Mis tres noches con Calipso (1/2)

Segunda parte en este enlace.

El relato completo se puede descargar de este enlace de Lektu (epub, mobi, pdf).

Esta es la primera parte de dos de un nuevo relato para el libro de relatos románticos que estoy preparando. El título de este relato: «Mis tres noches con Calipso». Como sabrán, Calipso era una ninfa que retuvo a Odiseo siete años según se narra en «La Odisea» de Homero. La Calipso de esta historia es algo distinta, pero siente una gran pasión por la mitología. Y también siente una gran pasión por complicarle la vida a los demás en asuntos turbios y oscuros.

Este texto, ambientado a principios de 1990, se unirá al relato que tengo pendiente situado en la segunda guerra mundial. Pero este texto está casi terminado, y ahora presento la primera parte. La segunda llegará en breve tras los retoques finales que estoy finalizando.

Por último, este relato es naturalmente una ficción, y cualquier personaje, elemento, o dato que aquí aparece no tiene nada que ver con la realidad, ni con hechos de mi vida pasada. Bueno, excepto algún detalle que otro…

Mis tres noches con Calipso.

San Francisco. 2 de marzo de 1990. Viernes.

Aquella noche de viernes era mi día de suerte; por fin, tras salir de la oficina, y desearlo con todas mis fuerzas durante mucho tiempo, iba a disfrutar de un trío en mi pub favorito. Solo pensarlo ya notaba una excitación que nacía en los dedos de mis pies, y llegaba hasta la punta de los pelos de mi cabeza.

Así que allí estaba yo, en aquella mesa del sótano del pub, al lado de la mesa de billar. Y mis dos compañeras se encontraban presentes, sonrientes y juguetonas.

Una de mis compañeras era la obra «Los mitos griegos», del escritor e historiador Robert Graves. Se trataba de una de las mejores lecturas sobre mitología griega de todos los tiempos. La otra compañía del trío era una alemana rubia, fresca y cálida: una cerveza a cuatro grados pidiendo cruzarse con mis labios.

Sin duda aquel era un trío fabuloso para disfrutar de mi reciente compra de la obra de Graves. Devoraría a ambas, obra y cerveza, sin ningún pudor ni miedo.

Era norma general estar allá con dos o tres amigos los viernes para echar unas partidas al billar o a los dardos. Luego a veces solíamos ir a un local de ensayo, donde improvisábamos una sesión de jazz con bajo, guitarra, batería, y piano. Pero los tres socios habían desaparecido, por motivos diversos. O quizás porque no querían tener otros motivos excepto no estar esa noche conmigo.

Pero no importaba. Era una noche perfecta para disfrutar de mi soledad. Solo que estaba a punto de mejorar. O eso creí en aquel momento.

Una mirada cercana.

Estaba sumido en las páginas del libro, cuando noté una presencia cercana. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Alcé los ojos lentamente, e inmediatamente tragué saliva. No era una mujer; era el Paraíso Perdido, el Valhalla, el Olimpo, y la ciudad de los cielos de Star Wars, todo a la vez, y en una sola mirada.

Y me dije a mí mismo: «si esto fuese una novela barata le diría algo, me respondería algo, y terminaríamos la noche en una habitación de un hotel oscuro y secreto para amantes ocasionales».

Pero aquello no era una novela; aquello era una realidad de ojos cobrizos frente a mí. Tendría algo menos de treinta años. Estaba tomando su propia cerveza, con un traje sencillo pero moderno, y unos zapatos de medio tacón, con un bolso negro.

¿Qué hacía esa chica allí sola? A aquel pub lo máximo que entraba del género femenino por norma general era la gata del dueño, y no llevaba bolso. Ni tacones.

El caso es que era mejor olvidarla; dirigirme a ella era un seguro para acabar con una respuesta tipo, del estilo «métete en tus asuntos» o «piérdete», o el favorito que me dedicaban las chicas: «¿No sabes saciarte solito todavía?». Así que opté por esperar a preguntarle más tarde al dueño del pub si la conocía, y quizás soñaría con ella esa noche. Quizás.

Me volví a sumergir en la lectura. «Atenea era la diosa de la sabiduría»… «La sabiduría… Atenea era la diosa de»… ¿Qué diablos? Notaba una mirada profunda que me penetraba hasta el alma mientras leía. Alcé la mirada levemente, y aquella dama de ojos castaños seguía allí, impertérrita, mirando su cerveza. Así que volví a sumergirme en el libro.

«Atenea era la diosa de la sabiduría»… Esta vez levanté la mirada rápidamente, y la pillé in fraganti mirándome. O mejor, mirando el libro. Obviamente se dio cuenta de que yo me había dado cuenta, y rápidamente volvió a su cerveza. Yo volví a mi lectura.

«Atenea era la diosa de la sabiduría»… ¡Bueno, ya está bien! Una cosa es mirar; la otra es ser descarada. Alcé la vista. En esta ocasión no apartó la mirada. Así que, finalmente, le pregunté:

—Hola… Disculpa que me entrometa, pero no he podido evitar comprobar que estás mirando de reojo. Las posibilidades son dos: que me observes a mí, o que observes el libro. Me inclino especialmente por la segunda opción.
—Esa segunda opción es sin duda la elección correcta —contestó ella—. Pero he de confesar que me sorprende ver a un hombre como tú con libros de ese nivel.
—¿Y qué soy yo, según tu opinión? —Pregunté interesado. Ella contestó:
—¿Un colgado, que un viernes por la noche no tiene dónde caerse muerto?

Iba a protestar. Iba a hablarle con orgullo de mis grandes logros y mi alta gallardía, de mis éxitos reconocidos mundialmente, de mis premios Nobel, de mi visión aristotélica del universo… Pero, en cambio, asentí lentamente, y opté por reconocer la verdad. Y la verdad era que era un colgado, que un viernes por la noche no tenía dónde caerse muerto.

Solo había cruzado dos palabras con ella, y ella ya había conseguido que me hundiera en el fango de mi desesperación. Bravo por ella. De todas las mujeres que me habían rechazado en mi vida, ella tenía un nuevo record de desprecio.

Sonreí sin más, y continué la lectura. Sin embargo, ella, tras unos segundos, preguntó:

—¿De verdad entiendes algo de lo que lees ahí? —Suspiré con cara de disgusto. Alcé la mirada, y le contesté:
—Soy un gran amante de la cultura griega en general. Estuve a punto de morir en la isla griega de Hydra hace tres años. Solo la divina Atenea tuvo a bien salvarme, para que tú pudieras reírte de mí.
—Eso es algo que tendré que agradecerle siempre a la diosa —comentó sonriente. Yo continué:
—Incluso espero escribir algún día alguna novela ambientada en la grecia clásica. —Ella puso cara de sorpresa.
—Vaya, vaya… Así que eres escritor.
—Soy informático. Pero intento escribir cuando puedo.
—Informático —repitió ella con tono despectivo—. Eso lo explica todo.
—¿Explicar el qué?
—Tu presencia aquí un viernes por la noche. Y que tu vida sentimental y sexual debe ser tan variada y excitante como la de una ameba. —Yo no pude reprimirme.
—¿Vas a seguir insultándome y riéndote de mí toda la noche? —Ella alzó los hombros levemente y sonrió.
—¿Por qué no? No tengo otra cosa que hacer de momento.

Yo iba a contestar, cuando ella se levantó de su mesa y se sentó en una butaca al lado de la mía. Directamente tomó el libro por la página que estaba leyendo:

—»Atenea era la diosa de la sabiduría…». Vaya, así que es verdad. No guardas un ejemplar del Playboy escondido en el libro. Realmente estás leyendo mitología griega. Y de la buena.
—¿Conoces a Robert Graves? —Ella puso una evidente cara de sorpresa.
—¿Bromeas? Este libro es desde hace años de mis favoritos, me lo sé de memoria. Estudio historia antigua.
—¿En la universidad?
—No. En casa, por mi cuenta. Quisiera estudiar, pero digamos que mi vida no me permite una concentración a tan largo plazo. Así que me saco el deseo de estudiar por mi cuenta.
—Bueno, yo hago algo parecido. Me recomendaron este libro como de los mejores para estudiar mitología griega. ¿Cuál es tu opinión? —Ella puso una cara como si estuviese intentando extraer la mejor información en la menor cantidad de palabras.
—Mi opinión de Robert Graves es que es… frío. Detallista, pero frío.
—¿Por qué dices eso?
—Robert Graves escribió una excelente obra descriptiva de la mitología griega. Pero le falta… alma.
—¿Alma? —Pregunté interesado.
—Sí. Alma. La mitología no es solo datos. Es la búsqueda del ser humano para encontrar lo que hay divino en sí mismo y en el universo.
—Vaya, qué cultivada. Así que crees en algún tipo de mitología. Eres agnóstica.
—Quizás. No creo en Dios o en dioses; pero creo que hay algo más de lo que la ciencia puede explicar. También creo que podríamos seguir analizando el libro en mi casa, si te parece. Mi nombre, por cierto, es Jessica.

Yo me quedé paralizado. Dos segundos antes estaba insultándome. Riéndose de mí. Tomando mi alma en sus manos, y jugando a romperla en jirones.

Y ahora me invitaba a su casa. Le contesté:

—Ya veo que sigues tomándome el pelo. Yo soy Scott. Puedes llamarme Scotty, como el jefe de ingenieros de Star Trek. Y sigues riéndote de mí. —Jessica se levantó, sonrió, y me acercó la mano.

—Vamos —dijo con determinación—. Vivo en Sausalito, a diez minutos en coche, tras pasar el puente del Golden Gate.
—¿Sausalito? —Pregunté sorprendido—. Vaya, veo que tienes cierto nivel.
—Por supuesto. Pero me dedico a actos caritativos de vez en cuando, como rescatar a algunos amantes de la cultura griega de una noche de viernes aburrida y tediosa.
—Sigues riéndote de mí —aseguré. Ella alzó las cejas levemente.
—Te diré lo que puedes hacer. Puedes optar por charlar un rato sobre la grecia clásica conmigo en mi casa, con una copa de vino y música ligera. O puedes optar por quedarte aquí, y demostrarte a ti, y al mundo, que eres el perdedor que todos saben que eres. Tú decides.
—¿Y tú qué ganas?
—Seguir riéndome de ti. En casa. Y con ropa más cómoda que estos zapatos.

Jaque mate. Aquello era un sencillo y directo jaque mate de estilo pastor. ¿Qué iba a hacer? Aquel viernes era como todos, o incluso peor. Y Jessica me proponía ir a su casa. ¿Porque le gustaba? Seguro que no. ¿Porque le divertía? Era posible. ¿Porque tenía algún interés en mí por algún motivo desconocido que podría beneficiarla en algún asunto? Eso era bastante probable.

Así que me levanté, le di la mano, dejé un billete en la mesa, y salimos del pub, mientras el dueño me miraba con cara de sorpresa, y yo le miraba a su vez, levantando los hombros con un gesto de estar viviendo un misterio inexplicable.

De miradas y de secretos.

—¡Vamos, sube! —Exclamó Jessica. Yo miré el coche en el que me pedía subir. Era un Ford Mustang de color blanco completamente nuevo.
—¡Menudo carro! —Exclamé. Jessica sonrió.
—Para los amantes de la mitología solo lo mejor. —Yo asentí incrédulo, mientras entraba en aquel lujo que yo no podría pagar ni en tres vidas.

Jessica arrancó el Mustang, y salió como un rayo.

—Quisiera despedirme de mis padres antes de morir —le susurré. Ella rio.
—Tranquilo, esta máquina y yo estamos hechos el uno para el otro.

Subimos por Van Ness Avenue y luego seguimos por Lombard Street hasta llegar a Richardson Avenue, para pasar el puente del Golden Gate hacia el norte, dejando atrás San Francisco, y camino de Sausalito.

—¿Me vas a contar ahora de qué va todo esto, Jessica? —Pregunté, mientras observaba la niebla alrededor de la bahía.
—¿Por qué tiene que ir de algo? Vamos a hablar de Robert Graves, y de mitología griega.
—Claro, claro… Y yo soy Odiseo. —Jessica rio de nuevo. Confieso que su risa era cautivadora, como el resto de ella.
—Por supuesto que eres Odiseo. Y yo soy Calipso, así que ya tenemos un mito del que hablar. Pero no esperes que se repita la historia de La Odisea.
—Me gusta. Te llamaré Calipso. —Ella asintió.
—También me gusta ese nombre. Así que, para ti, desde este momento, soy oficialmente la ninfa Calipso.

Llegamos a la casa de Jessica, que se encontraba solo a unas decenas de metros del mar. De nuevo la casa era tan impresionante como el Mustang. Y como ella. Yo, por mi parte, cada vez entendía menos todo aquello.

—¿Esta es tu casa? ¿De verdad?
—Ya lo ves. Con veintisiete años, y ya liberada del yugo de la familia.
—Venga, Jessica. Déjate de historias., Esto no se paga con un sueldo normal. ¿En qué trabajas?
—Soy una ladrona de bancos internacional, buscada en varios países. Y ahora te diré la verdad: es una casa que tengo alquilada desde hace tres semanas para tratar unos asuntos. Venga, sube, que tomaremos algo de vino francés. Del mejor que puedas probar.

Entramos en la sala principal, que tenía un piano Steinway. Instintivamente me acerqué a verlo.

—Este piano es una joya. ¿Puedo? —Le pregunté mirándola de reojo.
—Adelante. Sin miedo.

Me senté mientras Jessica me ponía una copa de vino, que era excelente, y toqué una pieza que había compuesto hacía un tiempo.
—¿Qué es eso? —Preguntó Jessica.
—Algo que se me ocurrió hace un par de veranos.
—Vaya, es bonito.
—Gracias. Con este piano todo suena bien.
—No es cierto; hay que saber darle vida. Y, hablando de ti: así que informático, escritor, amante de la mitología, ahora músico… ¿Qué mas sorpresas tienes escondidas?
—No muchas. Y muchas menos de las que tú guardas, eso seguro.

De pronto, sonó el timbre de la puerta exterior. Jessica miró por una pantalla oculta en un lado. Yo comenté:

—Vaya, circuito cerrado de televisión. Esto se pone cada vez más interesante. —Ella abrió la puerta, y me hizo un gesto con el dedo.
—Métete en la cocina.
—¿Por qué?
—Porque es un favor que te pido.

Me metí en la cocina, y ella apagó la luz. Cerró la puerta, pero yo la entreabrí ligeramente. Al poco sonó el timbre de la puerta de entrada. Jessica abrió. Entró un hombre de unos cuarenta años. Parecía acalorado.

—Jessica, te he estado llamando todo el día.
—Acabo de llegar, Mark. ¿Qué quieres?
—A ti, por supuesto. —Vi por la rendija la cara de asco y aburrimiento de Jessica.
—No estoy de humor, Mark. Vete.
—Te pagaré el doble por esta noche. ¡El triple!
—Estoy cansada, Mark, y hueles a veneno y cocaína. Lárgate. —Aquel hombre se abalanzó sobre ella. Yo iba a intervenir, aunque no sabía cómo, cuando vi que ella se deshizo de él con una llave increíble de Jiu Jitsu. Luego fue al bolso, y lo que vi me impresionó aún más: ¡Era una pistola! Se acercó al tipo, que se acababa de levantar todavía confuso, le puso el cañón en la sien, y le dijo:

—Voy a ser amable contigo, Mark. Lárgate. Puedo pegarte un tiro por allanamiento de morada. Y no te interesa que nadie sepa qué oferta has venido a hacerme esta noche. Así que me olvidaré de avisar a tu mujer si te largas ahora mismo.

El hombre miró un momento con cara de odio a Jessica. Se dio la vuelta, y, antes de salir por la puerta, dijo:

—¡Esto no quedará así, Jessica! ¿Lo has entendido?
—¡Que te largues ya!

El hombre salió dando un portazo. Jessica suspiró, mientras dejaba la pistola en una mesa, y yo salía por la puerta de la cocina.

Confesiones.

—Menuda escenita —susurré. Ella me miró con indiferencia, y respondió:
—Sí. Es la historia de mi vida. Espero que estemos más tranquilos ahora. —Yo sonreí.
—¿Tranquilos? ¿Ahora? Lo que voy a hacer ahora es largame, Jessica. Ha sido un placer. Gracias por el vino, ciertamente muy bueno. Adiós. —Ella se acercó a mí levantando las manos en forma de ruego.
—No te vayas, por favor. Ya está solucionado…
—Mira, Jessica, si es que es ese tu nombre…
—Es mi nombre.
—Muy bien, Jessica, voy a hacer que me lo creo… Mira, sé, y reconozco, que estoy muy desesperado. Pero no para solicitar los servicios de una dama de compañía, y menos una de lujo, que debe cobrar la mitad de mi sueldo por media hora… —Jessica pareció enojarse de forma ostensible.
—¿Dama de compañía? ¿Has dicho «dama de compañía»? ¡Yo no soy una dama de compañía! ¿Cómo te atreves?
—Claro, ese tipo solo te ofrecía el doble, o el triple, por una noche.
—¡Eso no es lo que parece, y tú te estás imaginando cosas!
—No, claro que no es lo que parece… —Jessica pareció derrumbarse por un momento.
—No te vayas, por favor. No todavía. Déjame, al menos, explicarme. Creo que te mereces una explicación.
—Jessica, no tienes que darme explicaciones. Te respeto, y lo que hagas con tu vida no es de mi incumbencia. No soy quién para juzgarte. Pero tampoco me interesan ciertas situaciones y escenas.
—Exacto, no eres quién para juzgarme. Y lo que haga yo con mi vida no te importa ni te incumbe. Pero te he traído aquí, y si tú respetas mi vida, yo accederé a explicarte algo sobre mí.
—Está bien. Soy todo oídos.

Jessica fue al mueble bar. Sacó un vaso, y una botella de whisky Chivas 12. Se sirvió medio vaso, y dio un trago largo. Luego se volvió. Me señaló un sofá. Me senté, mientras ella se sentaba enfrente.

—Mira, Scott. Yo tengo un ritmo de vida… algo sofisticado.
—Vaya, no lo había observado —sugerí.
—No seas sarcástico. Tenía un trabajo. Mi sueldo habitual en aquella oficina en la que me consumía me daba para pagarme un pequeño apartamento al sur de la ciudad. Pero era explotada. Manipulada sin compasión.
—Sigue.
—Una noche un tipo me invitó a una copa. Me pidió que me pusiera un vestido, y me llevó a una fiesta de la alta sociedad. Allí me presentó como su nuevo ligue. Reímos. Bailamos… Luego me llevó a su casa. Me metí en la cama con él. Supongo que el alcohol y la cocaína que llevaba encima tuvieron algo que ver. Me dejó en mi casa. A mí, y a un sobre con una cantidad de dinero que casi me hace caer de espalda.
—Entiendo…
—Al cabo de una semana, un amigo de aquel tipo me llamó. Me invitó a un fin de semana en las cataratas. Terminó el fin de semana de vuelta a casa. Con un sobre con todavía más dinero. Pronto comencé a despreocuparme de mi trabajo. Ya no lo necesitaba.
—Pero eso… —Ella me interrumpió:
—Déjame acabar. Nunca, y te repito, nunca he salido con uno de esos tipos si no me gustaba. Y los dejo colgados si se ponen pesados, o hablan de dejar a su mujer y vivir conmigo… Esas cosas. Ese tal Mark es un ejemplo. Por eso no soy una «dama de compañía»… Una prostituta. Yo elijo a mis clientes, ellos no me eligen a mí.

Yo me mantuve en silencio unos instantes. Luego comenté:

—Bien… Bueno… Mira, Jessica, yo entiendo lo que dices. De verdad. Te exculpas a ti misma. Tuviste una vida dura. Y, de pronto, apareció un montón de dinero. Y más dinero. Y más. Y, cuando eso ocurre, se entra en un círculo del que es muy difícil salir. Te acostumbras a un ritmo de vida que ya no puedes dejar. Y justificas cualquier cosa con tal de poder seguir con ese ritmo de vida.
—Eso no es verdad… —Yo me levanté. Sonreí, y le dije:
—Como he dicho antes, no soy quién para juzgarte. Gracias por tu explicación, de verdad, no tenías por qué dármela, has sido muy amable. Eres encantadora, te lo digo de corazón. Ha sido un placer conocerte, Jessica. Pero este no es mi mundo. Yo no encajo aquí. Yo solo soy un humilde informático con un sueldo que no sumaría uno de tus fines de semana en meses o años, así que…

Cambio de planes.

De pronto se escuchó un ruido. Eran disparos. Yo me tiré al suelo instintivamente. Jessica gritó:

—¡Nos han localizado! ¡Vamos! —Yo no podía creer lo que oía.
—¿Cómo que «nos han localizado»? —Exclamé—. ¿De qué va esto, Jessica? ¿Te buscan para liquidarte?
—¡Ni hablar! —Respondió jadeante Jessica—. ¡A quien buscan para liquidarte es a ti!

Me quedé congelado, sin entender absolutamente nada.

—¿A mí? ¿Estás loca o enferma? ¿Has perdido la razón?
—¡Vamos al coche! ¡Rápido! ¡Conduces tú!

Salimos corriendo. No era aquel el modo de probar un Ford Mustang que yo habría soñado. Pero era evidente que, por poco que aquellas balas se acercasen, no iban a preguntar por el dueño de sus destinos. Así que nos fuimos por una puerta trasera agachados, entramos en el garaje, y desaparecimos a toda velocidad.

Pronto teníamos dos coches siguiéndonos, mientras nos desplazábamos hacia el norte. Jessica abrió una tapa oculta del asiento posterior. Para mi sorpresa, sacó de su interior algo que me dejó todavía más desconcertado: un fusil de asalto ruso AK-47.

Jessica abrió su ventanilla, y sacó la cabeza, mientras se oían disparos que venían de los coches de atrás. Pronto descargó un cargador entero sobre el radiador del coche más próximo, que se estrelló y ardió como una bola de fuego. Inmediatamente, y con una agilidad sorprendente, cambió el cargador, montó el fusil, y destrozó el segundo coche perseguidor.

Vi por el retrovisor los últimos efectos de sus balas en la noche, mientras seguía yendo hacia el norte, ahora a la velocidad máxima permitida, por si aparecía una patrulla. Jessica había lanzado al asiento de atrás el fusil, y tomó un trago de agua de una botella que se encontraba en el coche. Las balas de nuestros perseguidores no habían atravesado el cristal trasero. Aquel Mustang tenía truco: sus ventanas eran antibalas. Otra sorpresita de Jessica. Luego ella me miró, y dijo:

—Muy bien. Has hecho un buen trabajo. Has dominado el miedo y has controlado la situación y el coche. —Yo asentí levemente.
—Gracias. Pero tendremos que parar para cambiarme la ropa interior. —Jessica rio.
—No lo dirás en serio.
—No, pero ha faltado poco. Esto es una locura, Jessica. Y ahora voy a parar el coche en cualquier punto discreto y cerca de cualquier lugar habitado, voy a bajar, y voy a pedir un taxi para volver a San Francisco. Me he alegrado de conocerte. Ha sido una noche increíble y excitante, si es que no termina dándome un infarto. Pero, desde luego, no ha sido la noche que me imaginaba.
—Tú no vas a ningún lado, Scotty —replicó ella—. Tu vida está en peligro. Y lo digo muy en serio. Sigue hacia el norte. Hay un motel de carretera a unos kilómetros.
—¿No dices «millas»?
—No. No me acostumbro.
—Entiendo. No eres norteamericana.
—No lo soy. Pero eso no importa ahora. Sigue adelante. Tenemos que hablar.
—¿De qué? Yo me largo a mi casa.
—¿No te lo he dicho ya o es que estás sordo? Te seguían a ti para matarte, no a mí.
—Eso es absurdo. Yo no he hecho nada. Y no me digas «pero lo harás», en una versión masculina de Terminator.
—Esto no tiene nada que ver con Terminator —contestó Jessica—. Ni es ciencia ficción. Esto es totalmente real. Y vas a hacer algo, es cierto; porque yo te lo voy a pedir.
—Y yo me voy a negar —contesté tajante.
—Ya veremos. Tengo mis técnicas.
—El sexo no funciona conmigo. Al menos durante los primeros dos minutos.
—No te hagas ilusiones.

Esta vez fui yo el que reí. Pasaron unos segundos de silencio tenso. Luego le contesté:

—Dices que no me haga ilusiones. Me metes en un coche de lujo, me llevas a una casa misteriosa, aparece un tipo ofreciéndote una fortuna por una noche al que sacas a punta de pistola, me cuentas una historia increíble, y luego intentan meterme veinte balas mientras huyo en un Ford Mustang último modelo tuneado, a la vez que ametrallas dos coches con un fusil ruso. ¿Qué ilusiones crees que me quedan para esta noche? ¿Quién eres?
—Quién soy no importa ahora; lo sabrás en su momento. Estoy aquí para protegerte. Y ya puedes respirar muy hondo y calmarte. Porque puedes estar muy seguro de una cosa: esto no ha hecho más que empezar…

Autor: Fenrir

Amateur writer, I like aviation, movies, beer, and a good talk about anything that concerns the human being. Current status: Deceased.

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