Un camión, trece mujeres, y un destino

La trata de seres humanos, que también se ha conocido como «trata de blancas» o «trata de mujeres», porque en general suele implicar a mujeres y la explotación sexual, es algo que desgraciadamente ha sido, y sigue siendo, una constante en nuestras aparentes modernas sociedades.

De hecho, la trata de seres humanos, y concretamente de mujeres, es solo uno de los negocios que suelen implicar a diferentes mafias y cárteles, que combinan el negocio de la prostitución con la venta de drogas y armas, entre otras actividades. Aunque la trata de mujeres va mucho más allá de la prostitución.

En «Sandra. Orígenes» Sandra, una de las dos protagonistas de la saga Aesir-Vanir, se enfrenta, por primera vez y en un futuro no muy lejano, a una operación real, y a un grupo de narcotraficantes situados en algún lugar de Sudamérica. Todo ello dentro de una operación de investigación y obtención de datos, que empieza a torcerse prácticamente desde el primer instante.

Su entrenamiento y preparación previas no la han preparado para ver los horrores que está a punto de ver. Y las consecuencias de dichos horrores marcarán su vida para siempre.

En esta escena, un grupo de mujeres secuestradas han llegado en un camión a un lugar perdido en medio de una selva perdida. Se les ordena bajar, y se les dan las pertinentes instrucciones…

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Sandra. Orígenes.

—¡Silencio! No volveré a repetirlo —gritó el guardia—. Ahora vais a ducharos y a sacaros los piojos, vais a comer algo, y vais a dormir. Mañana volveré al amanecer, y tan pronto como entre os quiero a todas en pie, vestidas y listas para acompañarme. Habrá guardias en la puerta. Podéis dar dos golpes en la madera para avisar si tenéis algún problema importante. Y rezad por que sea un problema importante, porque, si molestáis a la guardia sin algo importante, será lo último que hagáis en vuestras miserables vidas. ¿Habéis entendido?

—Algunas susurraron un suave “sí”, otras hicieron un gesto. Alguna ni siquiera contestó. La más pequeña temblaba en una esquina, mientras otra trataba de consolarla. El guardia continuó:

—Está bien. Parece que vamos a entendernos. Si hacéis todo lo que diga, exactamente como lo diga, cuando yo lo diga, podréis vivir. Incluso podréis tener momentos de esparcimiento y para vuestras propias necesidades. Si no cumplís las órdenes, no habrá futuro. Hay cámaras y drones controlando cada uno de vuestros movimientos. Así que no intentéis escapar. Aunque lo consiguierais, estamos a cien kilómetros de selva de la civilización más cercana.

El guardia salió por la puerta, acompañado de otros dos hombres. Entraron al momento algunas mujeres, que portaban alimentos y agua, que depositaron en  una mesa de una esquina. Eran controladas en todo momento por guardias, que las conminaron a salir de inmediato tras dejar la comida. La puerta se cerró. Y, por un momento, se hizo un silencio completo en la sala. Luego, una de ellas empezó a llorar. Era la niña, la más joven. Otras se dedicaron un tiempo a mirarse, y mantenerse quietas, casi ocultas en sí mismas. Otras se acercaron a los alimentos. Probaron lo que había, y comenzaron a comer algo. Una de las que estaba en un lado, les espetó:

—Pero, ¿cómo podéis pensar en comer ahora? — Era una mujer algo mayor que las demás, de algo más de treinta años. Tenía un aspecto escuálido. Sus manos demostraban haber trabajado duro con herramientas manuales. En un mundo de robots avanzados, las manos semiesclavas seguían siendo la forma preferida de producción en muchas partes del mundo.

Una de las que estaba comiendo se volvió. Era algo más joven, unos veintitantos años. Tenía un aspecto algo más sosegado, y duro. La miró un instante, y contestó:
—Si tengo que escapar de aquí, prefiero que sea con el estómago lleno. Luego una ducha, y a dormir. Y mañana, a preparar el plan de fuga de este agujero. —La primera replicó:
—¿Cómo puedes hablar tan tranquila? Estamos secuestradas. Y tú sabes por qué. O mejor, para qué. Y ya han dicho que no hay escapatoria. Estamos en medio de una selva, vete a saber dónde: Venezuela, Colombia… —Aquella mujer replicó:
—Siempre hay escapatoria, solo se trata de analizar las opciones —afirmó, mientras daba otro bocado.
—¿Sabes mucho de escapar de sitios como este?
—Algo sé. En el centro de menores adquirí grandes conocimientos. Luego me escapé de mi marido y de sus palizas. Antes le reventé la cabeza, por supuesto. Estuve seis meses en prisión. Pero conseguí convencer a algunos para que me rebajaran la pena.
—Entiendo. Usaste métodos directos.
—Algo así. Hay que ser práctica en esta vida.
—Es monstruoso. —La mujer que comía rio:
—¿Monstruoso? No me vengas con historias morales. Yo sigo viva gracias a eso. Y gracias a eso seguiré viva aquí. Veremos qué puedes decir tú dentro de tres días.

Se hizo el silencio durante unos instantes. Luego otra intervino. Era de unos treinta años, de  piel negra, pelo castaño oscuro, y ojos negros. Dijo con voz seca, dirigiéndose a la que acababa de hablar:

—Tú sabes mucho de escaparte y de manipular a los hombres, por lo que veo. Yo no me creo nada de lo que dices. Eres de las que luego se lo hace encima al mínimo jaleo. Tendrían que haberte puesto pañales. —Otras no pudieron evitar reír. Las primeras risas suelen ser las más liberadoras, incluso en esas circunstancias. La que era objetivo del comentario respondió:
—No me importa si me crees o no. Yo sobreviviré. Vosotras, como si os pudrís en el infierno, no me importa. Quédate tú si quieres. A mí solo me verás correr a la menor oportunidad. Claro que tú con ese trasero enorme difícilmente podrás moverte. ¿Has buscado alguna cama reforzada para aguantar esa masa de carne?

De nuevo hubo algunas risas. La mujer negra se acercó a la mesa. Era evidente que no era comida lo que buscaba. Levantó el brazo para golpear, cuando notó una mano que detenía su brazo. La mujer se giró impulsivamente.

—¿Qué haces? ¡Suéltame! ¡Suéltame o te rompo la cara! —Aquella mujer la soltó suavemente, y le hizo un gesto para que se calmara. Era bastante joven, de piel muy blanca, morena y de cabello largo, de ojos azules. Intervino por primera vez diciendo:
—Atacándonos unas a otras, o insultándonos, no vamos a arreglar nada.
—¡Pero ella!…
—Es mejor que no empecemos a perder los nervios —cortó aquella mujer de ojos azules, mientras miraba a todas intentando que captaran su mensaje—. Mejor será que intentemos buscar alguna solución, y en eso estoy de acuerdo con… ¿cómo te llamas?

La mujer que comía pronunció su nombre mientras se terminaba unas galletas.

—Cristina. Y espero que otras tengan el mismo sentido común que tú. Porque yo prefiero estar muerta que aquí. Y si esa negra hubiese llegado a golpearme, la habría matado de un solo golpe. Así que es su día de suerte. —Una mujer del fondo habló por primera vez:
—Valientes palabras. Pero yo no prefiero salir muerta de aquí. —La joven de ojos azules asintió, y confirmó el comentario.
—Tiene mucha razón. Todas queremos salir de aquí, pero vivas. ¿Cómo te llamas? —La mujer del fondo contestó:
—Deyanira. Pero todos me llaman Yani.
—Yani tiene razón. No vamos a salir muertas de aquí. Ese debe ser nuestro objetivo: salir vivas. —Luego se dirigió a la mujer negra.
—¿Y tú? ¿Cómo te llamas?
—Babila.
—Babila, es bonito. —Otra de las mujeres intervino. Era de una edad cercana a los treinta. De pelo castaño claro, piel morena, y ojos rasgados marrones. Preguntó:
—¿Qué es esto, una fiesta social? ¿No os habéis enterado? ¡Estamos secuestradas! ¿Es que no lo veis? ¿No sois conscientes de para qué estamos aquí? —La mujer de ojos azules contestó con seriedad:
—Por supuesto que lo vemos. No nos quieren como administrativas, eso lo tenemos todas muy claro. Por eso tenemos que calmarnos. Conocer nuestros nombres será bueno si hay problemas. O si hay que preparar un plan de huida. Porque colaborando tendremos más oportunidades.
—Eso es verdad, y aceptaré ayuda incluso de esta negra si deja de decir estupideces y colabora—afirmó Cristina sin dejar de comer—. ¿Y tú, cómo te llamas?
—Sandra. Y ahora sugiero, si no os parece mal, que nos duchemos como nos han ordenado, y nos vayamos a dormir. Pensad que están escuchando esto. Y hay cámaras ocultas. Si no hacemos lo que dicen esos bestias, tendremos problemas.
—A mí me da igual —dijo Cristina mientras se limpiaba la boca con la manga—. Ya sé que nos oyen. Y quiero que sepan que estoy dispuesta a fugarme, es más, esperan que algunas lo intentemos. Pues yo pienso escaparme de aquí. Viva o muerta.
—¿Otra vez lo de viva o muerta? ¿Es que no has oído a Sandra? —Le espetó Babila.
—¿Esa cría? Claro que he oído lo que ha dicho la fina señorita Sandra. Por su aspecto es evidente que es de buena familia. Cabello perfecto, cutis perfecto, se nota que hace deporte, y la ropa que lleva es cara. Habrá vivido entre algodones toda su vida,  y se cree muy lista. Si hubiese pasado dos días en algunos agujeros donde he estado yo, sería ella la que se lo haría encima. Con pañales o sin pañales.
—No es bueno prejuzgar a la gente —Sugirió Sandra. Cristina repitió las palabras con tono burlón.
—No es bueno prejuzgar a la gente… Solo hay que verte. Una niña bien, que ha tenido un mal día y ha sido secuestrada. ¿Cómo se te llevaron? ¿Estabas en el salón de belleza, y llegaron esos guardias?
—Había ido a ver a mi madre. Vive en un barrio algo problemático. Le he pedido que lo deje y se vaya conmigo, pero es su casa de toda la vida, y no quiere irse. Se me hizo tarde. Se me echaron encima con una lona y una furgoneta. Fue en segundos.
—Claro —confirmó Cristina—. Eso nos ha pasado a todas. Ese es su método.
—Y, si sabes tanto, ¿por qué te han atrapado?
—Porque no sé tanto, estúpida.

Sandra no respondió al insulto. Vio, entre los rostros, uno que realmente temblaba de miedo. Se acercó, y se colocó al lado.

—Está bien, dejemos eso ahora. ¿Y qué tenemos aquí?

Sandra se aproximó a la más joven. Estaba sentada en la cama. Temblaba, e intentaba disimular que no lloraba. Alzó levemente los ojos al ver llega a Sandra. Esta se puso de cuclillas, le tomó la mano, y sonrió. La joven la miró a su vez. Sandra le preguntó:
—¿Y tú? ¿Cómo te llamas?
—Ana —contestó la joven.
—¿Y cuántos años tienes?
—Doce. —Cristina intervino:
—A algunos les gustan tiernas y esponjosas, y sin estrenar. Sandra volvió el rostro hacia Cristina, con una mirada fría:
—¿Quieres hacer el favor? Es solo una niña. —Cristina hizo un gesto con la mano, como ignorando el comentario, y el asunto. Sandra se volvió a la niña.
—Vas  a estar bien, Ana. No te va a pasar nada. —Yani intervino:
—¿Cómo puedes decirle eso a la niña? Eso no es verdad. Sabes que no puedes decirle eso a la niña. Cuanto antes lo asuma, mejor. —Sandra elevó la vista, y respondió:
—Se lo digo porque yo no quiero que le pase nada. Y no lo permitiré. Por eso.
—Lo que tú quieras no va a sacarnos de esto, ni va a evitar todo esto —aseguró Yani—. Van a destrozarle la vida, como a las demás.
—Estoy de acuerdo con Yani —confirmó Cristina—. A mí ya me violaron varias veces con menos años que ella. Es como una vacuna. Cuando te acostumbras, al final ya no te importa, ni te duele. Incluso puedes usarlo en tu beneficio.
—Eso es… monstruoso —afirmó Yani.
—Eso es la verdad, y mejor que lo asumas, o tendrás la tentación de pegarte un tiro a la menor oportunidad y acabar con toda esta basura. Es mejor ser práctica. Y sobrevivir.

Hubo un corto silencio. Luego intervino Sandra:

—Ya veremos. Desde luego, tu filosofía no es algo que yo personalmente vaya a aceptar. Ni tampoco la aceptas tú, solo que no lo sabes. Por ahora, no adelantemos acontecimientos. Pero esta niña es desde ahora mi protegida. —Cristina rió.
—¿Tu protegida? Reza para que sigáis vivas las dos mañana a estas horas. Si te enfrentas  a esos guardias por la niña, te violarán veinte veces y te darán de comer a los perros en pedazos. Hazlo a su manera, y acabarás igual, pero sin la parte de los perros. —Sandra contestó:
—Esa es tu forma de verlo. No la mía. ¿Os parece que dejemos todo esto y nos duchemos de una vez? Luego vamos a dormir, porque si seguimos hablando, y no hacemos lo que nos han dicho, podríamos tener problemas.

Todas asintieron en silencio. Incluso Cristina. Se ducharon, se pusieron unos camisones que tenían sobre las camas, y cayeron rendidas. No hubo más palabras hasta el amanecer. Todas durmieron. O eso les pareció a los guardias.

Autor: Fenrir

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