Hoy hablaré del elemento fundamental que me llevó a pensar en estudiar historia, y concretamente historia antigua, y las conclusiones de aquel entusiasmo. Una conclusión que tiene un nombre muy concreto: arqueología. Hablaré también de los aspectos clave de esta ciencia, y las razones por las que es fundamental para conocer nuestro pasado, incluso el más remoto, con las mayores garantías de éxito. Siempre teniendo en cuenta los enormes problemas de construir el pasado a partir de fragmentos dispersos y perdidos de historia por supuesto. La arqueología es una ciencia que requiere fuerza, destreza, imaginación, y una gran dosis de trabajo de investigación, no demasiado distinto del que realizan los investigadores forenses ante las pruebas de un delito.

Cuando tenía unos dieciséis años, me hallaba estudiando latín y griego con entusiasmo, y apasionándome por la historia antigua. En ese tiempo solía acosar a preguntas a una vecina de mi edificio, que era unos diez años mayor que yo, y que vigilaba que yo no estuviese por la zona para huir hacia o desde la universidad. Ella trabajaba como arqueóloga, y yo, en cuanto la veía, la mareaba a preguntas sobre su trabajo. Ella, con mucha paciencia, y con ganas de que me atropellase un camión y la dejase por fin en paz, me explicaba sus trabajos y sus actividades. Me hizo entender que no iban luchando contra fuerzas ocultas, nazis obsesionados con las fuerzas oscuras, o cosas similares, ni tenían grandes aventuras, ni tenían constancia de la ubicación del arca perdida.
Ella en concreto estaba en aquella época traduciendo unos textos en latín encontrados no recuerdo dónde. Los arqueólogos, muchas veces, tienen que tener habilidades complementarias, como en el caso de esta mujer, que sabía latín clásico, requisito imprescindible en este caso. Y yo me preguntaba: ¿qué pondrá en esos textos? ¿Qué explican? Me dijo que nunca se habían traducido antes. Eso hizo que me entusiasmara aún más. ¿Qué se siente al ser el primero que traduce un texto olvidado durante siglos y siglos? Personalmente se me aceleraba el corazón solo de pensarlo.
Aquella mujer madura (en realidad era joven por supuesto, pero para mí era casi mi madre), por la que yo sentía una gran admiración, siempre seria, siempre perfectamente concentrada en su trabajo, fue sin duda un elemento fundamental para mi entusiasmo por la historia y la arqueología. Decidí entonces que estudiaría historia… Pero entonces apareció mi padre, que tenía otros planes más «adecuados a los tiempos»…
De aquella época aprendí el aspecto fundamental de esta ciencia: la arqueología no miente. Puede que nos cuente una historia muy fragmentada, ciertamente. Pero, lo que cuenta, es siempre la verdad.
Eso no ocurre con los textos legados por nuestros antepasados. Los textos antiguos, escritos por quienes quisieron adaptar los hechos a sus intereses, pueden darnos datos sobre los sucesos del pasado de una forma distorsionada, adaptada a lo que aquella gente quiso dejar como constancia de sus vidas. Pero es la arqueología la que nos va a decir si eso que nos cuentan coincide con los hechos sucedidos, mediante los restos encontrados y analizados.
Por mucho que alguien insista en que una batalla fue decisivamente ganada por este o aquel ejército, los arqueólogos, siglos después, podrían encontrar restos de aquella batalla, y gracias a los mismos, pueden llegar a verificar que esa victoria de la que presumía el rey o emperador de turno no lo fue en realidad, o no tal como la explica. Un ejemplo concreto de esto son los comentarios de las guerras de las galias de Julio César. El gran general romano fue un hombre de grandes éxitos, pero la arqueología ha verificado que, en ocasiones, su entusiasmo por echarse flores a sí mismo era demasiado evidente.

El descubrimiento de una sola muestra enterrada en las arenas de un desierto, de un castillo, de un pozo, puede ser suficiente motivo para cambiar la historia. Y lo vemos en ocasiones, cuando un nuevo dato revelador obliga a los arqueólogos e historiadores a redefinir hechos del pasado. Esa es la grandeza de la arqueología. Porque dicen que los victoriosos escriben la historia. Y es cierto. Pero los arqueólogos escriben la historia de los que escribieron la historia.
La arqueología es una ciencia de investigación aplicada, que estudia «el hecho», como bien dice Indiana Jones en las famosas películas. Pero Indiana Jones, y el mundo de aventuras que se presenta en el cine, o en los videojuegos con Lara Croft, son solo una concepción fantástica e imaginativa del trabajo de la arqueología. Que nadie espere que le den un látigo y un sombrero el primer día, o que se vaya a convertir en Lara Croft. La arqueología es una profesión dura, que desgasta, que exige trabajo de campo en muchas ocasiones, incluyendo pico y pala. Luego sí, es cierto que las piezas recuperadas, los documentos, las muestras, se han de investigar, y de hecho existen en muchos museos y depósitos miles de piezas recogidas y numeradas, además de clasificadas, pero que no han sido estudiadas detenidamente por falta de personal.
Algunas de esas piezas llevan décadas ocultas en viejos almacenes, esperando que alguien las examine, y descubra algo asombroso, que pueda cambiar la historia de pueblos y civilizaciones. ¿Por qué no se examinan? Es muy sencillo: no se invierte ni una fracción del dinero necesario. No se considera una prioridad. Además, el poder, la iglesia, y aquellos que desean mantener el statu quo, prefieren que la verdad no salga a la luz. La verdad es una fuerza poderosa. Tarda en ser desatada. Pero, cuando lo hace, arrastra con su marea todas las mentidas vertidas por aquellos que contaron su versión de la historia. Es algo que muchos no están dispuestos a permitir.

Además, la profesión es muy, muy dura. Porque, no lo olvidemos, la arqueología no es una profesión con grandes sueldos, ni con grandes salidas. El entusiasmo inicial se desvanece cuando se descubren, nunca mejor dicho, sus numerosos handicaps y contraprestaciones. Pero, como suele ocurrir en toda profesión que se ama, cuando se lleva la arqueología en la sangre, se convierte en una pasión que no se puede dejar. ¿Por qué? Por una sola pregunta: ¿estaré a punto de hacer el descubrimiento arqueológico del siglo? ¿Quizás detrás de esa pared? ¿Quizás debajo de ese estrato? ¿Quizás escondida en una vasija? Esa pasión por descubrir, por conocer, es lo que motiva a un arqueólogo. Y, como ocurre tantas veces, la ciencia de la arqueología depende de mucho trabajo, mucho sudor, y un poco de suerte.
En todo caso, ciertamente la arqueología no nos llevará a descubrir una X donde se guarda el tesoro. La arqueología requiere de tiempo, trabajo, dedicación, en tareas de investigación que pueden durar años, o décadas. A veces con problemas de permisos para excavar, porque el alcalde de turno quiere vender los terrenos para hacer inmuebles, destrozando todo el yacimiento. Es un trabajo lento, meticuloso, preciso, que sin embargo no está exento de emociones y de momentos increíbles. Al contrario; cuando se han ido uniendo piezas, y todas ellas encajan al final, las emociones ciertamente se desbordan.
Todo ello me motivó a estudiar arqueología cuando era un chaval. Luego mi padre, ingeniero naval de profesión, me dijo que me dejara de tonterías, y estudiara cosas importantes y con futuro. Así dejé atrás mi sueño de encontrar la Atlántida o algún Imperio perdido. Claro que esos eran sueños de adolescente. Luego llega la realidad. Pero, la realidad, siendo más sencilla y aburrida, puede dar las mayores sorpresas. Puede tardar toda una vida de investigación. Pero será una sorpresa real. Y habrá merecido la pena.
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