¿Qué hay más solitario, edificante, y estimulante en la vida? ¿Qué actividad es aquella por la que te toman por loco cuando se te ocurre nombrarla, está menos valorada que un billete de lotería caducado y sin premio, y conlleva una dosis de paranoia suficiente para que te confundan con el ser más raro, sociópata y neurótico del mundo?
Lo ha adivinado: el oficio de escritor. No importa si se venden un millón de libros al año, o cinco en toda la vida. El resultado es siempre una mezcla de paranoia, alegría, locura, miedos, y esperanzas. Esa es la vida de un escritor apasionado por su trabajo. Y yo puedo decir, con orgullo, que padezco todos esos defectos y vicios. Y algunos más que me guardaré bien de ocultar. Solo el infierno es testigo de mis peores pesadillas y de mi vida. De ellas tomo cada palabra para mis libros.
Pero soy feliz. No puedo negarlo, y lo digo con orgullo. Soy feliz con mis libros, con mis escritos, con mis historias. Al principio, hace siglos, me preocupaba publicar, buscar editoriales, encontrar una salida a mi trabajo. Ahora no me preocupa nada, excepto los lectores. Ellos, y ellas, son el arjé, el principio básico de todo lo que me mueve en el mundo de la literatura. El resto ha desaparecido, como cuando uno viaja a casi la velocidad de la luz, donde solo ve lo que se encuentra delante, y el resto desaparece en una oscuridad eterna y completa.

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