Discutía hace poco, una vez más, con alguien de Estados Unidos, sobre su imperiosa necesidad, nunca mejor dicho, de seguir usando sistemas de medidas que están fuera del sistema internacional, como son las millas o las libras. Esta discusión venía en relación a que la NASA sigue dando la información en valores fuera del sistema internacional de medidas.
Esta persona me comentó que la NASA es americana y escribe para americanos. Yo le contesté que las entradas de la NASA son para ser leídas en todo el mundo, y, mucho más importante, la Estación Espacial Internacional es internacional, por lo que debería tenerse en cuenta el sistema de medidas internacional.
De hecho, una sonda enviada por la NASA a Marte se estrelló porque una parte de los cálculos estában hechos con el sistema métrico internacional, y otra parte con el sistema de medidas de millas americano, que son aproximadante 1,6 kilómetros. Cuando la computadora de la NASA recibió los datos, los esperaba en kilómetros, pero se le entregaron en millas. Resultado: la nave se estrelló contra el suelo de Marte, perdiendo todo el proyecto, además de una cantidad de dinero muy importante.
Pero no hay forma de convencer a muchos americanos de este asunto. América está primero. Su sistema de medidas debe ser comprendido por el resto del mundo. ¿Por qué? Porque es la nación más poderosa de la Tierra. Pueden imponer los sistemas que estimen necesarios y oportunos a las demás naciones. Y punto. No hay más razonamientos posibles.
Todo ello forma parte de un argumento muy simple, de una conocida frase muy popular. El argumento dice así:
«Mi país, con razón o sin ella» (My country, right or wrong).

Esta frase, atribuida a un político estadounidense del siglo XIX de origen alemán, llamado Carl Schurz, define muy bien ese principio básico que mueve e impulsa el corazón y la mente de millones de personas: no importa cuáles sean las razones de otros, las motivaciones, o los argumentos, para definir estrategias con respecto a mi país frente a los de los demás. Cuando se trata de mi país, siempre estará antes que cualquier argumento, de cualquier razonamiento, de cualquier premisa.
Argumentar que el país está antes que cualquier razonamiento lógico es sin duda una receta segura para el desastre. Pero, sin embargo, es el modelo que mueve a las sociedades humanas desde los albores de la civilización. Muchas guerras, muchos conflictos, muchas calamidades de la humanidad, devienen de anteponer los intereses personales, y nacionales, a los de la comunidad. El derecho a defender un país, y a amar una nación, una lengua, una cultura, una historia, son totalmente válidos. Pero no pueden ser el argumento a proponer frente a cualquier otra nación, que reclama lo mismo. Es decir, cuando se antepone la nación a la razón, estamos contribuyendo a un nacionalismo exacerbado, que no es válido, en tanto en cuanto se sirve de argumentos para defender un interés propio frente a cualquier idea externa.
Nadie debe renegar de su nación, de su cultura, de su lengua, de su historia. Nadie debe permitir que una nación sea colocada en inferioridad frente a otra. Toda nación y todo sentimiento nacional es válido, siempre que no implique una subyugación a otra nación, a otra forma de pensar, a otra identidad. Esa es la teoría. La realidad, por supuesto, es extremadamente distinta.
El problema deviene precisamente de los términos. ¿Qué es una nación? ¿Qué es una identidad? ¿Qué culturas tienen un argumento válido para definirse como tal? Yo daré mi personal opinión: las naciones que han prevalecido, aquellas que han sobrevivido, las que han conseguido un estatus de ser referenciadas, son aquellas que han conseguido un reconocimiento en la comunidad internacional, basado en un estatus económico, jurídico-legal, cultural, y, no lo olvidemos, militar.
No podemos ignorar, por mucho que nos duela, el aspecto militar, porque es clave en el desarrollo de las naciones. Seguro, queda muy bien decir que se es pacifista. Pero es mucho más eficaz disponer de un ejército que imponga sus argumentos en base al poder y la fuerza. Ya lo decía el famoso gánster Al Capone: «cuando se tiene razón, todo el mundo te escucha. Cuando se tiene la razón y un arma, todo el mundo te escucha mucho más».
Sin un ejército poderoso y una economía que lo sostenga, una nación es solo un territorio que espera a ser conquistado por otras naciones.
Alguien podría de esto derivar que estoy a favor de los ejércitos y las armas. Nada mas lejos de la realidad. Lo que estoy haciendo es constatar un hecho histórico, tercamente repetido y visto en la historia de las naciones. En una vuelta de tuerca más a lo que se conoce como darwinismo social, lo cierto es que, en pleno siglo XXI, sigue sobreviviendo la nación fuerte, y cae la nación que no tiene los medios, insisto, económicos y militares, para sostenerse.
Un ejemplo muy clásico es Roma. ¿Cuántas naciones cayeron y desaparecieron para siempre bajo sus legiones? Incontables. En el territorio que hoy se conoce como España, país donde vivo, existían un buen número de pueblos diversos, entre ellos los famosos celtas e íberos, aunque la historia es bastante más compleja que esa idea clásica que siempre nos han vendido. Pero no importa. Los griegos, cuando llegaron, establecieron rutas comerciales y acuerdos comerciales con esos pueblos. Los romanos tomaron un camino más directo: impusieron su cultura, su lengua, y sus modus vivendi, en base a dos argumentos tremendamente poderosos: economía, y poder militar. Todo lo que queda de aquellos pueblos antiguos es historia antigua, y algunos recuerdos.

El diálogo entre naciones se puede establecer en base a dos baremos: colaboración mutua en base a un fin superior que es el apoyo de todos con todos, como ocurrió con las polis griegas, o bien, la sumisión de pueblos enteros, bien de forma pacífica, como a veces ocurría con Roma, o por la fuerza, como también ocurría con Roma. De un modo u otro, la nación poderosa controlará a las naciones débiles, o incluso las destruirá, para que se adapten a su cultura, su lengua, sus costumbres, su religión.
¿Es triste? Sí, claro. Pero no podemos negar la realidad. Podemos discutir mucho sobre lo bueno y lo malo de las cosas, sobre la ética y la moral de la aniquilación de unas naciones frente a otras. Pero lo que no podemos es negar la realidad. Y la realidad dice que, dadas dos naciones, imponer la nación propia frente a las demás será un criterio extremadamente habitual. Algunos lo llaman patriotismo. Otros lo llaman nacionalismo. Y otros, defensa de la cultura propia frente a la ajena. En todos los casos, es un instinto de supervivencia básico de los pueblos, que es tan antiguo como la creación de las primeras tribus, y las primeras culturas prehistóricas.
El mundo podría ser muy bonito, lleno de amor y de paz, donde todos los pueblos se quisieran como hermanos. Ojalá llegue algún día un escenario así. Mientras tanto, el argumento «mi país, con razón o sin ella» seguirá siendo el motor que mueva a los pueblos de la Tierra.
Que ese motor arda algún día, y se sustituya por algo mejor, está por verse. Si es que queda algo para entonces.
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