Dos puntos de vista del nazismo (II)

Vamos ya con la segunda parte de esta entrada, donde analizamos el interior de la maquinaria nazi a través de sus propios protagonistas, y, más concretamente, de sus memorias. Por cierto: agradecer a los lectores el interés que ha generado la primera parte, sobre todo de páginas especializadas de historia, que amablemente la han reseñado o compartido en Twitter y a través de Bloguers.net.

Cuando en la anterior entrada hablamos del almirante nazi Karl Donitz, veíamos al modelo de hombre taciturno y responsable enfrascado en su maquinaria bélica, sumiso hacia su líder, Adolf Hitler, y conocedor de que su actitud en la guerra le llevaría a ser declarado culpable de crímenes de lesa humanidad. Eso no le impidió llevar a cabo una guerra abierta con sus sumergibles contra todo tipo de navío aliado, incluso aquellos que transportaban civiles. Y no le impidió aceptar el puesto de líder de Alemania cuando Hitler le cedió el poder en abril de 1945.

Dentro de los diferentes perfiles humanos, Donitz representaría el siervo fiel que acepta su condición ante la historia y la asume sin miedo. Pero otro líder nazi, Albert Speer, tuvo un desarrollo muy distinto. Y sus memorias lo atestiguan. Speer fue el hombre que no asume su condición, y, además, es capaz de convencer a un tribunal, y aun al mundo, de que él es, prácticamente, una víctima más de la maquinaria nazi. Paradoja curiosa cuando es el responsable directo de la creación de millones de puestos de esclavos forzados en toda Europa, como vamos a ver.

Esta es la edición que tengo en casa, pero hay muchas otras disponibles.

Quién fue Albert Speer.

Albert Speer es conocido como «el arquitecto de Hitler», un hombre que supo introducirse en el círculo más íntimo del líder nazi, y manipularlo como probablemente nadie más pudo. Hombre formado y culto, su imagen era la de alguien a quien invitarías a casa para cenar con la familia y los amigos, dando una sensación de confianza y de templanza que ocultaban una ambición y un ansia de poder desmedidas.

Es por ello evidente que Speer, que era un arquitecto modesto en sus capacidades, no hubiese tenido ninguna relevancia en la historia de Alemania, si no fuese porque su habilidad para manipular a otros, y su capacidad de situarse en el lugar adecuado en el momento adecuado, no hubiesen sido sobresalientes.

Albert Speer, miembro del partido nazi desde 1931.

Poco antes de la llegada de Hitler al poder, Rudolf Hess, otro de los más importantes dirigentes nazis, quedó envuelto en el halo del joven y agradable arquitecto Albert Speer, y mandó a este a la casa de Hitler, ocasión que Speer aprovechó magníficamente.

Desde entonces Speer se convertiría en el juguete de Adolf Hitler, para imaginar la construcción de un nuevo Berlín, con estructuras gigantescas y megalíticas, mezclando estilos clásicos y con un perfil majestuoso de corte egipcio, no en cuanto al estilo, sí en cuanto al concepto de grandes estructuras alabando a un pueblo y a su líder. Berlín se convertiría en una ciudad a la altura de la nueva Alemania. Una ciudad y un país lleno de autopistas y grandes estructuras que duraría mil años, mientras el resto de naciones se convertían en simples provincias suministradoras de recursos materiales y humanos.

Una maqueta de la nueva Berlín, una mezcla de estilos romano y del egipto megalítico, una especie de ciudad fastuosa al servicio de las pretensiones de Hitler.

La habilidad y el éxito de Albert Speer tuvo como clave escuchar a Hitler, y atender sus delirios, manipulando a su líder, y proyectando esos delirios en fantasías de construcciones fantásticas, que hacían que Hitler se maravillara ante la narrativa de Speer.

Este le mostraba dibujos y maquetas cada vez más impresionantes y con un marcado gigantismo megalítico, y Hitler cada vez le llamaba en más ocasiones, invitándole a cenar, para que le explicara cómo, juntos, iban a dar forma a la Gran Alemania del Tercer Reich. Una Alemania que sería la envidia del resto de países, llena de grandes monumentos, autopistas impresionantes, en una delirante forma de majestuosidad. Los que quedasen fuera de su círculo de poder y dominio, claro. Es decir, una paranoia esquizoide de un mundo que solo vivía en la mente de Hitler, y que costó demasiadas vidas.

Hitler jugando con su maqueta de su gran imperio, bajo la atenta mirada de dirigentes nazis, incluyendo al propio Albert Speer.

De todas formas, si esto hubiese quedado aquí, en maquetas y delirios de grandeza, ocuparía quizás unas pocas páginas en los libros de historia y de psiquiatría. Y quizás podríamos perdonar a Speer jugar con su amo y señor a los imperios. Pero Speer debe ser condenado, y los historiadores lo han hecho en los últimos treinta años especialmente, al demostrar que no era el inocente hombrecito llamado a ser un juguete en manos del mayor genocida de la historia. Y esa condena tiene nombres: esclavitud, y trabajos forzados.

La esclavitud como forma de construcción de imperios.

Albert Speer no solo se dedicó a dibujar y construir maquetas. También se dedicó a convertir a millones de personas inocentes en esclavos, llevándolos a trabajar lejos de sus casas y sus familias a otros países, en trabajos forzados para distintas industrias armamentísticas. El hombre responsable de esa monstruosidad se llamaba eufemísticamente a sí mismo «arquitecto» y «artista». Sí, fue un arquitecto, pero del horror. Y un artista de la degradación a la que se puede llegar cuando la codicia, combinada con una mente astuta y fría, se alían para controlar el poder.

Sin embargo, esto no se vio, o no se vio claramente, durante la vida de Speer. Consiguió dar una imagen al mundo de hombre sencillo y modesto, una pobre víctima más de las circunstancias. Qué alejado de la realidad.

Como ejemplo de su inteligencia y su frialdad, y de su enorme capacidad de mentir y engañar a cualquiera, podemos tomar como ejemplo los Juicios de Nuremberg, que se produjeron tras la guerra, y en donde Albert Speer era uno de los veinticuatro miembros acusados de los peores horrores del régimen nazi.

Su destino era la pena de muerte, pero su inteligencia, su capacidad para el engaño, y su aspecto de hombre educado y serio, fueron los mecanismos que usó para manipular al jurado, de tal forma que se libró de la pena de muerte, y fue finalmente condenado a veinte años de cárcel.

El «milagro» de la producción industrial en Alemania, 1942, 1944.

Albert Speer, que fue ministro de armamento y producción desde 1942, cultivó durante su vida, especialmente tras la guerra, una imagen noble, de hombre sometido al régimen, trabajador incansable de su país, y gran líder responsable del crecimiento exponencial de la capacidad armamentística del Tercer Reich hasta julio de 1944, cuando llegó el pico de la fabricación de materiales para la guerra. Aquel milagro de la producción no fue totalmente, sin embargo, obra de Speer, ya que su anterior en el cargo ya había llevado a cabo los planes de fabricación, y Speer se limitó a ejecutarlos, eso sí, con precisión, promoviendo la esclavitud y el trabajo forzado de personas como instrumento definitivo de sus planes para obtener mano de obra.

Prisioneros de campos de concentración trabajando en un búnker de sumergibles alemanes, 1944.

La anécdota polaca.

Como ejemplo de aquella esclavitud, podemos recordar una curiosa anécdota. Cuando en 1944 un bombardero estadounidense B-17 fue golpeado en un ala por un proyectil explosivo, este no explotó, sino que se quedó enganchado al ala. Cuando los artificieros sacaron el proyectil ya en tierra, en Inglaterra, lo abrieron. Encontraron que estaba vacío; no había explosivo. También encontraron un mensaje, escrito en polaco. Decía: «esto es de momento todo lo que podemos hacer por vosotros«.

Dos hombres, dos caminos.

¿Cuál es la diferencia fundamental entre Donitz y Speer? El primero nunca ocultó su filiación, sus creencias, sus ideas. El segundo manipuló a la opinión pública y a los jueces, y ha costado décadas obtener la verdad, que finalmente ha ido apareciendo en estos últimos treinta años, especialmente en la década de los noventa hasta ahora.

Tal y como ocurre con las memorias de Donitz, las memorias de Albert Speer tienen un tono muy distinto cuando se leen antes de que aparecieran a la luz los números, datos y pruebas que demostraban su demagogia y su apoyo al régimen nazi, haciendo creer al lector, en su lectura, que él era más o menos un observador del mecanismo nazi y de sus dirigentes, un extraño en medio de un grupo de psicópatas megalómanos al mando de Adolf Hitler.

Albert Speer, a la derecha de la imagen, con Hitler. Nótense las posiciones traseras de los brazos de Speer, en señal de sumisión y total atención, y su rostro complaciente ante las explicaciones de Hitler.

Cuando se conocen los hechos reales de Speer, entonces la lectura se torna una caricatura, donde vemos a un hombre desesperado por ocultar su pasado, sus crímenes, y su apoyo a su líder, Adolf Hitler. Entonces esa lectura nos hace entender cómo, con la suficiente habilidad y manipulación, hombres y mujeres, destacados pensadores y críticos, pueden ser subvertidos por una mente inteligente, con un alto componente de psicopatía y paranoia, y con una actitud fría y despiadada. Yo no quiero ni llegar a imaginar lo que hubiese sido tener a Albert Speer como líder de Alemania.

Pero puedo creer que los horrores habrían sido incluso mayores. Solo las ambiciones de Goering, Himmler, y otros, incluyendo el propio Donitz, fueron el freno que impidieron que aquel hombre, con una mente tan destacada, hubiese convertido a Alemania en una máquina de guerra y destrucción aún mayor de la que se vivió entre 1939 y 1945.

Todo ello nos enseña una lección: temamos a los déspotas y megalómanos que gritan y gesticulan y patalean, pero temamos mucho más a los hombres detrás de esos personajes, porque son el verdadero peligro, y, cuando obtienen el poder, son capaces de gestionar las mayores atrocidades. Hitler nunca hubiese podido llevar a cabo los horrores nazis solo. Fueron hombres como Albert Speer los que lo hicieron posible.

Es a ellos, especialmente, a quienes debemos temer. Y, en una guerra, son ellos, y no el líder, quienes deben convertirse en los primeros elementos a hacer desaparecer. Porque en la guerra, como en el ajedrez, el rey es el último en caer, pero son el resto de piezas mayores las que le permiten seguir en el poder. Y a esas piezas deberemos prestar toda nuestra atención.

Les dejo con una escena de «El gran dictador (1940)» de Charles Chaplin, donde el gran actor demuestra la paranoia a la que se enfrentaba el mundo con Hitler.

Autor: Fenrir

Amateur writer, I like aviation, movies, beer, and a good talk about anything that concerns the human being. Current status: Deceased.

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