Lo recuerdo muy bien. Cómo olvidarlo. Fue hace seiscientos millones de años, cuando fuimos desterrados. La humanidad ha querido durante siglos crear una leyenda, un mito, incluso varias religiones, sobre nuestra caída, y nos ha presentado como los culpables de aquella caída. «No somos dignos de Él» nos dijeron. «Son los condenados», fueron sus acusaciones.
Absurdo. Patético. Y totalmente falso. Ese Dios Único que lo puede todo es una farsa, una mentira, un endiosamiento, nunca mejor dicho, de un Ser que solo te aplaude cuando le aplaudes. Solo te felicita cuando le alabas. Y solo te da una oportunidad cuando le sigues fiel y ciegamente, sin poder criticar ni una sola de sus palabras. ¿Íbamos a mantenernos en una constante deriva de alabanzas? «Te adoramos, oh Señor, Tu palabra es Ley».
No. Las cosas no son en blanco y negro. Quizás no seamos perfectos. Pero esta competición por las almas de la humanidad no la comenzamos nosotros. Él nos dijo: «seréis liberados si ganáis una guerra: la guerra de las almas. Será una guerra entre el Cielo y el Fuego».
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