Me encanta Stanley Kubrick. Creo que es uno de los mejores directores de cine de todos los tiempos. Obviamente hay trabajos del director que me gustan más y otros menos, pero en general sus cintas me parecen sobresalientes. Ya hablé en su momento de «2001: una odisea del espacio» y del impacto que me produjo cuando fui al estreno.
Hoy, recordando al personaje del sargento Hartman, interpretado por el recientemente fallecido R. Lee Ermey, me gustaría hablar del mensaje de su obra: «La chaqueta metálica» (Full metal jacket).
Ermey iba a trabajar como asesor técnico de la película, pero, dadas sus cualidades como actor, y a que había sido realmente sargento de artillería de los marines durante once años, Kubrick vio que podría hacer el papel del sargento instructor. Dejó a Ermey que cambiara diálogos e improvisara, y realmente Ermey hizo un trabajo soberbio. Al fin y al cabo, se estaba interpretando a sí mismo.

El título de esta entrada no es casual. El ejército, y más concretamente las unidades especiales del ejército, son fábricas de despersonalización y deshumanización, donde te enseñan que matar no solo es bueno, sino un acto natural, que se debe aprender como se aprendió a caminar de pequeño. Los ejércitos quieren soldados autómatas, que disparen sin preguntar, y sin problemas de conciencia moral o ética. Ese es, en esencia, el mensaje de «La chaqueta metálica».
Para ilustrarlo, daré un ejemplo personal: cuando me entregaron en el ejército, durante mi destino, el subfusil Z45, una variante en muchos aspectos del subfsusil alemán MP40 de la segunda guerra mundial, el sargento me dijo:
«Con esto, puedes terminar con todo un pelotón de una sola ráfaga».
Yo me quedé en silencio, y estuve tentado de preguntarle dónde había un pelotón, ya que quería comprobar su afirmación. Pero me callé, porque es mejor estar callado en esas situaciones, y, aunque era un joven imprudente, en aquel momento entendí que era mejor dejar de lado la sugerencia.
Luego nos metieron en un camión, de esos donde vas atrás sentado a los lados en un tablón de madera, como en las películas. Llegamos a un bosque para hacer prácticas con los subfusiles, y nos dieron permiso para practicar.
Yo creo que no quedó nada vivo en ese bosque aquel día. Acabamos con todo lo que se movía. Pero lo más interesante fue la vuelta. Algunos habían acumulado tanta adrenalina, que cuando iban en el camión, entrando ya en el pueblo, se asomaban por la parte de atrás cuando alguien pasaba, levantaban el arma, y gritaban como poseídos. Yo observaba la escena con asombro, viendo cómo el ser humano puede llegar a convertirse en una verdadera máquina de matar. Si a aquellos chicos les dicen en ese momento que tienen que «limpiar» el pueblo, la matanza no se habría hecho esperar.
Ese es el secreto de las armas: que dopan, como ya expliqué en su día. Convertir a un grupo de chavales normales y corrientes en máquinas de matar no es demasiado difícil. Los ejércitos llevan haciendo eso desde los albores de los tiempos, y hoy en día, en estos momentos, se sigue haciendo de forma habitual.
No quiero entrar en más detalles, pero puedo asegurar algo: una parte de los presupuestos de los estados democráticos y de derecho se destinan a convertir a una parte de la población en máquinas de destrucción y muerte. Eso es así. Se puede disfrazar de patriotismo y de defensa de las libertades y de lo que se quiera. Pero lo cierto es que todo ejército tiene unidades cuya finalidad es convertir la muerte en una forma de vivir. La ética, la moral, no existen, ni deben existir. Acabar con «el enemigo» es el objetivo. Todo lo demás es irrelevante.
Kubrick supo traducir todo eso en un largometraje que se divide en dos partes, donde Ermey, en su papel de sargento Hartman, tuvo un papel simplemente impresionante. Al fin y al cabo como digo había sido instructor de marines de 1965 a 1967. La segunda parte de la película nos muestra la crueldad de la guerra de Vietnam, que es la crueldad de todas las guerras. No hay guerras buenas. La única guerra buena es la que nunca se produjo.
Creo que merece la pena revisitar «La chaqueta metálica», y darse cuenta de qué nivel de locura se puede llegar a alcanzar. De ahí la muerte del «recluta patoso», interpretado también de forma genial por el actor Vincent D’Onofrio, cuya mente acaba rompiéndose. Algo que ocurre con más frecuencia de lo que se puede creer.
Porque muchos de esos chicos no terminan suicidándose entonces, sino que lo hacen después, cuando vuelven a casa, al ver que han perdido su humanidad en aquellos cuarteles. No concibo peor castigo para un ser humano.
En cualquier caso, película altamente recomendable. Y todo un mensaje de Kubrick.
La chaqueta metálica en Wikipedia.
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