Hoy, escuchando una canción de John Denver que era de mis favoritas hace cuarenta años, y lo sigue siendo ahora, me he acordado de dos emigrantes, permítanme que los llamé así, que era como se llamaban en mis tiempos. Me he acordado de cómo la vida da golpes muy duros, pero también recompensas. A veces.
Estas que traigo hoy aquí son dos historias reales, cercanas a mí, que demuestran que la vida es muy dura, pero que el tesón y el esfuerzo pueden, a veces, no siempre, dar una oportunidad. Y digo «a veces», porque es falsa esa idea de que «si luchas por ello lo lograrás».
No es cierto. Mucha gente lucha de forma denonada y desesperada muchas veces, durante toda su vida, que se puede medir en décadas, o en días, y muchas veces pierden.
Yo traigo la historia de dos emigrantes que triunfaron. Y que son y conforman un mensaje: todos hemos sido emigrantes alguna vez, o hemos tenido emigrantes queridos a nuestro lado.

Primera historia: el soldado del Emperador Káiser Guillermo II.
Primera Guerra Mundial. Un joven soldado del Imperio Austrohúngaro lucha contra las fuerzas francesas, inglesas y estadounidenses en las tierras de Europa. Es uno de los miles de soldados que lucha por sobrevivir. Además, toca la trompa en la banda de música. No muy bien quizás, pero qué importa; lo importante es insuflar ánimo a la tropa, y la música es una poderosa aliada.
Este soldado, tras terminar la guerra, se encuentra con que vive en un nuevo país, llamado Checoslovaquia, y que él es un súbdito checoslovaco. Un país que nace con el fin de la guerra que será la que termine con todas las guerras. O eso se decía entonces.
En los años veinte, la crisis en la Europa derrotada hace estragos. El soldado huye del país. Se embarca en el primer barco que encuentra, yendo al primer destino que puede obtener. No importa dónde; lo importante es huir a América, esa tierra de promisión de la que hablan, donde todos tienen una oportunidad. Tiene pareja; ella irá luego, cuando él se establezca allá.
Finalmente, aquel barco le lleva a un extraño y lejano país, donde hablan una lengua muy distinta, y donde es recibido con esperanza, como lo son muchos otros. De ahí que a los barcos que llevaban a los emigrantes los llamen «los barcos de la esperanza».
No es fácil, no va a ser llegar, poner el pie y arreglar su vida el primer día. No le van a poner una alfombra de oro a sus pies; al contrario, como tantos miles y miles, va a tener que trabajar muy duro, y va a tener que sudar cada momento de su vida para construir un hogar en un país extraño, con una lengua extraña.

Ese nuevo país de nuestro soldado checoslovaco se llama Argentina. Y la ciudad a la que ha llegado, Buenos Aires. En una zona al sur, llamada Valentín Alsina, donde ya se encuentran otros checoslovacos, construye una casa con sus propias manos. Su pareja llega en otro barco, y allí se casan, y crean una familia. Y una comunidad de Checoslovaquia, donde recuerdan su lengua, su país, sus costumbres.
Décadas después, esa familia tiene una hija y una nieta, que es la responsable de que yo dé media vuelta al mundo y lo deje todo, también por ella. ¿Lo han notado? Mi pseudónimo en los libros en versión inglesa es «Peter Kratky», siendo «Kratky» un apellido netamente checoslovaco, ahora checo. Son esas las casualidades, y los giros que tiene la vida.

Segunda historia: el tío que dejó España.
La segunda historia tiene que ver con mi tío, hermano de mi padre. Los dos habían estado con un tercer hermano en Bélgica, en la frontera con Holanda, refugiados de la guerra civil española. De hecho, iban a quedarse allá, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial.
La vuelta a España fue dura. El trabajo escaseaba. Las oportunidades escaseaban también. ¿Qué hacer? Mi tío lo tuvo claro: lo que tantos y tantos hicieron: tomar uno de esos barcos que llevaban a miles de emigrantes a un mundo nuevo.
A mediados de los cincuenta, mi tío se fue camino de Venezuela. Llegó allí con la ropa puesta y una maleta, y algo de dinero para subsistir. Trabajó duro, consiguió tener su propio hogar, se casó, y fundó una familia, en la propia Caracas. Allí sigo teniendo familia, y allí queda el recuerdo de mi tío, que vivió feliz hasta que una enfermedad se lo llevó a finales de los sesenta. Pero sus hijas, mis primas, vinieron a España algunas veces con su madre.

Que aquellos tiempos, y aquellas despedidas, muchas veces para no volver nunca más, eran duras, me consta de forma directa. Años más tarde, cuando yo me fui a Buenos Aires desde Barcelona, mi madre me acompañó al aeropuerto. La mujer no podía dejar de llorar. Le pregunté por qué lloraba, si iba y volvía en un moderno y cómodo avión a reacción, y regresaba en unas semanas.
Tonto de mí. Mi madre no lloraba por mi viaje; lloraba por el recuerdo de todos aquellos que se fueron, muchos de ellos amigos y familia, que nunca regresaron, y a los que no vio nunca más. Quizás algunas cartas. Quizás alguna llamada. Y luego, el silencio…
Todos somos emigrantes.
Por todo ello, cuando se habla de lo que ahora llaman «migrantes», y escucho tantas acusaciones, tantos reproches, y tanto descrédito, recuerdo a aquellas gentes, aquel dolor, y aquel llanto de mi madre. Porque sí, hay gente que hace mal, pero son los menos. La mayoría de los emigrantes quieren solamente tener una oportunidad de vivir. Una oportunidad de prosperar. Una oportunidad de poder sacar sus vidas adelante.
No seamos tan duros con esas personas. Tengamos algo de compasión. Como la tuvieron en el pasado otros con nuestros emigrantes. Tengamos la suficiente piedad como para entender que ellos son ahora barcos perdidos, pero que mañana podemos serlo nosotros. Porque lo que hoy es prosperidad, puede ser dolor mañana.
Pensemos que quedan muchos barcos de la esperanza por atracar en muchos puertos, con almas desesperadas por encontrar una salida. No se trata de encontrar parches para sus vidas, sino caminos para poder llevar a cabo sus propios caminos. Las guerras y el hambre crean desesperación. No seamos partícipes indirectos de esas guerras y ese hambre. Seamos parte de la solución, y no del problema.
Porque no se trata de alojarlos en nuestras casas; se trata de darles lo mínimo para que ellos puedan construir las suyas. Y tendrán una oportunidad. Al menos, una oportunidad de encontrar la paz que tanto buscan. Y que muy pocos encuentran. El resto, son testigos mudos en el fondo del mar.
Construyamos barcos de esperanza, y no tumbas marinas en el mar. Hagámoslo por ellos. Y quizás, un día, si lo necesitamos, ellos lo harán por nosotros.
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