Yvette está ayudando a Temístocles, general griego, a preparar los trirremes para la batalla que se avecina. Nos encontramos en el año 480 antes de Cristo, y las cosas no podrían haber ido peor. Sandra no termina de recuperarse, y Robert ha huido aparentemente con Jerjes I, y su comportamiento y palabras tienen menos sentido común del poco sentido común que es habitual en él.
Pero ahora Yvette no tiene tiempo de pensar en eso; se avecina una batalla, y ella es una ingeniera cuya mayor batalla vivida fue en el colegio con sus compañeros de clase. Tendrá que crecer. Y tendrá que demostrarle a Temístocles, y a sus hombres, que es capaz de obtener su respeto, y lo más importante: que mantenerla con vida merece la pena.
Acabada la jornada, y tras haber revisado los veinticuatro trirremes con los nuevos espolones, Yvette vio a un hombre que pintaba algo en la proa de uno de ellos. Era un ojo, que ella había visto en representaciones diversas. Se quedó absorta en la imagen, hasta que el pintor giró la cabeza, y la vio. Ella comentó:
—Es… hermoso. —Aquel hombre sonrió.
—Gracias, mi señora. Me siento honrado.
—No, no, en serio. Tiene… fuerza.
—El ojo de Zeus es una advertencia para el enemigo; cuando veas su pupila, deberás encomendarte a los dioses. Pues la muerte, y el camino al Hades, estarán cerca.
—Entiendo. ¿Cómo te llamas?
—Antonino, mi señora.
—Antonino… No es nombre de por aquí.
—No lo es. Fui capturado por los fenicios, en mi isla natal, Ibosim, aunque el nombre tampoco procede de ahí. Luego sucedieron una serie de hechos, hasta verme envuelto en estos acontecimientos. Temístocles necesitaba pintores. Es mi oficio, por el que viví durante mi existencia con los míos. Así que opté por este trabajo.
—Tu arte será reconocido por siglos, Antonino. —Él sonrió, y negó levemente contestando:
—Mi arte puede, pero no este. Estos trirremes de madera solo tienen tres destinos: ser desmontados y desguazados al final de sus vidas, hundirse en el mar, o arder en batalla.
—Es una pena que se pierda ese arte.
—No lo voy a negar. La guerra es experta en eso: en hacer que se pierda cualquier belleza. Y cualquier rastro de humanidad. —Yvette asintió. Luego dijo:
—No te molesto más, Antonino. Ha sido un placer.
—El placer ha sido mío, mi señora. Que Zeus proteja su camino.
—Y que Atenea cuide tu arte muchos años.
Antonino asintió, y siguió trabajando. Luego Yvette se acercó a su tienda, que era atendida por seis sacerdotisas del cercano templo de Afrodita. Ella se sentía extremadamente incómoda por el trato que le dispensaban, pero era inútil explicarles la verdad. Aquel juego de dioses y mitos debería continuar, al menos por un tiempo, hasta que pudiesen salir de allí, si es que podían salir algún día. Se lavó un poco la cara, y se imaginó una sala anexa con una ducha de dulce y tibia agua. Pero aquello no era un hotel de Lyon, o de la Costa Azul en Francia, o de la Costa Brava en del norte de España; aquella era otra época, y tendría que acostumbrarse. Realmente era increíble cómo había cambiado el mundo en esos aspectos, aparentemente tan cotidianos, como una ducha, agua corriente, electricidad, y otras utilidades, que eran tan habituales como para haber olvidado el enorme coste científico, tecnológico y social que había costado obtenerlas.
Se oyeron algunos gritos. Parecía una discusión que subía de tono. Yvette iba a asomarse, cuando una de las sacerdotisas llegó, se inclinó, y dijo:
—Mi señora, el grandísimo Temístocles ruega vuestra presencia en el foro.
—Puedes levantarte, que te va a entrar lumbago.
—¿Señora? —Preguntó la sacerdotisa extrañada.
—Es igual. Vamos, anda.
Yvette caminó con la sacerdotisa hasta un grupo de hombres que discutían sobre una mesa larga improvisada. Allí estaba Temístocles, y un hombre al que ya había visto de lejos alguna vez: Euribíades. Ambos parecían claramente enfrentados. Fue Euribíades el que habló:
—Es absurdo mantenerse en Salamina mientras las tropas terrestres de Jerjes se dirigen al Peloponeso. Tenemos que mandar la flota allí de inmediato, y proteger desde el mar el flanco de los que allí se hallan apostados.
—¿Qué ha dicho el oráculo? —preguntó Temístocles.
—No me importa lo que haya dicho —replicó Euribíades—. Debemos proteger a nuestras familias y nuestras tierras. Atenas está arrasada, el Ática está vencida, Arístides recoge los despojos de los que quedan y los trae aquí para una lucha inútil. Tenemos que concentrar nuestras fuerzas atrás, y presentar batalla en Corinto.
—Eso es absurdo, Euribíades —replicó Temístocles. Aquel levantó su vara de mando en un ademán de golpear.
—Golpea —le dijo Temístocles—. Pero escucha. No podemos hacer frente a los persas en Tierra mientras su flota intacta les apoya y nos flanquean con su caballería en terreno abierto. Debemos destruir su flota, y este canal angosto es el escenario perfecto para nuestras naves, más pequeñas y maniobrables que las suyas.
—No estaré de acuerdo en mil años —aseguró Euribíades.
—Lo sé… Ah, aquí llega nuestra pequeña diosa Afrodita. Gracias por venir, oh venerable diosa. Vamos a parlamentar un momento.
Temístocles caminó hacia su tienda, e indicó a Yvette que la siguiera. Los demás observaron sorprendidos la escena.
—No es necesario que te burles de mí —afirmó Yvette sentándose frente a Temístocles.
—No es burla. Muchos de ellos creen que puedes ser Afrodita, especialmente tras tu exhibición con aquel armador al que fulminaste. Otros consideran que podrías ser una ninfa. Por mi parte, me sentiré satisfecho mientras estés protegida. He dado mi palabra.
—¿Tu palabra? —Preguntó Yvette extrañada.
—Claro. A ese compañero tuyo, ese tal Robert. Me dijo que le diese mi palabra de griego de que te cuidaría. Si no cumplo mi promesa, regresará del Hades incluso si es necesario para vengarse.
—Parece que protegerme se ha convertido en un deporte internacional —comentó Yvette, mientras seguía preocupada por si Robert pensaba hacer alguna locura. Temístocles rió.
—Mi palabra es protegerte en cualquier caso, hasta en el peor y más oscuro agujero del Náströnd, y así lo haré. Esperemos no tener que llegar a eso. No te preocupes, tu amor estará protegido. Los verdaderos dioses cuidan de él.
—No es… No es mi amor, es un amigo —replicó Yvette.
—¿No? Pues nadie lo diría.
—Será mejor que te metas en tus asuntos, o te daré otra vuelta por el aire —amenazó Yvette. Temístocles rió de nuevo, y respondió:
—Menudo carácter, para ser mujer.
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