Esta es una entrada introspectiva, de reflexión y de perdón, sin más búsqueda que la de la verdad de aquello que más tememos: no ser honestos con nosotros mismos. Si sigue leyendo, está advertido de ello.
¿Nos gusta hacer daño? ¡No! Por supuesto que no. Somos personas serias, sensatas, decentes, honestas, educadas, respetuosas… Ciertamente, casi todos decimos eso de nosotros mismos. Y no es que no sea verdad. Creemos que es verdad. Pero, ¿actuamos siempre tan limpiamente en la vida? ¿Somos realmente tan honestos, tan perfectos? ¿Es siempre la culpa de un tercero? En definitiva: ¿hacemos siempre examen de conciencia de nuestros errores?
Ciertamente, eso es lo que nos gustaría hacer, cuando alguien duda de nuestra honestidad y honradez. Nadie ha hecho daño a nadie nunca. Cuando le preguntas a alguien: «¿has hecho daño a alguien alguna vez»‘ La respuesta casi siempre es:
«Por supuesto que no. Pero a mí sí me han hecho daño».
Luego, si pudiésemos ir al causante de ese daño del que se queja ese individuo, y le dijésemos si ha hecho daño a alguien, la respuesta sería:
«Por supuesto que no. Pero a mí sí me han hecho daño».
Demasiados escudos. Demasiada sinrazón en nuestros actos. Demasiado orgullo. Y lo cierto es que sí, hemos hecho daño a gente. Todos, a lo largo de la vida, de forma inevitable vamos a hacer daño a alguien, incluso de forma inconsciente. Yo también. ¿Le pongo un ejemplo? Hace unos meses contacté de nuevo con una mujer con la que no tenía contacto desde hacía veintidós años. Y le pedí perdón. ¿Por qué? Porque perdí los nervios la última vez que hablé con ella. Y no la traté de forma adecuada. Le pedí perdón porque no estaba de acuerdo con su actitud frente a ciertos acontecimientos. Perdí los nervios. Ciertamente, se trataba de un asunto grave. Pero eso no es excusa. Al revés: en circunstancias difíciles es cuando más control de nosotros mismos hemos de tener.
Pero no tenía por qué enfadarme de aquella manera. Le colgué el teléfono. Y no hablé con ella de nuevo en veintidós años. Cuando accedí a hablar con ella, le pedí perdón. Ella prácticamente no se acordaba. Me dijo que aquello estaba olvidado. Que no había nada que perdonar. Y se lo agradezco. Pero yo tenía que pedirle perdón. No podía morirme sin pedirle perdón. He pasado veintidós años de mi vida con esa espina clavada en el corazón. Y, hace poco, pude liberarme de aquella espina.
¿Lo ven? Actuar haciendo daño a los demás es algo que todos hemos hecho. Y reconocerlo es importante. Es necesario. Y es una liberación.
Lamentablemente, hay personas que aprovechan cualquier ocasión para hacer daño. Hace muchos años, cuando estaba con una pareja con la que salía hacía poco, ella trabajaba en una cafetería. Me estaba tomando un café mientras ella servía la barra, cuando entró un hombre. Era mayor, siempre malhumorado. Siempre con un tono duro. Se acercó a mi pareja, y le dijo que me había visto con «otra». Básicamente, eso tan clásico de la infidelidad. Yo «infiel», precisamente yo, que soy más torpe en el amor que un pingüino cantando ópera. Aquel hombre le dijo a mi pareja que el viernes anterior me había visto con una mujer rubia, vestida de ejecutiva, entrar en un hotel. ¡Escándalo!
¿Qué se hace en estos casos? Cada uno tendrá su salida. La mía fue reírme, y decirle que dejara de inventarse cuentos. Pero había un problema; yo soy bastante empático, y que nadie se confunda. No es un superpoder, es simplemente una cualidad que todos poseemos, solo que yo debí tomar triple ración al nacer. Y noté que el hombre decía la verdad. Estaba diciendo la verdad.
¿Cómo confrontar el hecho de que yo sabía que eso era falso, con su afirmación? Entonces vi la luz. Le pregunté si me había visto con esa «rubia» cerca de la estación de Sants, de Barcelona. Me dijo que sí. Entonces verifiqué que decía la verdad. Y quería arruinar mi relación, antes de aclarar el asunto. ¿Qué había ocurrido?
Aquella mujer ejecutiva rubia era real. Y era real que yo había ido con ella aquel día. Pero no era una ejecutiva. Era una ingeniera de telecomunicaciones, una mujer muy brillante, con la que estaba llevando a cabo un proyecto de ingeniería. Ella y yo volvíamos de una reunión, y nos dirigíamos a la estación de Sants de Barcelona. Y entramos en un edificio, pero no era un hotel, sino un centro comercial, por el que pasábamos para atajar camino. Hay un hotel al lado, y pensó que aquella entrada era la del hotel. Está a la izquierda de la calle Tarragona según se llega de plaza España, por si alguien conoce la zona.
Aquel hombre se otorgó el derecho de tomar la justicia por su mano, y en lugar de preguntarme primero, fue directo a mi pareja, para desacreditarme. ¿Su finalidad? Hacer daño. ¿Su motivación? Ver lo que quiso ver, y provocar una crisis en mi vida. ¿Su resultado? Negativo, porque la fama le precedía.
Y ahí está la clave de nuestro comportamiento. Este hombre era conocido en el bar, y en el barrio, por una actitud siempre belicista, siempre furtiva, con quejas constantes a todos y a todo. Mi pareja estaba muy harta de ese hombre y sus diatribas constantes, e ignoró completamente ese «descubrimiento». Aquel hombre era el típico gurú que arreglaría España, y el mundo, con unas buenas bombas, tanques y aviones de combate. El justiciero que da la paz al mundo destruyéndolo, y convirtiéndolo en cenizas.
Yo no actué contra ese hombre, primero porque nunca actúo excepto en defensa propia. No me refiero a cuestiones físicas solamente, sino en todos los aspectos de la vida. Cuando me atacan, examino el ataque, y si tengo las herramientas para gestionar ese ataque sin nada más que una actitud positiva, es una actitud positiva la que pongo en marcha. Esto desmonta a mucha gente, que pretende crear una situación de violencia verbal e incluso física. Yo no caigo en esa trampa, ni tengo por qué. Decía mi madre: «el mejor desprecio es no hacer aprecio». Un sabio consejo de un refrán castellano muy antiguo y muy inteligente.
Aquel hombre no consiguió su propósito en ese caso. Pero, ¿cuánto daño puede hacer un ser humano así? Mucho. Muchísimo daño.

Yo he procurado toda mi vida alejarme de ese cuadro. He hecho daño a personas, porque he sido humano toda mi vida, y no siempre he sabido medir mis palabras, mis hechos, mis comportamientos. Pero nunca quise voluntariamente hacer daño a nadie con un propósito. Simplemente he sido humano, y me he equivocado en ocasiones. Solo espero que, en otras ocasiones, haya sido motivo de alegría para otros, y con esto pueda compensar ese daño que he hecho algunas veces.
Pero no lo duden: existen personas peores que nuestro hombre amargado, eso es una realidad evidente. En la vida, nadie me ha dado más miedo y respeto que aquellos que caminan con una sonrisa perfecta, que llevan una vida perfecta, y que muestran una familia, relaciones, amistades, amores, perfectos. Esos son los que ocultan su realidad con un manto de belleza y de sonrisas, y estos son los primeros a ser evitados. Porque lo que yo quiero es autenticidad, familias que discuten, que tienen diferencias, que no siempre llegan a acuerdos. Amigos que no siempre sienten lo que yo siento, y amores que no siempre quieren un beso cuando yo lo quiero.
Porque nada es perfecto, ni está sincronizado como un reloj. Y esa es, ciertamente, la verdadera belleza de la vida: la diferencia. El ser distintos. El no estar de acuerdos. El enfrentamiento que busca encontrar caminos y soluciones. La mano que se tiende cuando ha habido un error. Y el abrazo final cuando se tienden puentes donde antes solo había muros. Ese es el perfil de seres humanos que me han importado en la vida. Porque son humanos. Y porque ahí reside la autenticidad.
Siempre pediré perdón, incluso cuando no he sido consciente del daño que he hecho a alguien. Porque a veces hacemos daño simplemente no haciendo nada. En cualquier caso, el perdón es una liberación, y ser perdonado un camino de esperanza y de renovación. Con eso me quedo.
Mi alma no dormirá totalmente tranquila y serena. Pero dormirá. Y con eso podré dejar este mundo con una conciencia limpia. Y habrá merecido la pena.
«en circunstancias difíciles es cuando más control de nosotros mismos hemos de tener.» totalmente de acuerdo y la «mejor batalla es aquella que no se libra», tambien decia mi madre 🐾
Me gustaLe gusta a 1 persona
Cierto. De hecho la mejor de las guerras es aquella que nunca empezó. Lástima que tantas veces lo olvidemos. Un abrazo.
Me gustaLe gusta a 1 persona