Este es el primer relato de “Alice Bossard: historias de una cibercriminal” tras la publicación del prólogo. Dicho prólogo puede leerse en este enlace. Cada relato es independiente. Pero, ¿qué sabemos de Alice?
Alice Bossard es una joven nacida en 2036 en Amiens, Francia. Tal como se narra en la novela “Las cenizas de Sangetall”, Alice fue alterada genéticamente desde su concepción por una empresa especializada en genómica llamada Genlife, patrocinada por la agencia intergubernamental de seguridad, la Global Security Agency (G.S.A.), con el fin de estudiar el desarrollo y evolución de diversas modificaciones genéticas, que permitan crear un nuevo tipo de seres humanos más capaces, y que sufran una menor incidencia de enfermedades. Genlife busca eliminar la enfermedad de cualquier tipo o naturaleza, siendo las enfermedades genéticas su objetivo principal.
Estos relatos, ambientados en un futuro cercano, principalmente en Estados Unidos, tienen un importante tono costumbrista, aunque se combinen con escenas de acción en algunas situaciones. Algo parecido a lo que ocurre con «Sandra. Relatos perdidos«, lo que se busca en estos relatos es el diálogo especialmente, y la exploración de las almas de los personajes. Porque incluso Sandra puede tener un alma interior, algo que se va descubriendo a lo largo de los ocho libros que narran su historia.
Este relato empieza en el bar que frecuentaba Vasyl Pavlov tiempo atrás, y que ahora es el refugio de Sandra, donde guarda antiguos amigos, y recuerdos del único hombre que la respetó y la quiso sin prejuicios ni condiciones…
Un bar perdido al norte de San Francisco. Otoño 2060.
—Jaque mate. ¡Te he vuelto a ganar! —Peter, el camarero androide del bar, estaba perplejo.
—No entiendo cómo lo has hecho, Alice.
—No hay nada que entender, Peter. Tú eres un androide, y yo la mente más brillante del universo. —Peter asintió levemente, y concluyó:
—Algún día yo seré la mente más brillante del universo. Y no podrá ganarme nadie.
—Sí, pero ese día no será hoy —respondió Alice sonriente—. ¡Ah, mira! ¡Hablando de androides!
Peter giró la vista a la entrada. Por la puerta apareció una mujer morena, de cabello largo, que sonreía y saludaba a los congregados en las mesas laterales del largo bar. Uno de ellos se acercó a ella tambaleante, con una botella de cerveza vacía en la mano.
—¡Sandra, por favor! ¿Puedes pagarme una ronda? Te lo devuelvo mañana.
—¿Cuántas rondas me vas a pagar mañana, Pitt?
—Antes me las pagaba Pavlov, pero ese idiota no sé dónde está, o dónde se mete.
Sandra tomó del brazo al tambaleante Pitt, y le llevó a su mesa, diciéndole:
—Te invito a un café con seis aspirinas, si quieres, y un neutralizador de alcohol. A otra cosa no.
—Pero, ¿de qué me sirve estar sereno, Sandra? Soy el mejor ingeniero del estado, pero mi edad dice que ya no sirvo para nada… —dijo esto, y se quedó dormido sobre la mesa.
Sandra lo miró compasiva, le acarició el pelo suavemente, y lo dejó durmiendo. Era un extraño hombre, con un extraño destino en un futuro lejano. Un destino que Sandra no podía ni llegar a imaginar.
Caminó hasta la mesa del final, donde estaban Alice y Peter jugando al ajedrez. Sandra miró la partida, y recuperó los datos de las jugadas previas hasta el jaque mate.
—Peter, por favor, ¿cómo pudiste mover la torre ahí?
—Parecía lo más lógico. Amenazaba a la reina.
—Sí, pero dejabas descubierto el caballo, que protegía al rey. ¿Es que no has aprendido nada de lo que te he enseñado?
—Lo siento, es que … No me entra. Soy un pobre QCS-35 que…
—Sí, lo sé, lo sé, siempre lo repites… Pero eres capaz de mucho más, Peter. Tienes que esforzarte. Siempre dices que quieres ser algo más que un camarero. Pues presta atención.
—Te agradezco tu confianza en mí, Sandra. Eres genial.
—Mira qué tortolitos —comentó Alice—. ¿Va a haber boda de androides pronto? —Sandra ignoró el comentario, y le dijo a Peter:
—Ya seguiremos con las prácticas. Ahora ponme uno de los tuyos. Extra fuerte.
—¡Marchando un combinando extra fuerte para la señorita! —exclamó Peter sonriente, mientras se dirigía a la barra.
—¡Cómo grita este camarero androide! —se quejó Alice.
—Sí, siempre lo hace. Yo siempre se lo digo, y nunca me hace caso. Él es así.
—¿Qué sabes de Isabel?
—Hablé con Javier ayer. Sigue muy agradecido por nuestro trabajito, sacando a su hija de aquel agujero de Genlife. Y luego está el tema de Isabel. Ya sabes a qué me refiero…
Alice notó que se le caía el techo encima.
—Ya lo sé. No la he llamado.
—No la has llamado, efectivamente. ¿Te parece bien esa conducta?
—Para nada. Soy un monstruo. —Sandra negó con la cabeza, y contestó:
—No eres un monstruo. Pero tienes miedo. Y te escondes. Eres muy valiente con las computadoras y con las bombas. Pero con los sentimientos… Ya lo hemos hablado.
—Es cierto. Tengo miedo. De hacerle daño. —Sandra abrió la mano. Apareció un emisor holográfico. Dijo:
—Te diré lo que vamos a hacer. Voy a llamar a Isabel. Pero vas a decir que eres tú la que llamas.
—¡Sandra! ¡No serás capaz de hacerme eso!
—Está a punto de contestar.
—¡Sandra!
De pronto, la llamada recibió contestación, y del proyector surgió la imagen de una joven de algo más de veinte años, de cabello castaño oscuro, y ojos negros. Estaba sonriente. Y parecía pletórica.
—¡Alice! ¡Qué sorpresa! —Alice sonrió, y contestó:
—Ya ves. Para mí también lo es, te lo aseguro.
—¿Cómo estás, Alice?
—Bien. No me puedo quejar. Excepto el tener que aguantar a Sandra.
—Es implacable con las normas, ¿verdad? —rió Isabel.
—Es inaguantable. Pero se deja querer, a pesar de todo. ¿Y tu padre?
—En el mar, como siempre. Él, y su manía de salvar el mundo.
—Sí, eso lo tiene muy asumido —aseguró Alice.
—No esperaba que llamaras —reconoció Isabel.
—¿Por qué?
—Me rehuyes. Es evidente. Tengo ojos en la cara, Alice.
—No digas eso. Somos amigas. —Isabel asintió.
—Ese es el problema, ¿no? Según tú.
—No te entiendo, Isabel.
—Me entiendes perfectamente, no te hagas la tonta. Puedo no tener tu mente privilegiada y mejorada genéticamente, pero me doy cuenta de todo, Alice.
—No te entiendo.
—¿Ah, no? Pues es muy sencillo. Tú sabes lo que yo siento por ti. Y yo ya sé que no te vas a enamorar de mí, como yo lo estoy de ti. Y sé que se te hace difícil hablar conmigo, porque sabes lo que yo siento. Pero si algo he aprendido de mi padre, es a superar las dificultades. Todas las dificultades. Y esto ha sido un error. —Alice negó con la cabeza.
—Isabel, sentir amor nunca puede ser un error.
—¿No? ¿Y qué soy yo? Según dicen, soy un error de la naturaleza, una especie de monstruo. Eso es lo que dicen todos. ¿Recuerdas la ley 53-21? —Alice suspiró, y asintió lentamente.
—Sí… Dice que todo aquel que tenga actitudes que se inclinen hacia el interés por miembros del mismo sexo del individuo deberán ser convenientemente tratados mediante ingeniería genética para revertir ese interés, mediante procesos bioquímicos y genéticos… También prohíbe cualquier forma de derechos a los homosexuales, y castiga con penas de prisión de hasta diez años cualquier relación homosexual.
—Fantástico, Alice, veo que te sabes bien la cantinela. Desde que se derogó el derecho al matrimonio homosexual, se penó la homosexualidad, y se inculcó por parte de Genlife y otras empresas que la homosexualidad puede eliminarse mediante manipulación genética, se nos ha vuelto a considerar una enfermedad.
—Lo sé. Y quiero que sepas que…
— Somos proscritos, Alice. No tenemos derecho a sentir. Ni a amar. Ni a expresar nuestros sentimientos. Somos perseguidos, y juzgados, condenados y encarcelados. Y pronto, seremos modificados genéticamente, para que nuestros sentimientos sean los que una fábrica de genes quiera que seamos. Así que no te preocupes por mí; yo estaré bien, aunque sea Sandra la que te dé la consabida patada en el trasero para que te decidas a llamarme. Porque sé que ha sido Sandra la que te ha incitado a llamarme, o ella misma lo ha hecho.
Alice bajó la cabeza lentamente. Sus ojos se humedecieron. Luego levantó el rostro, y dijo:
—Pero yo no puedo amarte, Isabel. Te quiero muchísimo. Pero no puedo amarte. —Isabel sonrió.
—¿Lo ves? En eso al menos te aventajo. Tú eres un ser superior, modificada genéticamente. Alterada para cumplir unos estándares imposibles para otros seres humanos. Pero no puedes amarme, como yo te amo a ti. En eso te aventajo, Alice. No sabes ver la verdad.
—¿Qué verdad?
—Que mi amor por ti no es mío; es tuyo. Es todo tuyo. Yo siempre te amaré, Alice. Siempre. Ese es tu error; pensar que, porque no me amas, tienes que esconderte de mí. Y a mí lo que me hiere es tu huida. Quieres protegerme. Pero solo me castigas.
Ambas se mantuvieron en silencio unos segundos. Finalmente, habló Alice.
—¿Puedo ir a verte?
—¿Cuándo?
—Pronto, en cuanto termine lo que estoy haciendo. Necesito abrazarte. No será un abrazo de amor. Será el abrazo de una amiga que te quiere. Pero será sincero. —Isabel sonrió, y contestó:
—Vaya, vaya… Ahora, en realidad, es cuando empiezas a demostrar tu amor por mí. Porque yo no quiero que sientas lo que yo siento. Yo quiero que sientas lo que sientes por mí, sinceramente, sin tapujos, libremente. Sin ataduras. No pretendo tener tu amor conyugal. Pretendo tener tu amistad sincera. Quiero de ti tu verdad, Alice. Tu sinceridad. Ahora estás, por primera vez, siendo sincera conmigo. Llevo mucho, mucho tiempo esperando que seas sincera conmigo. Ese es el mejor regalo que me puedes dar. Claro que puedes venir. Cuando quieras. Te estaré esperando. Esta será tu casa. Ahora y siempre. Pero trae contigo la verdad, Alice. No una forma oculta que aparente mostrar culpabilidad. No te quiero culpable. Te quiero libre. —Alice sonrió, y dijo:
—Me encantará hacer enfadar a tu padre —comentó entre lágrimas.
—Ya sabes que a él le encanta que le intentes fastidiar. Se lo pasa bien contigo, «la mocosa» como te llama.
—Ahora tengo que salir con Sandra. Pero mañana a estas horas estaré en tu casa. —Isabel sonrió.
—Espero que no me desplumes otra vez al póker. Ah, y trae lo último de ese comic que tanto me gusta, Ibosim. En papel, por supuesto, ya sabes que soy muy clásica.
—Así lo haré. Cuídate, Isabel.
—Tú también Alice. ¡Chao!
La comunicación se cortó. Sandra guardó el proyector en su mano. Miró a Alice, y esta a ella.
—Menuda paliza me ha dado —confesó Alice. Sandra asintió.
—Te lo dije. Tú eres un huracán. Pero ella es el viento del sur. Cálido, y que llena el rostro de calor.
—Eres muy poetisa para ser un androide, Sandra. Y te voy a matar por esto.
—Me lo dicen mucho.
—¿El qué? ¿Que eres una poetisa, o que te van a matar?
—Ambas cosas…
—Ahora empiezo a sentirme mejor. ¿Cómo puede un trasto como tú saber más de sentimientos que yo?
—Porque tuve un buen guía. Vamos, tenemos un trabajo pendiente antes de ir a ver a Isabel. Y creo que no va a ser muy romántico…
¡Qué curioso, según este relato de futuro, las sociedad ha vuelto a involucionar! Los pocos humanos sin derechos, las máquinas programadas para quitarles derechos. Te tengo que asumir que al comienzo me ha hecho sentir mal, pero poco a poco me ha enganchado totalmente. ¡Enhorabuena por el relato!!
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¡Muchas gracias por tus palabras! Los relatos futuristas pretenden avisar de potenciales peligros futuros. Avanzamos como sociedad, pero la involución puede darse en cualquier momento, y la historia nos lo cuenta en los libros. Precisamente escribir sobre estos peligros quiere ser una forma de intentar evitar dar pasos atrás. ¡Saludos!
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