Stanley Kubrick es sin duda uno de mis directores favoritos. Ya comenté cómo su película «2001: una odisea del espacio» me cambió la vida cuando la vi en aquel ya lejano verano de 1970. Pero hoy, cuando todo el mundo habla del 72 aniversario de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, y cuando Corea del Norte y Donald Trump se comportan como niños de colegio amenazando con apocalipsis nucleares, es bueno recordar una de las obras maestras de Kubrick: «Teléfono rojo: volamos hacia Moscú», cuyo título original en inglés es «Dr. Strangelove, or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb» (Dr. AmorExtraño, o cómo dejé de preocuparme y amar la bomba).
Rodada en 1964, esta película, que tiene en Peter Sellers a su mejor estrella haciendo tres papeles distintos, sin olvidar la impagable genialidad de George Scott (que luego sería el protagonista de «Patton»), nos lleva a una época de plena guerra fría con la Unión Soviética. En aquel tiempo, Estados Unidos mantenía, siete días a la semana y veinticuatro horas al día, una flota de bombarderos B-52 constantemente en el aire, cargados con bombas nucleares. El objetivo era claro: la disuasión.

La película trata de cómo el general jefe de una de esas bases aéreas pierde la cabeza por obsesionarse con las teorías conspiratorias de la época (y eso que no existía Internet) y manda a sus bombarderos a que ataquen sus objetivos en Rusia. Naturalmente, se arma un buen lío, cuando la base es cerrada, y el Pentágono debe tratar de derribar esos B-52, por medios propios, o usando los planes de vuelo conocidos para alertar a las defensas aéreas de los rusos.
Pero eso no es todo; los rusos han construido una máquina que, si una sola bomba atómica cae en su territorio, provocará un caos de destrucción que acabará con la humanidad.
La película es una constante parodia sobre lo absurdo de la guerra, lo absurdo de la amenaza constante entre países, y lo absurdo de mantener una política disuasoria nuclear que, en caso de hacerse efectiva, acabará con gran parte de la humanidad. Todo ello aderezado por patriotas henchidos de orgullo y palabrería barata, dispuestos a convertirse en los héroes de una guerra que no puede ganar nadie, y que van a perder todos. Gente que llena escenarios de fanáticos para escuchar proclamas patrióticas vacías de contenido que solo buscan animar al personal, sin ningún contenido real y sin ninguna propuesta efectiva, aparte de la grandilocuencia, la jactancia, el orgullo, la soberbia, y la megalomanía. Y hablo de todos los bandos, sin excepción.
También refleja esta película lo absurdo de la cadena de mando, el descontrol total sobre aspectos críticos de la seguridad del planeta en su conjunto, y cómo un solo hombre puede condenar a la especie humana, en un acto de locura que no tiene previstos mecanismos para evitar el fin de las sociedades humanas en la Tierra. Todo ello, como digo, en forma de parodia que Kubrick refleja con un estilo genial e intachable.
Hoy, cuando vemos a dos payasos, como los presidentes de Corea del Norte y de Estados Unidos, lanzándose proclamas populistas, y jugando con la ignominiosa idea de la guerra nuclear, esta película nos recuerda una cosa: el peligro que supone que un ser humano pueda acumular tanto poder en sus manos como para tener el futuro de la civilización humana en su poder. Algo que debería terminar ya, y para siempre. Porque si las guerras convencionales ya son una monstruosidad sin paliativos, la guerra nuclear es, sencillamente, el fin del mundo tal y como lo conocemos.
Luego entras en un bar, o lees opiniones de la gente por Internet, y te das cuenta de que hay mucha, mucha gente, entusiasmada con la idea de que arrasar con todo es la solución a los problemas. Lo dicen mientras se toman su cerveza y sus olivas, o mientras se encuentran cómodamente sentados frente a sus ordenadores o móviles. Ignorancia de un nivel tal que si se convirtiese en agua taparía hasta el Everest.
Recomiendo encarecidamente ver esta película, rodada íntegramente en blanco y negro, donde veremos reflejados a personajes que son de esa época, pero también son de hoy día. Una película que, como todas las obras maestras, no tiene época. Su mensaje es claro y directo, y es tan real y claro cuando se rodó como actualmente. Y un mensaje: siempre habrá un loco dispuesto a convertirse en el heraldo de una nueva era para la humanidad. Y harán cualquier cosa para conseguirlo.
Por cierto, recomiendo la versión extendida, que añade algunas escenas no muy largas pero que añaden elementos importantes, como esa idea de la «fluorización» del agua, que decía que los rusos estaban metiendo flúor en las aguas americanas para controlar las mentes de los hombres y mujeres de Estados Unidos. ¿Les suena? Exacto. Las mismas mentiras y cuentos que podemos ver ahora en Internet. No hay nada nuevo bajo el Sol. La mentira no se inventó con Internet, lleva milenios entre nosotros. Manipulándonos, y usándonos a su antojo. No sea usted uno de ellos. Reflexione ante noticias sospechosas. Investigue. Verá que, en su mayor parte, solo intentan usarle para su propaganda.
Gran película para una tarde de verano. O de invierno si está en el otro lado del planeta.
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