Hoy es miércoles, y es el día de la música en La leyenda de Darwan. Pero hoy, sinceramente, no me siento con fuerzas. Hay lanzas de acero que se clavan en la carne, y otras que se clavan en el alma. Son aquellas las que más duelen en un instante, pero son estas las que dejan las marcas más grandes.
Enfrente de mi casa, desde que vivo en ella, he tenido un inmenso vergel de árboles centenarios. Cada mañana, mientras me preparaba para salir, podía escuchar el canto de miles de pájaros, sobre todo ahora que el Sol calienta ya en la preparación para el verano, con sus nidos llenos de vida.
Hace unos días, alguien lanzó unos petardos, era de noche, y los pájaros piaron asustados. Yo, que estaba escribiendo frente a la ventana, maldije a esas gentes cuya diversión es el ruido, sobre todo y especialmente a altas horas de la noche, que asustan a animales y personas, e interrumpen el descanso de todos, haciendo que los niños lloren, y molestando a los enfermos. Pero también me dolió imaginar a esos pájaros asustados en sus nidos. Piaban incesamente, y hubiese querido tener algún poder para explicarles que no debían temer nada.
Hace un par de días, solucionaron el problema de los pájaros y sus cantos. Llegaron unos hombres con motosierras, y cortaron todos los árboles de raíz. Todos, sin excepción. Por la noche, las aves volvieron a sus nidos, solo que no había nidos, y todos los pájaros que en estos estaban murieron. Los pájaros volaban y volaban, sin entender dónde estaban sus nidos y sus crías, mientras yo contemplaba desde mi balcón la escena, y maldecía a una humanidad que constantemente ataca la vida y la naturaleza.
He llorado desde ese día, y supongo que el dolor seguirá ahí toda la vida. No es la primera vez que veo una matanza así, y no es la primera vez que lloro viendo la pérdida absurda de vidas inocentes, sean animales o seres humanos, en manos de monstruos sin piedad y sin alma. Pero pensaba que, a mi edad, se había acabado ver más matanzas.
No era así. La vida me tenía reservada otra escena dantesca, precisamente frente a mi propia casa. Y el dolor que me acompaña en estos momentos es el tormento que me lleva persiguiendo toda mi vida.
No entiendo cómo podemos llamarnos «especie inteligente» ni entiendo cómo podemos ni siquiera atrevernos a creernos seres superiores. Somos una máquina de destrucción y muerte, y arrasamos con todo lo que tenemos delante. No individuos concretos, ya lo sé. Sé que hay gente muy concienciada, afortunadamente, por salvaguardar la naturaleza. Pero, en conjunto, y como especie, somos una máquina devoradora de destrucción y muerte.
Lloraré por mis pájaros de la mañana, y los recordaré siempre. Recordaré sus cantos, sus nidos, y su vida. Recordaré cómo me acompañaron cada día desde hace años, hasta que alguien decidió acabar con esos cantos, de una vez, y para siempre.
Hoy es día de música. Pero hoy el silencio de esos árboles cortados me impide escuchar sus cantos. Y si no hay cantos, no hay esperanza ni música. Ni para ellos, ni para mí.
Somos una especie condenada. Y yo solo espero luchar por un mundo donde los pájaros canten de nuevo, con una humanidad que haya aprendido que, matando la naturaleza, se está matando a sí misma. Esa es la lección que deberemos aprender. Si no es demasiado tarde. De todos nosotros depende.
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