Este es el último fragmento que publicaré de «La leyenda de Darwan IV: Idafeld» antes de su publicación. A diferencia de otros trabajos, este libro no se publica por etapas. La ventaja es que puedo cambiar capítulos anteriores sin romper la trama, algo muy necesario en este libro. La desventaja es que no tengo las sensaciones y comentarios de los lectores, pero eso es algo que podré tener luego afortunadamente.
La información sobre el libro se puede encontrar en este enlace, y otros fragmentos de la obra si busca por «Idafeld». En todo caso, el 16 de abril sale a la venta, y celebraremos por todo lo alto el evento: la saga estará terminada. Creo que es motivo de celebración.
En esta escena, Helen Parker, que es la otra protagonista de la saga junto a Sandra, sigue en estado de animación suspendida, siempre entre la vida y la muerte, viva gracias a un complejo instrumento desarrollado por Scott. Y, aunque su lugarteniente, Yolande Le Brun, es perfectamente capaz de gestionar cualquier evento, todos esperan recuperar a la que llaman Freyja, en honor a la diosa escandinava. Saben que Yolande les llevará a donde sea; pero saben que Helen es capaz de superar barreras aparentemente infranqueables…

Scott entró en la cámara donde se encontraba Helen Parker. Tras tres años de viaje, se hallaba en la misma posición, cubierta con una sencilla manta con el escudo de la nave. Su mente era un perfecto ejercicio de equilibrio; en un estado perfecto de suspensión total, se encontraba siempre al borde de la muerte, pero sin alcanzarla jamás.
Scott verificó los parámetros de aquel complejo sistema que había creado ex profeso para mantener en aquel estado a Helen. ¿Cuánto más podría mantenerla en esa situación? Él era un experto con las matemáticas, y con la ingeniería. Pero no era un médico, ni ningún médico podría buscar una cura para aquel estado mental caótico en que se encontraba Helen. Tampoco era ni mucho menos el dios que siempre había creído que era. Y se le estaban acabando las opciones.
Yolande Le Brun había vuelto de su primera conversación con aquellos seres tan raros, que eran humanos, pero no lo eran. Humanos, pero inmortales. Poderosos, pero impotentes para salvar a Helen. Cultos, pero ignorantes de su existencia. Jactanciosos de sus logros, pero incapaces de mostrar esos logros a otros. Sus poderes eran casi infinitos. Pero parecían niños a los que se les hubiese dado una fuente de energía casi ilimitada.
Eran como aprendices de dioses; como si alguien se hubiese atrevido a pensar que un ser humano podría convertirse en un ser espiritual y todopoderoso por el mero hecho de cederle un poder casi inagotable.
Yolande entró en la sala sin decir nada. Se acercó a Scott, que observaba los instrumentos sin apartar la mirada. Luego se aproximó a Helen, que yacía en su lecho. Recordó sus últimas palabras: “Memento mori”. Era un aviso: es el ahora lo que cuenta, y es el ahora lo que hay tratar, sin distracciones sobre el futuro, y, especialmente, sobre su futuro. Yolande había intentado esos tres años mantener la moral de la humanidad, durante el viaje a aquel nuevo hogar. Pero todos suplicaban la vuelta de Helen, apodada Freyja. Y las súplicas no habían tenido respuesta.
El rostro de Helen era sereno. Pacífico. Casi inmaculado. Yolande sonrió. Recordó las grandes batallas que ese rostro tuvo que llevar a cabo por la supervivencia de la especie humana. Y no una vez, sino dos veces. Reencarnada de la muerte para ser convertida en la guía ideal de la especie humana. Fuerte, determinada, serena, complaciente, pero convertida en un volcán cuando era necesario, un fuego que solo unos pocos podían apagar y apaciguar. Yolande era una de ellas. Aunque no era la única.
Scott se acercó. Miró a Helen. Yolande, que vio el gesto de Scott, comentó:
—Estás enamorado de ella. Siempre lo has estado. Desde el principio. —Scott suspiró. Y respondió:
—No digas tonterías, Le Brun. No estoy para bromas.
—Pero nunca se lo dirás. Porque eres el hombre más inteligente de la historia de la humanidad. Y, sin embargo, eres solo un cobarde, incapaz de gestionar tus sentimientos. Una mente preclara que vive sus propias mentiras sobre el bien y el mal, y, especialmente, sobre el amor.
—Le Brun, por favor, no estoy para poesía. Tengo trabajo. Debo calibrar estos instrumentos perfectamente. O perderemos a Helen. Y se me acaban las opciones. Tengo que salvarla. Como sea. Tengo que hacerlo. Te ruego que nos dejes.
—Solo tu forma de mirarla ya lo dice todo. ¿Por qué no se lo dijiste cuando la encontraste, en aquella choza, en la Tierra? ¿O luego, cuando fuimos traídos de nuevo a la vida por los LauKlar?
Scott dudó un momento, y contestó:
—Porque no la merezco. Ella es demasiado grande. Yo solo soy un gusano ante su presencia. Ella es Freyja. Es la diosa que ha salvado a la humanidad dos veces. Y nos salvará de nuevo a todos, hasta que encontremos un hogar definitivo para la humanidad.
—Debes de estar realmente muy enamorado para ponerla a ella por delante de ti, tú, un presuntuoso narcisista cobarde.
—Estoy cumpliendo con mi destino, Yolande. Cumple tú con el tuyo. Porque te espera una sorpresa que no puedes ni imaginar.
Yolande sintió una enorme punzada en el corazón. Su rostro cambió, a una expresión de sorpresa y dolor. Scott podía ser un loco. Un cobarde. A veces un genio. Incluso un mago. Pero sus palabras proféticas nunca fallaban. Y su tono lo había dejado claro: algo importante la esperaba. Y ese loco nunca fallaba. Tal era su poder con el futuro, que sin embargo se nublaba cuando se trataba de Helen.
¿Qué podrían significar esas palabras? Después de haber perdido a Pavlov, ¿qué otra desgracia le podía llegar a suceder? La muerte no, porque esa sería simplemente una liberación.
Decidió que dejaría correr al destino. Tras la pérdida de Pavlov, cualquier cosa que le ocurriera no importaría nada. Si era llamada por el mismo Hades respondería serena y firme. Le Brun miró un instante más a Helen. Acercó su mano a su rostro, hasta dar con la barrera de energía que la mantenía con vida, en un saludo. Sonrió, y salió de la sala sin decir nada.
Mientras tanto, Scott siguió calibrando los instrumentos. Estaba enzarzado en su tarea, cuando notó una presencia. Era una fuerza poderosa. Inmensa. Inagotable. Eterna.
Scott se volvió. Miró a aquella presencia que se encontraba frente a él. Era una mujer. Vestida con un vestido de plata, y sandalias de luz. Su rostro era claro, y su mirada limpia. Sonrió ligeramente mientras Scott pronunciaba su nombre:
—¡Idún! ¿Tú…? —Idún se acercó a Scott. Este retrocedió temeroso ante aquel poder. Idún le miró fijamente, y le increpó:
—¿Qué te ocurre, autonombrado dios absoluto de los mortales? ¿Es que acaso la presencia de una simple mujer puede romper tu excelso poder eterno? —Scott tragó saliva, y contestó:
—No seas sarcástica. Tú eres cualquier cosa menos simple. Y, si estás aquí, es por un motivo.
—La humanidad está llegando a su fin, Scott. Los últimos pasos de la especie se están dando en estos momentos. Ya una vez, y dos, la humanidad pereció extinguida para siempre, y ya una vez, y dos, sobrevivió a la guerra y a la muerte. Y, para que haya una oportunidad, solo una, la clave está aquí. En esta sala. En esta cámara. En el corazón de esta mujer. —Scott asintió:
—Helen.
—No Helen, solamente. Sino Freyja. La fuerza detrás de Helen Parker. La luz que guió a la humanidad, no una, sino dos veces. Ella lo entregó todo por una esperanza. Por una causa. Ella luchó y se sacrificó por la humanidad, y lo hizo dos veces. Hora es de que la humanidad le devuelva un poco de ese amor que ella mostró ante todos…
Idún se acercó a Helen. La miró, y simplemente dijo:
—Despierta ahora. La noche acaba. La luz de un nuevo amanecer para la especie humana llega ahora. Y tú eres la fuerza que hará resplandecer a cada ser humano en una nueva tierra, que la humanidad conocerá como Idafeld…
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