Hablando con mi hermana, le comentaba el viejo chascarrillo que dice que, para convertirse en un escritor inmortal, primero debes morirte, y así podrás disfrutar del éxito que siempre estuviste esperando en vida.
Y es verdad que, en más casos de lo que podríamos esperar, escritores, y otros artistas, y también otras personas que han tenido una actividad importante en la vida en forma de contribución a la humanidad, son reconocidos solamente tras la muerte. «Qué gran artista ha perdido el mundo» se dice, mientras en vida fue ignorado.
Es algo eterno, e inmortal, en el ser humano. La necesidad de perpetuarse en el tiempo se consigue mediante las obras, porque el cuerpo desaparece para siempre. Pero, abriendo un libro de un antiguo escritor ya desaparecido, lo traemos de vuelta. Nos habla, nos enseña, y nos guía en sus enseñanzas, en sus logros, en sus miedos, y en sus sueños.
Al fin y al cabo, los muchos miles (miles) de escritores que constantemente aparecen en las redes sociales presentando su magnífico libro, irrepetible y que no podrás dejar de leer, con una historia diferente que te atrapará de principio a fin, no esperan otra cosa más que la inmortalidad. La inmortalidad y un reconocimiento que, en la inmensa mayoría de los casos, nunca llegará.

Ante la aparición de literalmente cientos de nuevos libros cada mes, el mercado está saturado, e incluso el de segunda mano, como ya expliqué hace un tiempo. Pero, en última instancia, cada escritor quiere pasar a ser una página más de la historia de la literatura. Convertirse en un inmortal como Cervantes, Shakespeare o tantos otros. O en un músico nunca olvidado como Mozart o Beethoven.
El problema es que incluso hombres como Cervantes o Mozart, o mujeres brillantes como Hipatia o Curie, son mortales. No ellos o ellas, que evidentemente ya dejaron el mundo hace tiempo, sino también su obra. La razón es muy sencilla: vivimos mientras somos recordados por otros. Pero, los siglos se llevarán, en un momento dado, los últimos recuerdos y vestigios de los grandes genios de la humanidad. Las grandes obras literarias, musicales, y de cualquier arte se terminarán convirtiendo en un recuerdo del pasado. ¿Por qué?
Porque incluso los inmortales tienen un límite a su inmortalidad. En ese sentido, me gustaría recordar la mitología escandinava. Es la única donde los dioses no son mortales. Sí, viven eternamente, pero solo mientras coman las manzanas del manzano que la diosa Aesir Idún cuida, y que entrega a los dioses para que sigan siendo inmortales. Además, los dioses nórdicos pueden ser heridos y morir. De hecho, en el Ragnarok, el fin del mundo de la mitología escandinava, muchos de los dioses perecen a manos del monstruo-lobo, el Fenrir.

Las mitologías reflejan los ideales, las esperanzas, los sueños, y los miedos de las civilizaciones que las crean. Los hombres y mujeres del norte, entre ellos los famosos vikingos, pero también otros pueblos, adoraban a dioses mortales porque ellos mismos vivían en una constante situación de amenaza, de peligro, y de muerte. Aquella vida tan dura, donde la lucha era constante, les recordaba que lo que da forma al ser humano es, ante todo, su mortalidad. Y que, si el mundo se define por la mortalidad, y por el peligro constante de la muerte, sus dioses debían reflejar ese temor, y ser seres solo parcialmente inmortales.
Yo crecí bajo el paraguas de la Generación del 98, un grupo de escritores de principios de siglo que a mucha gente joven no les sonará, mucho menos los habrán leído, si es que han leído algo claro, porque la juventud actual no destaca precisamente por la lectura. Aquella generación del 98 me transmitió su mensaje, que se traduce en una filosofía de vida llamada existencialismo, y que marca la vida como un continuo devenir de una muerte que llegará tarde o temprano. El existencialismo tiene algo negativo y algo positivo: lo negativo es que no da una oportunidad a la inmortalidad. Lo positivo es que te hace valorar esa preciosa y corta vida que disfrutamos antes de desaparecer. Eso aprendí cuando de joven leí a gente como Pío Baroja o Unamuno, entre otros.
Pero en aquella época, hablamos de unos tiempos cuando yo tenía entre trece y quince años, también leí la Odisea de Homero, y comprendí que la mortalidad puede de hecho convertirnos en dioses. No por los poderes o por la inmortalidad que es la esencia de la vida, sino por las obras que creamos en vida, y que trascienden a nuestra muerte, siendo transmitidas a nuevas generaciones durante años, décadas, o siglos.
Esa necesidad de comunicarnos, de hacernos inmortales mediante las palabras, son las que crean las grandes obras literarias de la historia, que trascienden el tiempo y el espacio, y que son leídas y admiradas siglos después, por civilizaciones muy distintas de aquellas que crearon aquellas obras. La Odisea es un claro ejemplo, entre muchas otras.
Pero, al final, y en última instancia, incluso la inmortalidad de escritores, de filósofos, de hombres y mujeres de ciencia y arte, tiene fecha de caducidad. ¿A cuántos hemos olvidado ya? Tenemos la falsa sensación de que eso no ocurre. Que recordamos a los grandes del pasado. Pero no es verdad; a lo largo de la historia se han quedado en el mar del olvido grandes artistas de cuyos nombres y obras, que en su momento causaron gran impresión, ahora han sido borrados de la faz de la Tierra, y para siempre. Inmortales que marcaron tendencia, que señalaron un camino, que abrieron puertas al futuro, y que ahora se ahogan en el tiempo del olvido para siempre.
Me gustaría desde aquí ofrecer un pequeño homenaje a todos esos hombres y mujeres que llevaron a su generación y a las siguientes por el camino de la belleza, el arte, la cultura, la ciencia, y el conocimiento, y que ahora yacen olvidados, quizás para siempre, en algún rincón perdido de la historia. Olvidados porque sus pueblos, sus culturas, su historia, se perdió de algún modo, quizás en una gran batalla, quizás en un desastre natural de algún tipo. Seres humanos que nos enseñaron cosas que ahora sabemos, y que no sabemos que las sabemos gracias a ellos.
Vaya, desde este pequeño blog perdido en la inmensidad de Internet, mi elogio, mi admiración, y mi devoción eterna para ellos. Tan eterna como lo sea mi existencia.
Somos mortales. Y algunos pueden llegar a crear obras inmortales. Pero Ragnarok, el fin del mundo, llega al final a cada ser humano, y a cada obra creada, e incluso la misma Tierra no se librará de tal destino. ¿Qué podemos hacer? Intentar preservar las grandes obras durante el tiempo en el que la existencia de la humanidad se mantenga, e intentar, cuando todo acabe, que aquellas grandes obras sean guardadas para que, quizás en un futuro lejano, nuevas civilizaciones las puedan redescubrir y disfrutar.
Y entonces seremos, por un momento, inmortales de nuevo. Por un momento. Un momento muy fugaz.
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