Cuando era joven, en el instituto donde cursaba mis estudios de secundaria, tuve la suerte de disponer de profesores de literatura y lengua muy aplicados y motivados, que me llevaron a descubrir que la literatura, más allá de la lectura y el disfrute de un libro, es un modelo de comprensión del ser humano. Una herramienta tremendamente poderosa para conocer a la humanidad, y sus sociedades.
En aquellos tiempos, con quince, dieciséis años, tuve dos descubrimientos literarios críticos, que conformarían mi modelo de pensamiento y conducta durante toda mi vida. Uno de esos descubrimientos fue «La odisea» de Homero, del que ya he hablado en alguna ocasión.
El otro descubrimiento fue la llamada generación del 98, y, dentro de ese grupo de escritores, su modelo filosófico fundamental: el existencialismo. Libros como «El árbol de la ciencia» De Pío Baroja, o «San Manuel Bueno, mártir» de Miguel de Unamuno, me impresionaron de una forma que nunca hubiese imaginado, entre otros. Y que, sin duda, cambiaron mi vida para siempre.

Existencialismo como modelo de vida y conducta.
Es curioso porque, en documentos y estudios recientes sobre la generación del 98, no se suele incidir mucho en la base filosófica que movía a este grupo de grandes escritores que conforman la generación del 98. Esa base era el llamado existencialismo, una filosofía que impactó enormemente en mi modelo de comprensión de la vida, tras haber sido animado constantemente en mi niñez a creer en un dios todopoderoso que lo puede todo. No en casa; pero sí en el colegio.
Un dios cuya existencia resistí en el colegio de curas al que fui, y cuya consecuencia más directa fue el sometimiento a duras correcciones disciplinarias físicas durante varios años: patadas, golpes, castigos severos, horas de rodillas con los brazos en cruz, con varios libros en las manos, y orejas de burro, mirando a una pared durante la clase, para que el resto de alumnos pudieran reírse y burlarse de mí.
Resistí todo aquello, aún no sé cómo, y fue un trauma que arrastraré toda mi vida.
El descubrimiento de la literatura existencialista.
Sin embargo, aquella experiencia fue decisiva para que, años más tarde, ya en el instituto, pudiera comprender la fuerza y el poder que emanan de la filosofía del existencialismo: nada posterior existe tras la muerte, y la propia vida no es sino un calvario constante de dolor y sufrimiento para la inmensa mayoría de seres humanos. Nada tiene sentido por sí mismo, y nada se puede hacer en la lucha por la supervivencia y el deseo de superar obstáculos.
Nada, excepto la voluntad del individuo de resistir esas realidades supremas: la constatación de que la vida es solo un hecho fortuito, y no existe otro camino más que la desaparición de todo cuanto hemos sido, cuanto hemos hecho, y cuanto hemos soñado.
En una sociedad como la actual, que vive al momento, al día, al instante, de forma superficial y superflua, mucha gente niega la realidad de la vida, y se aferran a su sueño de creer que la vida va a ser eterna, y un regalo para disfrutar cada momento: Carpe diem, que básicamente viene a significar «disfrutemos el momento». Frente a Memento mori, que significa básicamente lo contrario: el momento muere, y con el momento la gloria. Luego queda la nada, que lo arrastra todo.
La filosofía del existencialismo es aplicable a la Tierra, y a la civilización humana en su conjunto. Llegará un día en el que las grandes catedrales, los grandes templos, los libros sagrados, sean solo polvo y arena en un mundo muerto, donde no habrá seres a los que adorar, porque no habrá adoradores.
¿Qué harán esos dioses entonces, solos y perdidos, sin su séquito de seguidores? ¿Dónde habrán quedado los grandes conquistadores, los grandes logros, los geniales genios que saltaron a una fama y un poder que duró lo que dura un microsegundo en el universo?

Una luz de esperanza.
Todo esto no significa que tengamos que aceptar la derrota del tiempo, que lo consume todo. Al contrario; el existencialismo nos muestra la realidad, pero también esa realidad sirve de base para conformar una idea: vivamos la vida con fuerza, con honestidad, con pasión, con humildad, y no pretendamos convertirnos en esos seres superficiales que pueblan las distintas sociedades de la Tierra.
Antes al contrario, profundicemos y analicemos el espíritu humano, su naturaleza y su función como motor de progreso, y seamos positivos a la hora de aportar nuestra contribución a la humanidad. Cada uno desde sus capacidades y sus potenciales. De este modo podremos ser seres felices, plenos, y vivir una vida llena de conocimiento y de sabiduría, que nunca se alcanza, pero a la que siempre anhelamos y buscamos.
Esa fue la contribución principal de la generación del 98 a mi vida. Y me ha sido muy útil; porque, a diferencia de los golpes de los curas, fue mucho más dura para mi interior que para mi carne, pero también fue una lección de vida. Una lección que me ha ayudado a superar grandes traumas y situaciones difíciles, y que me ha permitido recrearme en las maravillas que nos rodean cada día.
El límite y su cualidad como motor de progreso.
Mors ultima linea rerum est. La muerte es el límite final de las cosas. Aprendamos esta lección cuanto antes. Porque, una vez aprendida, aprenderemos a amar la vida. A disfrutarla, y a compartirla. Y seremos plenamente felices. Porque podremos transmitir esa pasión con mesura, no con la locura de la superficialidad, sino con la tranquilidad de conocer nuestros límites, y los del universo que nos rodea.
Entonces seremos felices. Aunque en nuestros corazones sepamos una verdad amarga, cual es reconocer el fin de todo cuanto existe, también esa verdad nos hará ser más proactivos y vivos mientras sigamos en vida. Y ello es el camino para el descubrimiento de nuestro yo interior, y de potenciar nuestros recursos personales como nada más podría lograrlo.
Muchas gracias por su atención e interés, y disfrute del día. Cada día.
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