Entre el Cielo y el Fuego

Lo recuerdo muy bien. Cómo olvidarlo. Fue hace seiscientos millones de años, cuando fuimos desterrados. La humanidad ha querido durante siglos crear una leyenda, un mito, incluso varias religiones, sobre nuestra caída, y nos ha presentado como los culpables de aquella caída. «No somos dignos de Él» nos dijeron. «Son los condenados», fueron sus acusaciones.

Absurdo. Patético. Y totalmente falso. Ese Dios Único que lo puede todo es una farsa, una mentira, un endiosamiento, nunca mejor dicho, de un Ser que solo te aplaude cuando le aplaudes. Solo te felicita cuando le alabas. Y solo te da una oportunidad cuando le sigues fiel y ciegamente, sin poder criticar ni una sola de sus palabras. ¿Íbamos a mantenernos en una constante deriva de alabanzas? «Te adoramos, oh Señor, Tu palabra es Ley».

No. Las cosas no son en blanco y negro. Quizás no seamos perfectos. Pero esta competición por las almas de la humanidad no la comenzamos nosotros. Él nos dijo: «seréis liberados si ganáis una guerra: la guerra de las almas. Será una guerra entre el Cielo y el Fuego».

Entre el Cielo y el Fuego

¿Guerra? Es absurdo llamarlo guerra. Es una competición. Tentar al ser humano para que no siga la Palabra de Dios, y ello provoque que caiga en nuestras manos. Es absurdo. Es ridículo. ¿Guerra? Es una competición que no podemos ganar, porque Él pone las reglas, y Él cambia esas reglas cada vez que quiere, sin avisarnos, y sin que podamos hacer nada para evitarlo. No podemos quejarnos, ni podemos buscar un árbitro, porque Él tiene el control sobre todas las cosas.

La misión.

Todo comenzó el día en que me asignaron una nueva misión. Una nueva alma. Una nueva oportunidad de ganar aquella absurda competición. Era el caso dos millones, o el tres millones, no lo sé. Hacía siglos que había perdido la cuenta de cuántas asignaciones había recibido.

Se trataba de una joven. Diecisiete años. Desesperada. Ofuscada. Perdida en una confusión que la había llevado a desear el suicidio.

«Un trabajo fácil», me dijeron. Seguro. Era fácil. Un simple empujón. Un pequeño susurro en sus oídos, y su alma sería mía. Un premio fácil. El número tres millones. O quizás más.

Llegué aquella tarde al lugar donde se encontraba la joven, en su casa. Un lugar bastante sencillo, según los parámetros de los humanos. La joven se encontraba sola. Estaba sentada en un sofá, con una mirada lejana. Un televisor mostraba un programa de cocina. Ella no atendía la emisión. Solo se mostraba vacía, con los ojos perdidos. Con un cuchillo de cocina en las manos.

Una víctima fácil. Solo tendría que acercarme a ella. Y susurrar en sus oídos una palabra. «Hazlo».

Era fácil, sin duda. Demasiado fácil. ¿Qué mérito tenía tomar el alma de esa joven? ¿Qué éxitos pueden derivarse de empujar a una joven sin esperanza, sin sueños, a un final inexorable, en el que su alma se vería empujada a una existencia eterna en un lugar de caos? No ese fuego y esos gritos que las religiones proclaman. Una vez más, una visión infantil de los hechos.

La realidad, como casi siempre sucede, es mucho más compleja. Mucho más sofisticada. Y de una crueldad mayor de la que nadie podría jamás imaginar.

Estuve observando a la joven unos instantes. De ojos grises, y cabello oscuro, mediana estatura, y vista perdida. Otra víctima humana. ¿Por qué había ella decidido seguir ese camino? Porque un mundo donde solo unos pocos tienen oportunidades, otros solo encuentran un camino, una salida, para su desesperación. Una humanidad aún más cruel que el Fuego al que nosotros arrastrábamos aquellas almas.

Así es el orden de las cosas en este universo imperfecto creado por ese ser perfecto que solo busca ser adorado, sin excusas, sin dudas, sin ninguna oportunidad de crítica.

Pero yo ya estaba cansado de todo aquello. Esa joven era una víctima. No de Dios, pero tampoco éramos nosotros los responsables. Era ese mundo construído por una humanidad que alababa la verdad, pero se construía sobre mentiras. Hablaba de justicia, pero solo para aquellos que podían pagarla. Luchaba por la igualdad, mientras su educación era cualquier cosa menos igualitaria. Hablaba de derechos sociales, mientras solo unos pocos tenían acceso a esos derechos.

Así que tomé una decisión. Fue inmediata. Mientras observaba a aquella joven, y su cuchillo en su mano derecha.

El encuentro.

La joven se dio la vuelta. Había notado una presencia. Gritó, y saltó hacia atrás cuando me vio allí, de pie, frente a ella. Instintivamente se colocó de pie en una posición defensiva, con el cuchillo fijado hacia mí.

—¿Quién es usted? —Gritó—. ¿Un ladrón?
—No —respondí—. No soy un ladrón.
—¿Cómo ha entrado aquí?
—En realidad, podríamos decir que no he entrado. No estaba aquí, y luego estaba aquí.
—¿Se quiere reír de mí?
—No, en absoluto. En todo caso, no voy a hacerte daño.
—¡No le creo! ¡Fuera de mi casa!
—¿Para qué, Ivy? ¿Para que puedas consumar lo que estabas a punto de llevar a cabo? —Ella abrió los ojos, con un gesto de sorpresa.
—¿Cómo…. cómo sabe mi nombre?
—Eso no importa, Ivy. Sé muchas cosas de ti. Pero lo que sé, por encima de todo, es que estabas a punto de llevar a cabo algo terrible. Para ti. Y para tu alma.
—¿Alma? Yo no creo en esas cosas. Y yo no iba a hacer nada…
—No importa en lo que creas o no. Lo importante es que sabes que ibas a hacer algo terrible. Tan joven, con toda la vida por delante… ¿Te has planteado preguntarte por las alternativas?

Ivy me miró con extrañeza. Luego se dio la vuelta, y se dirigió a una ventana. Era noche temprana, y la Luna asomaba por el horizonte. Luego se volvió a mí.

—Yo no iba a hacer nada. Eso es absurdo. —Yo asentí sonriente.
—Entiendo. Tenías ese cuchillo en la mano para cortar una manzana que te ibas a comer.
—Algo así.

Me acerqué a Ivy lentamente. Ella de nuevo me amenazó con el cuchillo.

—No se acerque más, o usaré esto. Se lo garantizo.
—¿Seguro? ¿Crees que es fácil matar a un hombre? ¿Más fácil que acabar con la vida de uno mismo? ¿Crees que es peor? ¿Es justificado?
—Creo que, si se acerca un milímetro más, tendré que defenderme.

Yo asentí. Levanté los brazos, y respondí:

—Adelante. Yo no estoy aquí para hacerte daño. No me he presentado ante ti para hacerte sufrir. Pero entiendo que estés asustada. Clávame el cuchillo. Sin miedo.

Ivy me miró extrañada. Luego preguntó:

—¿No se ha presentado ante mí para hacerme daño? Entonces, ¿para qué se ha presentado ante mí? —Yo bajé los brazos. Entonces, el cuchillo voló de la mano de Ivy a la mía. Ella gritó. Luego yo lancé el cuchillo al aire. Desapareció en un fogonazo de luz azul.

—¿Qué… qué ha sido eso? ¿Un truco de magia?
—Algo así —contesté—. En cualquier caso, ya hemos eliminado el cuchillo. Ahora solo queda lo más difícil: que confíes en mí.
—¿Y por qué debería confiar en usted?
—Porque si quisiera hacerte daño lo habría hecho mucho antes de que notaras mi presencia. Y porque no merece la pena atacar a quien ya está dispuesto a quitarse la vida por su propia mano. ¿Hacerte daño yo? ¿Para qué? Tú estabas a punto de terminar con tu vida. ¿Por qué debería yo molestarme en algo de lo que tú te ibas a ocupar tú sola?

Ivy pareció entender que el razonamiento era claro, directo y conciso. Así que, de pronto, pasó de su actitud defensiva inicial, a una actitud negativa, en la que se hallaba envuelta desde hacía meses. Se sentó sobre el sofá. Me miró, y preguntó:

—Eres un tipo muy raro. Además de mago. Por cierto, ahora que lo pienso, el truco de magia ha sido espectacular, lo reconozco. ¿Cómo lo has hecho?
—No se cuentan los trucos de magia —aclaré—. En cuanto a que sea un tipo raro, bueno, sí, digamos que no soy un estándar.
—Ya lo creo. Con ese ropaje… ¿No tienes sentido de ridículo?
—¿Ridículo? Los jóvenes de hoy en día sabéis mucho de hacer el ridículo con vuestros atuendos.
—¿Los jóvenes? ¿Y tú qué eres? ¿Un anciano? ¿Qué edad tienes, veinticinco años? —Yo suspiré.
—Unos cuantos más. Pero no soy yo el paciente. Eres tú.
—¿Eres médico, además de mago?
—Soy médico de almas. —Ivy rio.
—Eso ha sonado muy poético, lo reconozco. ¿Vas ahora a intentar abusar de mí, o algo así?
—¿Por qué dices eso?
—No sé, pero te aseguro que puedo defenderme. Te arrancaré el corazón si lo intentas.
—Ya te lo he dicho: Yo no estoy aquí para hacerte daño. Aunque…
—Aunque, ¿qué?
—Tenía que hacer algo que no te hubiese gustado, es cierto. No era abusar de ti. Así que sí; reconozco que mi objetivo inicial contigo no era bueno, era algo maligno. Pero ya no. Estoy harto.
—¿Estás harto? ¿De hacer el mal?
—Algo así.
—¿Estás bebido, o drogado? Porque no dejas de decir tonterías.

Reconozco que perdí los nervios. Me acerqué a ella, y la levanté tomándola de los brazos. Ella gritó.

—¡Suéltame! ¡Me haces daño!
—¡Escúchame ahora, Ivy! —Exclamé—. ¿Vas a tomarte esto en serio, y a tomarme a mí en serio?
—¡Déjame!
—¡Lo haré, no es mi intención hacerte daño, Ivy! ¡Eres tú la que está convencida de hacerte daño a ti misma! ¡Estabas a punto de quitarte la vida! ¿Me oyes? ¡A punto de quitarte la vida! ¡Eso no es ninguna broma! ¡Es un tema muy serio! ¿Me oyes bien? ¡Muy serio!

Solté a ivy, que cayó sobre el sofá. Se dio la vuelta, y se acurrucó en una esquina. Comenzó a llorar. Yo dejé que pasaran unos segundos antes de hablar.

—Bien. Llorar es bueno. Significa que empiezas a tomarte esto en serio. Significa que estás reaccionando. —Ivy se volvió a mí.

—¿Quién eres? ¿Y por qué haces esto?
—Soy alguien que quiere ayudarte. Y hago esto porque tu vida puede parecerte un infierno, pero perder la vida será siempre mucho peor que cualquier infierno en el que vivas.
—¿Y cómo estás tan seguro que quería hacer lo que dices que quería hacer?
—Es muy sencillo: me enviaron para empujarte a hacerlo.
—¿Ayudarme al suicidio? Eso es un delito.
—No lo es donde vengo; es, de hecho, mi misión.
—¡Tú no vas a hacer nada de eso! —Aseguró Ivy.
—¡Claro! ¡Lo vas a hacer tú! ¿No es así, Ivy? En cuanto salga por esa puerta.
—Eso no es de tu incumbencia.
—Ahora sí lo es.

Me acerqué a Ivy y le indiqué que me diera la mano.

—Vamos. No tengo toda la noche.
—¿Qué quieres?
—Vamos a viajar por el camino del Autoconocimiento. Un camino que deberá mostrarte quién eres, y lo que puedes llegar a ser.
—¿Estás loco?

Yo no dije nada. Le insistí con un gesto que tomara mi mano. Ella dudó. Pero luego, tras unos segundos, se levantó, y rozó mi mano con la suya.

Primera Iteración.

De pronto, todo cambió. Fue como si el universo desapareciera, y todo se convirtiese en un calidoscopio de luces e imágenes. Ivy quiso hablar pero no pudo, mientras ambos girábamos alrededor de un tornado de fuego y luz.

Tras unos instantes, el fuego y la luz desaparecieron. Ambos nos encontrábamos en lo alto de un acantilado.

—¿Dónde… estamos? —Preguntó Ivy confusa.
—De algún modo esto es América del Norte.
—¿En qué parte?
—No en un sitio que se podría identificar. De hecho, el mundo es muy distinto… —Le señalé con el dedo hacia un valle. Ivy abrió los ojos mientras exclamaba:

—¡Son… dinosaurios!
—Exacto.
—Pero… ¡No existen! ¿Es esto como en la película aquella? ¿Otro truco tuyo de magia?
—Nada de trucos. Esto es totalmente real.
—No… no es posible… ¿Cuál es tu nombre? ¿Cómo te llamas?
—Mi nombre es Dantalion. Ese es mi nombre.
—No lo había escuchado nunca. Suena… misterioso. Y ahora, dime, Dantalion. ¿Qué es todo esto?
—Esto es el fin de una era. La Tierra está poblada por millones de seres vivos, muchos de ellos son dinosaurios, y otras especies. Su reinado ha sido largo. Pero todo tiene un principio, y un final. Y ahora ha llegado el fin…

Señalé al cielo. Una bola de fuego fue haciéndose más, y más grande. Pronto, el cielo tembló, y pareció partirse en dos. Las nubes explotaron, y la bola de fuego impactó contra la Tierra. Ivy pudo ver cómo miles de animales eran arrastrados por una marea incontenible de fuego, destrucción y muerte. Vio cómo todos aquellos seres perecían irremediablemente en un fuego gigantesco, que cubrió aquel valle, y destruyó gran parte de la vida.

De pronto, el fuego desapareció. Ambos nos hallábamos en el valle, caminando entre cenizas. Yo le dije:

—Entre el momento anterior y el actual han pasado diez mil años. Como puedes ver, todo es destrucción, y muerte. Apenas algo de vida intenta sobrevivir en este caos.

De nuevo todo cambió. Seguíamos en el valle. Todo volvía a ser vida. Pero era otro tipo de vida. Yo miré a Ivy.

—Ahora han pasado cinco millones de años. El valle está lleno de vida, otra vez. La vida se ha reiniciado. La vida se ha abierto camino. El fuego, la destrucción, la muerte, se llevaron a aquellos seres del pasado. Pero la vida sigue. Porque la vida siempre prevalece, Ivy. Siempre. La vida es un regalo. Un regalo que puede perderse en un instante. La vida es un presente que deberás cuidar cada día de tu vida. Como los dinosaurios, algo hará que tu vida termine. Pero tu reinado será, como el de ellos, muy largo. Si sabes apreciar ese tesoro de tu corazón, que se llama vida. No lo olvides.

Segunda Iteración.

—¿Por qué me muestras esto? —Preguntó Ivy.
—Porque la vida se pierde con facilidad, pero se gana cada día con esfuerzo, trabajo, y tesón. Hay un tiempo para morir, no lo dudes; pero es algo que el ser humano ve claramente cuando está cerca.
—Ya, entiendo. Solo Dios da y quita la vida.
—No, Ivy. Dios os dio la facultad de elegir. Pero nos os dio la facultad de elegir bien siempre. Perder la vida es algo que se solo se puede elegir hacer una vez. Apostar por la vida es algo que puedes elegir cada día de tu vida. Dios no quita ni da vidas; sois vosotros, y solo vosotros, los que decidís el futuro de vuestros cuerpos, y de vuestras almas.
—Y tú habías venido para llevarte la mía.
—Sí. Pero estoy cansado de este juego. De esta apuesta continua por desafiar a Dios. Él reparte las cartas siempre, y siempre se queda con los ases. Nos da a nosotros las cartas perdedoras, y nos dice que juguemos. Es un juego perdido de antemano.
—Así que no lo haces por mí. No te presentas ante mí, y me dices esto, para salvarme. Lo haces para salvarte tú de esa guerra constante con Dios.

Confieso que dudé un momento ante las palabras de la mortal. Finalmente, respondí:

—Eso es cierto. En parte. Pero también quiero darte una oportunidad de vivir. También quiero que entiendas que, como mortal, no volverás nunca a vivir más. Vive tu vida ahora, y deja la muerte para el mañana. Llegará un día final. Pero habrás vivido una vida completa y llena de oportunidades.

De pronto, ambos nos vimos en lo alto de una colina, rodeados de un valle de fuego, a su vez rodeados de volcanes que manaban lava y gases. El cielo rojo, y los ríos de lava, nos circundaban por todas partes.

Fue entonces cuando un ejército apareció por el este. Nueve caballos de muerte portaban a nueve demonios de muerte, que tocaban nueve trompetas de fuego.

Frente a los nueve caballeros demonios y al ejército de demonios a pie detrás, se alzaba otro caballo negro, con un demonio en su lomo. Este mandó detenerse a sus tropas con un gesto. Luego subió la colina, y se dirigió a mí con estas palabras.

—Salve, Dantalion.
—Salve, Malphas —respondí—. Es inesperado verte ahora. E inoportuno.
—Me manda nuestro Señor, para buscar respuesta a la pregunta que todos nos formulamos.
—¿Y qué pregunta ha de ser esa, Malphas?
—La pregunta es conocida, y la sabes bien. ¿Qué haces desobedeciendo las órdenes que se te dieron? ¿Qué pretendes trayendo a esta mortal a la realidad de nuestra existencia? Pues son delitos graves. Y habrás de pagar por ello si no me satisface tu respuesta.
—Vuelve con tus tropas al infierno del que vienes, Malphas. Y olvidaré tu ofensa.
—¿Es que pretendes iniciar una guerra civil, Dantalion? Mis tropas están listas. Dame el alma de esa mortal, y vuelve con tus ejércitos. Y olvidaremos esta actitud que has tenido para con nosotros.
—Y yo te digo que estoy muy cansado de servir a nuestro Señor, Malphas. ¿De qué sirvió deshacernos de los caprichos de Dios, si hemos de someternos a los caprichos de nuestro Señor? No hemos ganado nada. Y hemos perdido mucho.
—No te corresponde a ti decidirlo —aclaró Malphas.
—Me corresponde ahora.

Alcé una mano. Detrás de mí aparecieron mis ejércitos. Grandes, poderosos, y dispuestos. Yo añadí:

—Defenderé mi causa, Malphas. Y defenderé este alma. Que no es mía, ni es tuya. Y lo haré con mi inmortalidad, si es necesario. —Malphas asintió.
—Que así sea.

Malphas volvió a su posición. Entonces, ordenó desplazarse a sus tropas hacia las mías. Primero, a paso ligero. Luego, corriendo. Mis tropas hicieron lo mismo, mientras nos sobrepasaban a Ivy y a mí. Ivi, en medio de los gritos de los dos ejércitos, exclamó:

—¿Qué va a ocurrirnos, Dantalion?
—A ti nada, Ivy. Tu alma es tuya mientras no la ofrezcas voluntariamente, o te arranques la vida. Solo entonces Malphas podrá tomarla, por mucho que intente convencerte de lo contrario.
—¿Y tú?
—Yo habré de luchar ahora. Lucharé por tu alma. Y por mi destino.

Dicho esto, una espada de fuego apareció en mi mano derecha, y un escudo de fuego en mi mano izquierda. Un caballo gris surgió de la niebla, el cual monté. Me dirigí entonces a la batalla, mientras Ivy contemplaba la colisión brutal entre los dos ejércitos.

La lucha era desigual. Las fuerzas de Malphas nos aventajaban de dos a uno. Sin embargo, habíamos conseguido reducir la ventaja. Pero no lo suficiente. Yo veía caer a mis tropas, mientras el Destino se empeñaba en evitar que terminase lo que había comenzado, antes incluso de haberlo comenzado.

Malphas se acercó a mí. La batalla estaba siendo terrible para mis ejércitos. Me dijo entonces:

—Ríndete ahora, Dantalion. Ríndete, y nuestro Señor perdonará tu existencia.
—No puedo —respondí—. He decidido que debo terminar esta existencia. Lo haré con una nueva existencia, o con ninguna.
—Que así sea —sentenció Malphas.

La batalla continuó en el valle. La pérdida estaba asegurada. Mis ejércitos caían sin posibilidad de victoria.

Pero, entonces, ocurrió algo inesperado. Algo increíble. Algo que, sin duda, fue asombroso, y nos sorprendió a todos.

Porque allí, en lo alto de la colina, estaba Ivy. Alzó los brazos, y gritó. Gritó con un poder, con una fuerza, con una determinación, que hizo temblar cielo y tierra.

Yvi gritó. Y el grito se convirtió en un manantial de fuego, sangre, y rayos, que se elevaron sobre el valle, cayendo luego sobre las tropas de Malphas. Estos comenzaron a caer por decenas, por centenares, por millares, por el fuego, la sangre y los rayos, que manaban de aquel cielo rojo.

Las tropas de Malphas entraron en pánico, e incluso el propio Malphas me miró asombrado, viendo cómo sus tropas caían derrotadas ante aquella lluvia de fuego y destrucción. Malphas ordenó retirarse a sus tropas, y yo ordené lo mismo a las mías, no fueran a caer también por aquel fuego.

Tercera Iteración.

Al cabo de unos minutos, todo había terminado. Las tropas, y el mismo Malphas, habían desaparecido. El fuego cesó, y solo una espesa cortina de humo negro cubría el valle de un extremo al otro.

Subí la colina, bajé de mi montura, que desapareció, y me acerqué a Ivy. Ella se mantenía con los ojos cerrados, y los brazos alzados. Puse mis manos sobre las suyas.

—¡Ivy! ¡Ivy! ¡Despierta! —Hice que bajara los brazos. Ella abrió los ojos, lentamente. Me miró.
—¿Qué… ha ocurrido?
—No lo sé. Dímelo tú. ¿De dónde salió ese poder? ¿Cómo pudiste convocar ese huracán de fuego, sangre, y rayos, para luego dirigirlos a las tropas de Malphas?
—¿Yo hice eso? —Yo asentí lentamente antes de contestar.
—Eso hiciste. ¿No lo recuerdas?
—Quizás… como en un sueño.
—No fue un sueño, te lo aseguro. ¿Seguro que eres una simple mortal? No me lo pareces ya.
—¿Seguro que todo esto no es más que un sueño?
—En absoluto. Y me has salvado.
—¿Yo te he salvado? —Preguntó Ivy extrañada.
—Las tropas de Malphas estaban a punto de vencer a las mías. Yo habría sido condenado a extinguirme para siempre, y mis tropas supervivientes conmigo. Y el viaje que tenía planeado no habría podido concluir como deseaba. Un viaje que ni para ti ni para mí ha acabado. Ven. Terminemos este viaje.

Todo aquel valle y la colina desaparecieron. El mundo apareció de nuevo ante los ojos de Ivy. Estábamos en una ciudad. Las calles destruidas. Los edificios, destrozados. Algunos animales aullaban a lo lejos, mientras una tormenta azotaba la zona.

—¿Dónde estamos? —Preguntó Ivy.
—Es el futuro. El mundo ha caído, presa de la misma fuerza autodestructora que te envolvió a ti cuando fui a verte. Un mundo obsesionado con la vida, que olvidó que la muerte llega demasiado pronto, y demasiado sutilmente, cuando menos te das cuenta. La humanidad ya no existe. Dios no ha ganado la batalla. Tampoco la hemos ganado nosotros. Todas las guerras, toda la sangre, toda la destrucción, todos los templos del mundo, todos los rezos, y todas las esperanzas, no pudieron frenar el caos, el hambre, la destrucción, y el contemplar a los Cuatro Jinetes del Apocalípsis, tomando para sí la Tierra. El hambre, la guerra, la peste, y la muerte. Los cuatro se adueñaron del mundo. Y estas son las consecuencias.

Ivy caminó unos minutos entre la podredumbre y la destrucción. Viejos automóviles, con cuerpos de familias dentro, desgastándose con el tiempo y el viento, cortando sus huesos en miles de fragmentos. Esperanzas de millones de seres humanos. Esperanzas que fueron convertidas en polvo por la avaricia, la miseria, el caos, y la destrucción.

—He de preguntarte de nuevo, Dantalion. ¿Por qué me muestras todo esto? —Yo dudé una vez más.
—Supongo que vi en ti algo especial. Algo por lo que merecía la pena luchar. Yo quería salvarte a ti. Pero, al parecer, eres tú la que me has salvado a mí. En todo caso, mi camino contigo acaba aquí. Ahora volverás a tu hogar. Y deberás decidir tu camino.

No había terminado la frase, cuando apareció un ser de luz, que se acercó a nosotros caminando. Su rostro estaba escondido por una capucha. Llevaba una espada de luz al cinto, y sus ojos azules, lo único que se veía de él, brillaban con un blanco increíble, que sin embargo no dañaba a la vista de Ivy, ni la mía.

El ser se acercó a mí. Entonces, se levantó la capucha. Yo asentí.

—Gabriel. Una inesperada visita. —Gabriel asintió.
—Dantalion. Me alegro de verte de nuevo, aunque te cueste creerlo.
—¿Vienes a por mí?
—Vengo a por ti, es cierto. Pero, primero, déjame hablar con ella.

Gabriel se acercó a Ivy. Sonrió, colocó su mano en la mejilla de ella, y dijo:

—Quién lo iba a decir. La mortal que destruyó a un ejército de los infiernos, y salvó a otro.
—Yo… no sé cómo lo hice —confesó.
—Naturalmente. Reposa en tu corazón y en tu alma el poder de cambiar el curso de la vida, de las batallas, y del universo. Y habrás de imaginar quién te ha dotado de ese poder. Ahora es tuyo. Pero no todavía por méritos propios. Sino por la voluntad de Dantalion, el cual se apiadó de ti. Y tú te apiadaste de él.
—No termino de… comprender.
—Lo harás. Ve ahora. Vuelve a tu mundo, y piensa en todo lo que Dantalion te ha enseñado. Tuya es la última palabra.

Gabriel luego se acercó a mí. Y me dijo:

—He venido con una propuesta para ti, Dantalion. Tuyo es el sitio que dejaste tiempo atrás. Tus recientes acciones y tus palabras hablan por ti. Pero la decisión es tuya.

Yo comprendí, y, después de unos segundos, respondí:

—Debo agradecer la propuesta. Pero debo rechazarla. No por orgullo, no por desprecio. Sí porque debo luchar desde mis principios, y convicciones. Seguiré salvando almas humanas. Pero lo haré a mi manera. Con mis métodos. Y buscando aliviar el dolor del mundo tal como yo lo estime conveniente. —Gabriel contestó:
—Estás en tu derecho. Pero tu sitio seguirá esperándote. Cuando quieras volver.
—Bueno es saberlo, Gabriel.

Ambos nos saludamos. Gabriel desapareció.

Ivy yo yo aparecimos de nuevo en su casa. Ella se acercó a mí. Puso sus manos sobre mi rostro, y me dio un beso en la mejilla. Yo sonreí.

—Ese es un beso de paz —aseguré.
—Ese es un beso de amistad —contestó Ivy— Y un beso de agradecimiento. Has salvado mi alma. Y nunca, nunca, lo podré olvidar.
—Era mi misión.
—Pero casi desapareces por ello.
—Hubiese merecido la pena. Tú te habrías salvado igualmente. Ya te dije que Malphas nunca habría podido tomar tu alma por sí mismo.
—Pero te has salvado, que es lo que me importa.

Se hizo un silencio entre ambos, que yo rompí.

—Hay algo que sigue sin quedarme claro, Ivy.
—¿Y qué es?
—Ese poder inmenso que se te ha concedido. Es increíblemente poderoso. Muchos siglos atrás hay que viajar en el tiempo para ver a un mortal con un poder así.
—Lo sé —contestó Ivy insegura—. Es posible que nunca más haga uso de ese poder. Y es posible que lo use alguna otra vez. No lo sé. Aunque sospecho que, ahora que he visto lo que he visto, y que se me ha dado este poder, mi vida habrá cambiado para siempre.
—Puedes estar segura de ello, Ivy.

Ella sonrió. Me abrazó, y luego me dijo:

—¿Volveremos a vernos?
—No lo sé. Yo ahora he de abrirme camino solo. Sin ayudas de unos, o de otros. No tendré a nadie para apoyarme en mi nueva lucha por la humanidad.
—Me tendrás a mí. Llámame. Y, donde quiera que esté, te buscaré.

Asentí sonriente. Y desaparecí.

No he vuelto a ver a Ivy desde entonces. Aunque he oído que ha decidido usar su poder. Y sus historias son, cuando menos, increíbles. Historias de lucha, de poder, contra las huestes del infierno. Una lucha increíble, que la pone a prueba a ella, y pone a prueba al mismo infierno.

Pero eso, como suele decirse, es otra historia. Que algún día contaré.

Texto disponible en Lektu.

Autor: Fenrir

Amateur writer, I like aviation, movies, beer, and a good talk about anything that concerns the human being. Current status: Deceased.

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