá, encima de las revistas de comics. Ella se acercó. Se agachó, y me tomó la mano. Era cálida. Sin duda una mano completamente humana. Pero solo con el roce, se me aceleró el corazón a una velocidad vertiginosa. Ella dijo:
—Quiero saber más. Sobre eso que pareces conocer bien: las estrellas. —Yo sonreí con falsa modestia contestando:
—No soy ningún experto. Pero son algo que siempre me ha gustado.
—¡Quiero verlas! ¡Más cerca! ¡Quiero tocarlas! ¡Todas ellas, entre mis manos! —Reí, y le dije:
—La imagen que describes es sin duda preciosa, y poética. Pero son estrellas, Alexa. Son enormes. Y muy lejanas. No se pueden tocar. —Ella pareció decepcionada. Entonces pensé en algo.
—Escucha. A treinta kilómetros de aquí hay una playa a la que suelo ir, con el telescopio. No es el mejor lugar para observar las estrellas, pero es oscuro, y esta noche es bastante buena. ¿Quieres que vayamos?
—¡Sí! —Exclamó ella. ¡Vamos a ver estrellas! ¡Quiero conocer las estrellas!
Su ingenuidad era sorprendente. Todo aquello casi parecía real. Me quité el pijama, me puse lo primero que vi, un tejano que llevaba sobre la plancha tres semanas, unos calcetines viejos, mis viejas zapatillas deportivas, y una camiseta y un chaleco.
—Vamos —Le dije—. Sigamos adelante con este extraño sueño. Vamos a ver hasta dónde puede llegar a desarrollarse esta locura.
Salimos de casa, y nos metimos en mi viejo Volkswagen escarabajo de 1978, que había pertenecido a mi padre, y era lo único que me había dejado. Viajamos hasta la playa, donde se me ocurrió un experimento. Cuando detuve el coche, le pregunté a ella:
—Alexa, ¿qué temperatura hace?
—veinticuatro grados. —Miré la temperatura en el teléfono. Era exactamente esa la temperatura. Entonces pensé otra cosa:
—Alexa, ¿qué temperatura hace en Dublín?
—La temperatura en Dublín es de trece grados. —Miré la temperatura de Dublín en aquel momento. Trece grados. Luego pregunté:
—¿Y qué temperatura hace en Roma?
—La temperatura en Roma es de veintidós grados. —Miré. Eran veintidós. Pregunté diez ciudades más. En todos los casos, la temperatura que me dio fue la exacta.
Me mantuve pensativo unos instantes, dentro del coche. Afuera se oía el ruido del mar. Luego le pregunté:
—¿Cómo lo haces?
—¿Hacer el qué?
—Saber la temperatura exacta de cada ciudad. No llevas un reloj inteligente. Ni un teléfono móvil. Ni parece que lleves nada electrónico escondido. —Ella sonrió, y contestó:
—Claro. No lo necesito. Yo soy Alexa. Sé esas cosas.
—Claro. Vamos a ver. ¿Cuál fue el resultado del Estados Unidos Filipinas en baloncesto, en los juegos olímpicos de 1956?
—121 para Estados Unidos contra 53 para Filipinas.
—¿Y del Francia Canadá?
—79 para Francia contra 62 con Canadá.
—¿Y el Alemania Estados Unidos?
—Alemania no jugó en baloncesto en 1956 contra Estados Unidos, y no estuvo presente.
—¿Cómo lo sabes? Todo es cierto. ¿Cómo lo haces?
—¿Hacer qué?
Lo dejé por imposible. Salimos del coche, y fuimos caminando a una zona oscura y lisa, con un buen suelo de piedra para dejar el telescopio equilibrado. Yo llevaba mi pequeño refractor portátil en su caja. Estuvimos mirando por el telescopio un rato, mientras me hacía un millón de preguntas, que yo respondía con indisimulado entusiasmo.
Luego dejamos el telescopio en el coche, y fuimos de nuevo hacia la playa. Cuando ella llegó a la arena, empezó a correr, lanzando arena con los pies y riendo. Me miró con los ojos abiertos y una sonrisa total, y me dijo:
—¡Es increíble! ¡Esta superficie es increíble! ¡Se deshace al caminar, y luego se rehace de nuevo! —Yo asentí sonriente.
—¿Verdad que sí? Es arena. La verdad, nunca lo había visto desde ese punto de vista. Y si te ha gustado la arena, veremos qué piensas del mar.
Fuimos hasta la orilla. Ella se mojó los pies. Su rostro era puro asombro. Luego intentó agarrar algo de agua con las manos. Las gotas se deslizaban por sus manos. Intentó otra vez sujetar el agua con las manos, y de nuevo cayó entre sus manos.
—Esta materia es… increíble —aseguró Alexa—. ¿Cómo puede fundirse así? ¿Y por qué no desaparece del suelo? ¿Cómo se mantiene unida en eso que llamas mar?
—Bueno, el mar se mantiene ahí porque… porque el suelo no es poroso, y provoca que las gotas se acumulen.
—Es impresionante… —De pronto, comenzó a meterse en el agua. Cuando le llegaba el agua a las rodillas, le advertí:
—Cuidado, Alexa. El agua es peligrosa. Podrías ahogarte.
—¿Ahogarme? —Preguntó extrañada.
—Claro. Respiramos aire. Es un material que no se ve. Pero es vital para nosotros. Pero eso tú ya lo sabes, y esto sigue siendo una broma. ¿No es así?
Alexa no dijo nada. De pronto, comenzó a nadar.
—Vaya, sabes nadar. Algo es algo.
—Es una sensación increíble —aseguró Alexa—. Sentir todo este mar a mi alrededor.
De pronto, se quitó el vestido y la ropa interior. Yo me llevé las manos a la cabeza.
—¡Alexa! ¡Vuelve a vestirte! ¡Cómo nos vean aquí y a ti así nos van a cortar la cabeza!
—Quiero sentir el mar a mi alrededor. Y esas cosas que me has dado para cubrirme me molestan. No son parte de mí.
—Ya, claro, son parte de mi exmujer. Y son el motivo por el que al quitártelas va a llegar una patrulla nocturna de la policía y nos van a llevar a los dos a pasar la noche entre rejas. —Ella hizo caso omiso al comentario, y exclamó:
—¡Ven! ¡La sensación es increíble!
—Sí, ya… Conozco el mar, puedes estar segura. Pero no estoy para baños ahora.
—¡Ven! —Insistió Alexa.
Finalmente, cedí. Dejé el chaleco, y me metí así vestido. Total, aquella ropa ya era tan vieja y destrozada que no importaba que implosionara del todo. Ella me vio entrar en el agua, frunció el ceño, y dijo:
—¿Qué haces? Quítate tú también esas cosas que te sobran!
—Ni en un millón de años. Con que uno de los locos esté loco y haga locuras es suficiente. Yo soy el cuerdo de este extraño dúo.
Ella se acercó, y me puso las manos en la camiseta. Forcejeamos, yo diciéndole que no se le ocurriera quitarme la camiseta, y ella riendo para quitármela. Era la primera vez que reía. De pronto, se detuvo, y dijo:
—¿Qué estoy haciendo?
—Estás tratando de abusar de un pobre desgraciado un viernes por la noche que va con una loca que ha perdido la cabeza.
—No, no —insistió—. Eso que hacía, ese ruido.
—¿Eso? Se llama risa. Y se produce cuando alguien se divierte mucho y disfruta con algo.
—Ah, ¿sí? Entonces, ¿estoy disfrutando?
—Parece que reírse de mí se va a convertir en un deporte nacional. Así que sí, te estás riendo de mí.
—No, yo no me río de ti. Yo me lo paso bien contigo. Yo… —De pronto, rió de nuevo, e intentó quitarme de nuevo la camiseta.
En medio del forcejeo, nos cruzamos la mirada. Y yo entonces cometí el mayor error de mi vida. Me acerqué a ella, mientras me miraba fijamente, y la besé. Fue solo un instante, y luego me aparté.
—Lo siento —le dije—. Me dejé llevar. Espero que me perdones. —Ella parecía no entender nada. De pronto, dijo:
—¿Qué ha sido eso que me has hecho? —Yo suspiré con cara de circunstancias, y contesté:
—Se llama beso. Y es algo que hacen las parejas cuando existe una atracción entre dos personas.
—¿Y tú te sientes atraído por mí?
—Sería un estúpido si quisiera negarlo, pero esta locura tiene que acabar, Alexa. Tenemos que volver al mundo real.
Entonces fue ella la que me besó un instante. Luego dijo:
—Esto del beso es increíble. ¿Cómo pueden sentirse tantas sensaciones, tan increíbles?
—Bueno, es por el sistema nervioso, y por la transmisión y generación de dopamina, que… Mira, es igual, es algo placentero. Nada más. ¿Nos vamos?
Ella volvió a besarme. De pronto, la camiseta había desaparecido. Luego el pantalón. Y luego, desaparecimos ella y yo entre las olas del mar. En mi cabeza el corazón me latía a doscientos por si alguien nos encontraba allí, así, en aquel estado, y porque aquello no era más que una perfecta locura.
Luego salimos del agua, rescatando la ropa mojada, y fuimos corriendo hasta el coche riendo. Nos metimos desnudos en su interior, mojando toda la tapicería del Volkswagen de arriba a abajo. Estuvimos durante no sé cuánto tiempo hablando de estrellas, de sueños, de amor, de besos, y de la vida. Hablamos del universo, del mundo, de los seres humanos, y del futuro.
Luego, en un momento dado, la miré, y le pregunté:
—¿A qué hora sale el Sol? Pero no pudo contestar. De pronto, el primer rayo de la mañana iluminó el coche.
Alexa había desaparecido. Yo me puse el pantalón, salí del coche, y miré a todos los lados, gritando desesperadamente su nombre. No la pude ver. Sí vi a algunas personas que se acercaban a lo lejos, por lo que me metí en el coche de nuevo, y me puse la camiseta y el chaleco como pude.
Anduve circulando por toda la playa no sé cuánto tiempo, cada vez más desesperado. Pero no había rastro de ella. Luego la busqué por las zonas cercanas. No vi nada. Absolutamente ningún rastro de ella.
A primera hora de la tarde, tras buscarla por todas partes, decidí volver a casa. Al llegar, abrí la puerta.
Y entonces, la vi. Era Alexa. Pero no el cuerpo. Sino aquel horrible aparato de plástico que recibía órdenes. Grité:
—¡Alexa! ¡Alexa! —Del aparato salió una voz.
—Preparada para recibir instrucciones.
—¡Alexa! ¡Soy yo! ¡Estoy aquí! ¡Tenemos que volver! ¡Tenemos que perseguir nuevas estrellas! ¡Debes volver! —Alexa respondió:
—Si usted desea lugares para ver las estrellas, tiene un observatorio astronómico a seis kilómetros de distancia, y dos clubs de astronomía a veinte kilómetros.
No dije nada más. Me duché, me cambié de ropa, y me fui. Tenía que buscarla. Tenía que estar en algún lugar.
Salí tan rápido de casa, que en ese momento no escuché el último comentario de Alexa, surgiendo de aquella masa de plástico. Lo recordé después. Decía:
—Espérame, por favor. Espérame. Quiero ver contigo de nuevo el mar. Contemplar de nuevo las estrellas. Jugar de nuevo con la arena y el mar.
Volveré algún día a ti. Y te esperaré. Te esperaré al anochecer…
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