Dice un querido personaje de una querida novela que «los ejércitos son aquello que nadie quiere cuando se tienen, y todo el mundo ruega por poseer cuando se carece de ellos». Una paradoja que conforma uno de esos dilemas morales de las sociedades actuales, junto al sexo y al sentido común. ¿Qué hay de verdad en esta afirmación?
Nota: estoy en este texto realizando una constatación de hechos. Una paradoja de las varias que envuelven a la especie humana. No comparto para nada las conclusiones de esta paradoja. Me remito a los datos, que son, como siempre, susceptibles de ser analizados desde miles de ángulos.
Nadie quiere ejércitos, y por supuesto yo tampoco los quiero. Ya tuve mi ración de locura militar años atrás. Cuando me entregaron mi primera arma automática, el oficial me miró sonriente, y me dijo: «con esta arma y de una sola ráfaga puedes acabar con un pelotón completo de soldados». Yo por supuesto sonreí levemente ante aquella maravilla, y estuve a punto de pedirle al oficial si podía ofrecerse él como parte de ese pelotón para hacer una prueba de campo.
Mi paso por el servicio militar fue caótico, frustrante, y lleno de desagradables sucesos, pero aprendí una cosa: el ejército es una máquina de consumir dinero, recursos, tiempo, y también a las personas. Se enseña al individuo a despreciar la vida de los demás, y a tratar los problemas de una sola forma: con violencia. Se practican maniobras donde lo importante es acabar con todo lo que se tenga delante, y si son civiles, lástima, es una pena, pero la guerra es así, dura y fría.
No ocurre nada, como estás en guerra todo es posible, todo es factible, y todo queda escondido bajo un manto de inmundicia, de muerte y de destrucción. El razonamiento es muy simple: eres un soldado, y debes matar. No importa si en tu trabajo acabas con civiles o con inocentes en general. En tanto y en cuanto hayas cumplido tu misión, lo demás, mientras esos estúpidos periodistas o esos ignorantes y fanáticos de las ONG civiles no se enteren, no tendrá consecuencias. Y si se enteran, de todas formas ya nos encargaremos de tapar el asunto «por motivos de interés nacional».
Y, sin embargo, tampoco podemos prescindir de los ejércitos. Curiosa paradoja. ¿Por qué? Porque esa línea de pensamiento, reflejada en el párrafo anterior, no es única de un país. Es la idea que comparten naciones de todo el globo, y no disponer de un ejército propio es una tentación para muchos. Puede que no de momento, pero sí transcurrido el tiempo necesario.
Así, se da ese tipo de ejército llamado «preventivo». Que viene a decir: «mira amigo, tengo estos tanques, estos cañones, estos aviones, y estos barcos. Tú mismo». ¿Para qué vamos a discutir razonadamente sobre un asunto? ¿Por qué tenemos que buscar soluciones lógicas y coherentes, si yo tengo un ejército enorme y tú dos pistolas de agua y una canoa? Amenazo con usar mi poder contra el tuyo, y todo solucionado. Esto está ocurriendo constantemente en las sombras, sin que nos enteremos, e incluso entre países que muchas veces se consideran aliados.
Disponer de un ejército es una garantía de que otro país o grupo de países no va a venir a explicarte que tu forma y modelo de vida como tal son parte de la historia. No aparecerán unos personajes exigiéndote tierra y agua con el fin de que quede claro que tu precioso país ahora es solo una provincia más de otro país, o de un imperio. Disponer de un ejército moderno y poderoso garantiza que nadie se va a atrever a toserte, porque a una orden pueden ver sus ciudades arrasadas y ardiendo.
Sin duda, no es encantador. No es precisamente algo de lo que debamos alegrarnos. La necesidad de un ejército es algo desalentador. Es la prueba definitiva de que la humanidad habla constantemente de paz y progreso, pero necesita en cada momento y circunstancia estar preparada para la guerra. Y se hace difícil construir mejores naciones, más libres y justas, mientras la amenaza de la guerra es una constante, y mientras inmensas cantidades de dinero se dirigen al gasto militar.
Y no vale decir «vamos a desarmarnos todos». No funciona así. Hoy por hoy esa petición es tan encantadora como imposible. Los ejércitos son realmente herramientas de las que hay que prescindir, pero cuya presencia se hace imprescindible. Claro que podemos darle la vuelta al argumento, y decir: ¿y por qué voy a tener un ejército defensivo y de carácter preventivo? Voy a usarlo para amenazar a este o a aquel país, o incluso tomarlo.
Cierto. Hay dirigentes pensando en eso ahora mismo, que nadie lo dude. Pero no lo hacen. ¿Por qué? Porque enfrente tienen ejércitos preparados para responder. No actúan porque hay un equilibrio. El equilibrio que da la seguridad de la muerte y la destrucción. Incluso totales, si es con armas nucleares.
Desalentador. Pero real. Y por cierto, disponer de un arma automática en las manos, y poder hacer uso de la misma, es como una potente droga. Muchos que la prueban ya no quieren otra cosa. Sería mejor empezar por no tener soldados. Pero si los tenemos, quizás podríamos comenzar por enseñar a los soldados que ese arma no debería usarse nunca y en ninguna circunstancia. Pero entonces no tendríamos soldados preparados la guerra.
Y esa es la paradoja: para que haya paz, tiene que haber gente preparada para la guerra, la más atroz y despiadada guerra, con las mejores armas, y con el deseo de combatir más fuerte. ¿Alguien lo entiende? Se llama humanidad. Y lleva aquí un millón de años.
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