Siempre he sido un amante de la cultura griega. Estudié griego clásico, leí la Iliada y la Odisea con quince años, y me enamoré de ese antiguo mundo que es la cuna de la civilización occidental en muchos aspectos (también de la diosa Atenea, todo hay que decirlo). Además de tener razones sentimentales y afectivas en mi interés por la cultura helénica, y al hecho de que estuve a punto de perder la vida en la isla de Hydra.
Creo que la divina Atenea decidió que no había llegado mi hora, porque todavía no me explico cómo salí indemne de aquello. Acabé vestido de capitán de la marina mercante en un barco griego (por supuesto jamás he sido capitán de ningún barco) por circunstancias curiosas y hasta divertidas que algún día explicaré. Trabé amistad con algunos griegos, especialmente con un matrimonio con el que mantuve una amistad, y que me introdujeron en la cultura griega como no es posible como simple turista. Todo ello hizo que para mí Grecia se convirtiera en un paraíso maravilloso y un segundo hogar. Por cierto, el vino griego es magnífico.
Debido a estas circunstancias, he estado escribiendo un texto que tiene relación con Grecia y que actualmente está en fase de revisión, pero que se desarrolla en el año 480 antes de Cristo, y, para ser más precisos, antes y durante la batalla de Salamina, que enfrentó a griegos y persas en lo que se conoce como Guerras Médicas (los griegos llamaban “medos” a los persas). El emperador del Imperio Aqueménida, Jerjes I, quería acabar lo que comenzó su padre, Darío II, y conquistar las polis griegas, para someterlas a su mando. Los griegos lucharon en la famosa batalla de las Termópilas (la de la película “300”, que por cierto eran bastante más de 300), y allí contuvieron a los persas durante tres días, luego estos entraron en Atenas y la arrasaron. La batalla definitiva ese año se libró en la isla de Salamina, donde los trirremes griegos, en mucha menor cantidad que los persas, infligieron una importante derrota a Jerjes I. La posterior batalla de Platea, en el año 479 antes de Cristo, terminó la contienda entre ambos pueblos (aunque los griegos eran un conjunto de pueblos diversos, pero ese es otro tema).
Como entusiasta de la historia antigua he procurado leer lo habitual; las batallas, los hechos importantes, etc. Pero un aspecto importante de cualquier pueblo y cualquier cultura es lo que Unamuno llamaba la “intrahistoria”: la historia de aquellas gentes que no pasaron a la historia, pero que eran realmente los protagonistas de la época. La gente común que vivía sus vidas en aquellas circunstancias. Para este trabajo concreto, concretamente el desarrollo de «Las entrañas de Nidavellir II: Promakhos», necesitaba estudiar ciertos aspectos de la vida de las mujeres y las relaciones prematrimoniales y matrimoniales de lo que se conoce como “el siglo de Pericles” de Grecia, que más o menos suele comprender parte o todo el siglo V a.c. según el historiador y el método de datación.
La razón de esta digamos “investigación” residía en el trabajo que reviso, y que contiene dos relaciones entre dos hombres rondando la treintena, con dos mujeres jóvenes, una de dieciocho años, otra de dieciséis. Naturalmente, según los parámetros de esta época (principios del siglo XXI) eso es escandaloso. Pero no lo olvidemos: Antonio Machado, el insigne poeta, se casó con treinta años con una joven de quince. Es decir, y como enseguida podemos averiguar si nos introducimos en la historia de las costumbres matrimoniales, el matrimonio de hombres relativamente maduros con jóvenes menores de edad era habitual hasta hace relativamente poco (y lo sigue siendo hoy día en varios países y culturas).
Mi abuela por parte de madre, sin ir más lejos, fue obligada a casarse con un hombre bastante mayor que ella, aunque luego ella tuvo su buen amante, y de hecho mi madre y sus hermanos son todos de aquel segundo hombre, ninguno del padre legal. ¡Qué escándalo! Pero mi abuela ya lo advirtió: si la obligaban a casarse, ella se vería obligada a hacer lo que hizo, que no era otra cosa que estar con quien deseaba estar. Una abuela moderna que se dice. Estamos hablando de hechos que se remontan a la primera década del siglo XX por supuesto.
La verdad es que, ante mi preocupación sobre este texto ambientado en la grecia clásica, me he querido informar con todo detalle de la vida de las mujeres en aquella época. Y, lo que sospechaba, se ha confirmado: en realidad, todavía estoy siendo magnánimo en mi texto. Estas dos jóvenes que describo al fin y al cabo están con quien quieren estar, son bien tratadas y mejor cuidadas, muy queridas y estimadas en ambos casos. La verdad de la gran mayoría de jóvenes griegas era, cuando menos, temible. Se llegaba a un acuerdo prematrimonial con dote, y conocían a su pareja el día de la boda. El hombre solía doblarles la edad, y las veía como máquinas de tener hijos para la herencia, que por supuesto era siempre masculina. No tenían derechos, y sí muchísimas obligaciones. Y eran consideradas como seres inferiores, y tratadas como tales. Incluso tenían una canción de despedida del hogar, con un texto que demuestra lo horrible que era ese trauma para ellas. ¿El matrimonio, día más feliz de la vida? No para ellas.
¿Les suena? Seguro que sí. En Occidente hemos vivido esas costumbres hasta hace poco. Y muchos países en la actualidad siguen todavía esas costumbres arcaicas y que siempre, indefectiblemente, sufren las mujeres. Pero este “Occidente moderno” del que nos sentimos orgullosos no puede presumir de nada. Por ejemplo, la idea arraigada de que en una violación la culpa es de la mujer “porque va provocando” es algo extremadamente extendido todavía. Es decir, una mujer, por el hecho de parecer atractiva, o por el hecho de llevar cierta ropa, parece ser la responsable de que se la pueda violentar de forma brutal. ¿Qué nos dice eso?
Efectivamente, nos manda un mensaje muy claro: no estamos tan lejos de aquellas costumbres de la grecia clásica. Seguimos siendo y tratando a la mujer sin el respeto y la consideración que se merecen. Ejemplos podemos verlos prácticamente todos los días. Casos sangrantes, nunca mejor dicho, que demuestran que esta sociedad todavía tiene un largo camino que recorrer en pos de la igualdad entre hombre y mujer.
La conclusión parece clara. Han pasado 26 siglos, y aquí estamos, con los mismos comportamientos sexistas, que pueden haber mejorado en ciertos aspectos, afortunadamente. Pero con una advertencia: son muchos los que siguen convencidos de que hay que someter a la mujer, con ideas como que sus cualidades psicológicas y de aprendizaje son menores, o simplemente, que ha de ser sometida al hombre “porque es la voluntad de algún dios”.
Visto lo visto, voy a dejar el texto como está, dejando claro que toda época, pasada y presente, ha representado para la mujer una enorme cantidad de problemas que ha debido y debe superar en cada etapa de su vida. Como hombre, no me siento satisfecho de pertenecer al grupo de los que oprimen. Como ser humano, intento, e intentaré, denunciar esta situación, y procurar que la mujer sea tratada simplemente como debe ser: como un ser humano, sin importar su condición. Existen centenares de casos de abusos cada año en occidente, y en algunos países las cifras se cuentan por miles. Pero lo peor es la indiferencia de la sociedad ante estos hechos. Eso es lo primero que debemos cambiar: una educación de verdadera igualdad entre sexos. Porque, si no empezamos la casa por los cimientos, nunca terminaremos de construir un mundo mejor para todos, que es, al fin y al cabo, lo que queremos.
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