Extracto de «La insurrección de los Einherjar»

La verdad es que los dos libros de «La insurrección de los Einherjar» son especiales para mí. Todos lo son, pero en ellos se vierten algunos elementos y sucesos que son y marcan aspectos fundamentales de mis sentimientos, y de mi forma de ver la vida y la literatura. Fueron dos obras cuyo trabajo de desarrollo y definición me llevó bastante más de lo que en principio hubiese imaginado, y quedé agotado tras terminar la última revisión. 

Pero creo que mereció la pena, al menos como el viaje iniciático que se explica en su argumento. Estos dos libros narran la historia de una parte de los personajes que se verán en el Libro XIII de la saga: «La leyenda de Darwan IV: Idafeld», siendo el resto de personajes los propios de la trilogía de «La leyenda de Darwan». Su encuentro, en un futuro lejano, cerrará las dos historias de la humanidad, y el desenlace de la saga. Muchas gracias por su interés en estas obras.

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La noche desde la Anunciación llegó, tres días después más siete días. El pueblo fue informado, y la noticia corrió de alma en alma hasta los confines de los Dos Reinos. Todo el mundo hablaba de lo mismo. La mismísima diosa Atenea iba a anunciar una Buena Nueva de gran importancia para los Dos Reinos, y el mismo pueblo escucharía la Anunciación, como ya se la llamaba por todas partes, que sería el amanecer de una nueva era para los hombres y las mujeres de las Dos Islas, conocidas ambas popularmente como Aotearoa, la Tierra de Promisión que los dioses otorgaron a la humanidad.

El lugar de la ceremonia era un terreno sagrado semicírcular de grandes dimensiones, de doscientos cincuenta metros de diámetro. En la zona central del semicírculo se encontraba la Sala del Trono, situado sobre una estructura de quince metros de altura, sujeta por doce columnas dóricas, seis a cada lado. Dos altas antorchas de fuego azul y blanco iluminaban el Trono, de un fuego que ardía pero no consumía ningún combustible, fuese madera u otro. Alrededor de la zona exterior del semicírculo podían verse varias gradas de asientos en forma ascendente, donde la multitud se agolpaba para ver la Anunciación. Doce sacerdotisas Vanir, y Doce sacerdotisas Aesir, se encontraban en la parte inferior del semicírculo, mirando hacia la Sala del Trono. Vestidas con túnicas azules, con una cinta blanca ceñida a la cintura, y un manto blanco cubriendo sus cabellos. Eran el símbolo de la pureza de los dos pueblos, unidos ahora por la paz y la concordia, tras las lejanas guerras que antaño casi acabaran con los dos reinos.

La noche era ya cerrada, y la expectación enorme. De pronto, apareció, en la zona central del semicírculo, una columna de tres metros de anchura y seis metros de alta. En cada lado se disponían dos columnas más, de igual ancho y tres metros de altura. En la columna central apareció de pronto Freyr, y en las columnas laterales, Njord y Bálder. Ambos se giraron y miraron hacia las gradas donde se encontraba el público. Sus cuerpos brillaban con una luz blanca poderosa, pero que no dañaba la vista. Estaban en éxtasis, flotando a unos centímetros de la superficie de sus columnas, con los brazos y piernas ligeramente extendidos, y el público les vitoreó y jaleó profusamente.

De repente, en un instante, el cielo de estrellas desapareció. Y pareció abrirse una cúpula gigantesca, como si el propio cielo hubiese sido herido por la daga de un titán. Detrás de la abertura apareció un universo lleno de objetos impresionantes y brillantes. Muchos, como espirales majestuosas, llenas de luces y materia. Otras, como discos planos con un centro más brillante. Y, más cerca, millones de estrellas, incontables estrellas, y mundos, y lunas, que brillaban y se sucedían a gran velocidad. Tras lo que pareció una eternidad, la cúpula se cerró de nuevo, la herida en el cielo se taponó, y las estrellas normales volvieron a brillar en el cielo de aquella fría noche a la falda del Monte Sagrado Aoraki.

Tres minutos después, sucedió: la Sala del Trono comenzó a brillar, cada vez con más fuerza, y una luz cayó del cielo. Con un estruendo impresionante, la luz se situó sobre el Trono, y el suelo del valle tembló unos instantes. Todos contuvieron la respiración. El aire despidió una bocanada de viento tibio, casi como una caricia en la piel.

Y entonces, sentada sobre el Trono, que ahora manaba un intenso fuego azul, apareció, magnífica, la Diosa Atenea, la de los ojos claros. Heraldo de Odín tras la caída de Zeus, Señora de las Dos Islas, y protectora de los hombres y las mujeres Aesir y Vanir de las islas. La muchedumbre gritó y jaleó a la figura, que portaba una capa celeste, con un vestido blanco con sandalias con cintas que la envolvían hasta la rodilla. Se sentó en el trono de fuego y luz que se hallaba dispuesto a su espalda. Sus ojos azules contemplaron la escena. Las doce sacerdotisas de cada isla elevaron sus brazos en sagrada plegaria. Lo mismo hizo el pueblo, que contemplaba extasiado la imagen de su diosa. La portadora de las voces de los dioses. La Mensajera del poder del Señor que vive en los Cielos.

Atenea se mantuvo en silencio mientras la gente la aclamaba, y, cuando por fin la muchedumbre comenzó a calmarse, se levantó. Del cielo cayó entonces un rayo de luz. Todos reconocieron el signo. Era su estandarte. Su poderosa ave, el mochuelo con ojos de luz intensos que se posó en su hombro, al que los mortales conocen como Athene noctua. Por fin Atenea se levantó del Trono, en medio de las voces que se asombraban de ver a la Diosa en pie delante de ellos. De sus manos elevadas surgieron diez rayos que iluminaron el valle y la falda del Sagrado Monte Aoraki por completo. Y, tras unos instantes, habló. Y habló con una voz profunda, poderosa, pero a la vez dulce y tranquilizante.

– ¡Escuchad, pueblo de Vanir, y escuchad, pueblo de Aesir, pues he venido a anunciaros lo que los dioses han elegido será el Futuro y el Destino de la humanidad desde que Ranginui y Papatuanuku crearan el universo para la humanidad! ¡Escuchad, y regocijaos, pues son los Dioses los que os traen vuestro Destino, y yo, su Heraldo, vengo a contaros la Buena Nueva, que dará a vuestros pueblos, por fin, la Paz Eterna, tras el fin de tantas guerras del pasado! ¡Escuchad, y vuestras almas serán purificadas por los Dioses Eternos!

De pronto, surgieron a los lados de Atenea dos objetos brillantes y resplandecientes. A su derecha, una magnífica espada. Una espada blanca, luminosa, con una hoja perfecta y un mango de un metal azulado tejido por los dioses. Y, a su izquierda, un escudo. Era un escudo solemne, de medio cuerpo, que contenía el dibujo de un lobo en su lado exterior. Un lobo que aullaba a la Luna creciente, que el pueblo llamaba Máni.

– ¡Oid! ¡Esta espada, y este escudo, son la fuerza y la sensatez que deberán regir al joven Freyr a partir de ahora! Él deberá aprender a tomar la espada con fuerza para hacer el bien, y a ceñirse el escudo en el brazo para impedir el mal! Ambos le darán el Poder que, como único rey, deberá ser capaz de afrontar.

Entonces Atenea alzó levemente las manos. Enfrente tenía las tres columnas, con los reyes Njord y Bálder a los lados, y a Freyr en la mayor central. Seguían en estado de éxtasis, como dormidos por el sueño de los dioses. Fue entonces cuando Freyr se deslizó por el aire, extasiado y entre vapores azules y rojizos, hasta donde estaba Atenea, posándose suavemente al lado. La diosa le tomó de la mano, y puso la espada en la del joven príncipe. Freyr, que ahora estaba despierto, la miró asombrado. Los negros y largos cabellos de la diosa le tapaban levemente aquellos ojos majestuosos, que parecían brillar como dos estrellas. Ella le sonrió. Se agachó, vio aquellos verdes ojos del joven príncipe, y le dijo, en un susurro:

– Esta es tu espada, Freyr. Se llama Chrysalis, porque está hecha para construir un nuevo Reino con un solo Rey. Y recuerda: Chrysalis es una espada especial. Está forjada por dioses.

Luego, Atenea tomó el escudo entre las manos, y se lo acercó también a Freyr.
– Y este es tu escudo. Se llama Fenrir, ya que la imagen es una representación de Fenrir, el lobo que traerá el Ragnarok, es decir, el fin del mundo, al universo. Tú lo guardarás en tu escudo, para que no pueda huir de ahí. Y él te protegerá, siempre que le seas fiel y noble.
– Gracias, señora – acertó a decir Freyr. – Ella le acarició suavemente la mejilla.
– ¿Serás bueno, y harás el bien, mi joven guerrero?
– Sí, señora.
– ¿Y lucharás por la paz y la prosperidad de las Dos Islas? Recuerda que el mismo Odín está aquí, escuchando tus palabras.
– Sí, señora. Y además, pediré un deseo a los dioses.
– ¿Qué deseo será ese? – preguntó Atenea sonriendo.
– Que algún día, por la voluntad de los dioses, sea yo inmortal.
– ¿Inmortal dices? Pero Freyr, eres un hombre. Los hombres son mortales. Nada ni nadie puede cambiar eso.
– Los dioses pueden – dijo Freyr determinante.
– Sí, Freyr. Pero todo tiene su lugar, y su tiempo. Existe un equilibrio en el universo. Los dioses vivimos para el mañana. Pero la vida humana no se mide por lo que puedas hacer mañana, sino por lo que puedes hacer hoy, ahora, en este instante. Porque existe el hoy, eso es seguro. Y el ayer, que es el peso del hombre que le atormenta desde que abandona su infancia. Pero el mañana no existe hasta que llega. Y cuando llega, ya no es mañana, ya es hoy. Los hombres nacen para vivir y morir, los dioses no nacemos ni morimos. Somos eternos. Y ambos, dioses y humanos, tenemos nuestro lugar en el universo. Así es la voluntad de Odín. ¿Comprendes, Freyr?
– Sí, señora.
– Está bien – susurró Atenea sonriendo. – Ahora, descansa. Descansa de nuevo. – Freyr se introdujo de nuevo en un suave y dulce sueño. El joven príncipe volvió en éxtasis flotando a su columna.
Atenea se levantó de nuevo, con semblante serio, y la luz que surgía de los dedos de la diosa se elevó hacia los cielos, y empezó a caer en forma de vapores alrededor de la gente que se agolpaba en las gradas. De pronto, se hizo el silencio. Hombres, mujeres, ancianos, niños, se arrodillaron primero, y luego yacieron todos en el suelo. Todos quedaron profundamente dormidos, incluyendo las sacerdotisas de las Dos Islas. Fue entonces cuando los dos reyes, Njord y Bálder, subidos en sus columnas, despertaron de su letargo…


 

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Autor: Fenrir

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