El mundo de la literatura se nutre de personajes. Y esos personajes tienen un origen, un nacimiento, una identidad. ¿Cuántas veces son producto de seres humanos reales, de carne y hueso, convenientemente modelados por la pluma de escritor? Esa es una idea que siempre me atenaza, y me maravilla.
La posibilidad de inmortalizar a un ser humano en un papel, dándole nuestro toque personal, como el pintor inmortaliza a alguien con su lienzo y sus pinturas. ¿Quién crea a quién, y cómo se transfigura un individuo en personaje inmortal?

Estaba un día de esta semana en mi cafetería favorita, a donde suelo ir a primera hora de la mañana a tomar ese café sin el cual el universo nunca termina de definirse, cuando me senté en mi mesa favorita, y abrí mi portátil para comenzar mis elucubraciones diarias. No había nadie, excepto una de las camareras, una joven de veintitantos.
La tenía delante de mí en la barra, y hablaba por teléfono. No me interesaba lo que decía, pero estando solo, y con esa voz fuerte y dura que tiene, era imposible no darse cuenta de que estaba dando instrucciones precisas y directas a alguien de que hiciera algo, y lo hiciera ya, o podría enfadarse, y se producirían cataclismos de distinta intensidad. Supongo que alguien, al otro lado del teléfono, debió decir algo parecido a ¡a sus órdenes mi general! y colgó.
Luego me miró, y me dio el típico saludo: «¡hola! ¿Lo de siempre?» Yo sonreí y confirmé su pregunta. Luego, le comenté: «te pareces a uno de los personajes de mis libros». Ella se quedó quieta, pensativa y confusa, sin saber muy bien cómo reaccionar. Luego sonrió, y dijo «¿Ah sí? ¡Qué chulo!» (o qué guay, no lo recuerdo exactamente). Sonrió mientras la idea la dejaba confundida, pero halagada. La sola idea de que alguien como ella, o incluso ella, se pudiera traspapelar en una novela, sin duda le pareció una sorpresa muy interesante.
Lo cierto es que ella me recuerda en el carácter a una antigua amiga de hace años, que en un momento difícil de mi vida me sacó a patadas del agujero mental en el que me había refugiado, y me ayudó a reconectar de nuevo con el mundo. Dábamos grandes paseos por la playa, hablando de mil cosas, y no se le podía decir que no a aquellas salidas, porque me amenazaba con retorcerme el brazo hasta convertirlo en una corbata para mi cuello. Sin duda le debo mucho a aquella persona, a la que le estaré eternamente agradecido. Ella inspiró el personaje de Helen Parker, la protagonista de la trilogía de «La leyenda de Darwan», que volverá a aparecer en el Libro XIII.

Muchas veces, en el mundo de la literatura, suele hacerse una broma, he visto incluso camisetas estampadas con la frase, que dice «ten cuidado, o acabarás en una de mis novelas» o frases parecidas. Y es cierto. ¿Hasta qué punto las personas que conocemos influyen en nuestros personajes? ¿Hasta qué punto nos inspiramos para crear personajes basados en quienes han sido una influencia importante en nuestra vida? ¿Cómo reaccionan esas personas al saber que han sido introducidas en un libro? ¿Es consciente o inconsciente el introducir personas reales en nuestras novelas?
Son las personas que han influido de forma importante en nuestras vidas, de una forma u otra, las que nos llevan a convertirlas en personajes, muchas veces sin que nos demos cuenta. Repasando hace un tiempo el texto de «Las entrañas de Nidavellir», por ejemplo, y después de casi 400 páginas, me di cuenta, solo al leer la novela para dejarla lista, que el personaje de Yvette estaba claramente influenciado en mi exmujer. Sin embargo, cuando describí y di forma al personaje, no era consciente de ello. ¿Es el personaje el que ha inspirado la relación con la persona real? ¿O es la persona real la que ha inspirado el personaje? Yo soy, claramente y sin ninguna duda, partidario de la segunda opción.
¿Y cómo reaccionan las personas al saber que han sido metidas, en cierto modo, en un libro? En este caso concreto, lo sé perfectamente, sin necesidad de conocer su opinión. Ella nunca leerá esto por supuesto, pero en una situación hipotética, diría que no le gusta, pero, por dentro, se sentiría halagada. ¿Por qué?
Porque somos seres humanos. Y nos halaga, como seres humanos orgullosos que somos, formar parte de una obra, incluso aunque esa obra sea anónima y sin trascendencia, e incluso aunque esa persona sea alguien del pasado. Pero el solo hecho de saber que estamos ahí, de alguna forma, convertidos en pensamientos literarios, nos da un sentido de eternidad, de que hemos trascendido la mortalidad que nos envuelve, y la mediocridad de la vida.
Formamos parte de una historia, de una ficción, que nos hace reales, más allá de la realidad triste y sin sentido de la vida. La literatura da un sentido cósmico a nuestras vidas, una sensación de trascendencia que necesitamos sentir, para no sentirnos solos y perdidos en el mundo. Saber, por lo tanto, que, de un modo u otro, formamos parte de una novela, nos alivia de esa sensación de inmediatez, de esa sensación de vacío que la vida nos ofrece tantas veces. Leer nos hace eternos. Ser parte de una ficción nos hace inmortales.
Todos los personajes que creamos tienen algo de nosotros, eso es algo que sabemos bien cuando escribimos una obra literaria. Es normal, porque los personajes son, al fin y al cabo, extensiones, brazos, caminos de diferentes aspectos de nuestra personalidad, de nuestros miedos, de nuestros anhelos, de nuestros sueños y pesadillas.
Pero con eso no basta; tenemos que acudir a otras personas, a otros individuos, que han modelado nuestras vidas de una forma u otra, y usar ese molde para crear personajes literarios, que se inspiran, claramente, en personas reales. Llega un punto en el que persona y personaje forman un todo, y sumados, contienen la semilla de nuestros pensamientos hacia esa persona, hacia ese ser real que ha sido la semilla de un personaje literario.
Y es entonces cuando comprendemos que necesitamos de nuestro pasado para construir nuestras futuras obras literarias. Todo el dolor, todo el sufrimiento, toda aquella frustración y anhelos perdidos en el pasado durante nuestras vidas, son el caldo de cultivo en el que preparamos nuestra próxima novela. Por eso, los pasados tormentosos y de dolor son sin duda un motivo de sufrimiento, pero también el camino para escribir novelas profundas, llenas de vida, y de personajes auténticos. Tan auténticos como nuestras vidas.
Y ese es, sin duda, el camino para escribir una novela que trascienda el tiempo. Sin ninguna duda, todo ese dolor, todo ese camino, habrá merecido la pena.
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