Hoy es miércoles, y es el día de la música en La leyenda de Darwan. Pero hoy, sinceramente, no me siento con fuerzas. Hay lanzas de acero que se clavan en la carne, y otras que se clavan en el alma. Son aquellas las que más duelen en un instante, pero son estas las que dejan las marcas más grandes.
Enfrente de mi casa, desde que vivo en ella, he tenido un inmenso vergel de árboles centenarios. Cada mañana, mientras me preparaba para salir, podía escuchar el canto de miles de pájaros, sobre todo ahora que el Sol calienta ya en la preparación para el verano, con sus nidos llenos de vida.
Hace unos días, alguien lanzó unos petardos, era de noche, y los pájaros piaron asustados. Yo, que estaba escribiendo frente a la ventana, maldije a esas gentes cuya diversión es el ruido, sobre todo y especialmente a altas horas de la noche, que asustan a animales y personas, e interrumpen el descanso de todos, haciendo que los niños lloren, y molestando a los enfermos. Pero también me dolió imaginar a esos pájaros asustados en sus nidos. Piaban incesamente, y hubiese querido tener algún poder para explicarles que no debían temer nada.
Hace un par de días, solucionaron el problema de los pájaros y sus cantos. Llegaron unos hombres con motosierras, y cortaron todos los árboles de raíz. Todos, sin excepción. Por la noche, las aves volvieron a sus nidos, solo que no había nidos, y todos los pájaros que en estos estaban murieron. Los pájaros volaban y volaban, sin entender dónde estaban sus nidos y sus crías, mientras yo contemplaba desde mi balcón la escena, y maldecía a una humanidad que constantemente ataca la vida y la naturaleza.
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