Vivimos un mundo de rapidez e inmediatez. El mundo parece haberse puesto de acuerdo en que se ha de consumir todo tipo de productos, sean alimentos, ideas, y actividades, de una forma rápida y constante. La noticia que tiene veinticuatro horas es antigua. La que tiene una semana es historia. La que tiene un mes, es prehistoria. Rápido, rápido, la nueva tendencia, la última idea absurda, la última película o libro, que son superados por veinte películas o libros a la semana siguiente.
Las novedades literarias en papel tienen una vida de quince días. Los nuevos temas musicales duran un mes como máximo. La gran idea que cambiará el mundo y con la que abren todos los periódicos es obsoleta en una semana. Cualquier artículo de un blog dura entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas como referente. Luego pasa al cajón del olvido para siempre. Muchos son los que ven películas o escuchan podcasts a velocidades superiores para poder ver más contenido en menos tiempo. Los individuos son viejos a los treinta y cinco años, y a los cincuenta son dinosaurios. La civilización actual vive en un presente continuo, donde el pasado no solo no importa; se desprecia constantemente por antiguo y obsoleto.

Y, mientras tanto, en un mundo con tantas prisas para llegar a ningún lado, existe un mundo de gentes que trabajan con ahínco, en proyectos que duran meses, años. Incluso décadas. Como el aprendizaje y dominio de un instrumento musical. O como la conquista del espacio, una tarea que no admite prisas, y que muchos jóvenes no están dispuestos a aceptar, porque conlleva un sacrificio de esfuerzo y constancia que se ha perdido irremisiblemente. Y eso lleva a que haya personas que no creen que el ser humano pudiera llegar a la Luna, ya que hoy es imposible llegar con los medios actuales. Esas personas ignoran que hace cuatro mil años, otros seres humanos construyeron pirámides gigantescas, construcciones que luego fueron imposibles para las nuevas civilizaciones que llegaron posteriormente.
El ser humano tiene una tendencia innata a pensar que su civilización es la mejor. Que su sociedad es mejor. Que vive la cumbre de la historia. Que su lengua y su cultura serán eternas. Que todo lo que quedó atrás es inferior, por el mero hecho de situarse en el pasado. Esas personas ignoran los grandes logros de individuos increíbles e irrepetibles, que nos dieron enseñanzas y conocimientos que perduran a lo largo de los siglos, porque son conocimientos que construyen nuevas sociedades y civilizaciones. Hombres y mujeres como Newton, o Hipatia, que fueron determinantes para dirigir el rumbo de las sociedades en las que vivieron.
En el momento de escribir estas líneas el ser humano no tiene forma de viajar al espacio. Los únicos vehículos disponibles actualmente, los cohetes rusos Soyuz, han sido puestos en investigación para detectar el origen de un fallo que se ha producido en uno de ellos. Parece ser que uno de los «boosters», los cohetes de combustible sólido laterales de la primera etapa, falló. Pero ese es el aspecto mecánico, de ingeniería. Cuando escuchaba la noticia, tuve esa sensación de que, como sociedad, creemos que estamos en la cumbre, cuando estamos descendiendo paulatinamente a un nuevo caos. Otras civilizaciones no lo notaron, no se dieron cuenta, orgullosas de su estatus y de su poder. Porque las caídas más grandes comienzan con un pequeño desequilibrio. Son pequeños mensajes que lanzan las sociedades, indicando que han llegado al fin de su etapa. Que todo tiene un final.
¿Le sorprende? ¿Siente incredulidad? Vamos a verlo. La civilización sumeria se creía la última y más grande. Los fenicios se creyeron comerciantes intemporales. Los cartagineses pensaron que sus barcos nunca tendrían fin controlando los mares. Los griegos imaginaron su filosofía y sus pensadores para toda la eternidad. Los romanos nunca creyeron que su imperio caería. Los españoles creyeron que su imperio donde no se ponía el Sol sería eterno. Los británicos aún creen ser un imperio. Y así, civilización tras civilización, una tras otra, todas han creído ser las últimas, las mejores, las más grandes. Y todas esas culturas, y esas lenguas, están ahora extintas. El latín, o el griego, eran lenguas que tenían el papel del inglés actual. Ambas lenguas han desaparecido. Por supuesto, el griego actual solo tiene ese nombre; un griego actual y uno del siglo V a.C. no se entenderían más que en algunas palabras sueltas.
Todas esas antiguas civilizaciones, otrora poderosas y grandes, se encuentran esparcidas por los suelos. Sus cenizas son los restos de su orgullo. Y sus libros ardieron y desaparecieron. Sus dioses yacen olvidados, y sus templos son piedras en el camino. Sus sueños de grandeza se encuentran hundidos en los restos de sus barcos y sus ciudades, convertidas en curiosidades arqueológicas de estudio.
¿De verdad alguien cree que esta civilización que vivimos actualmente va a ser distinta? ¿Por qué? ¿Porque tenemos computadoras? ¿Porque tenemos Internet? ¿Porque tenemos aviones? Otras civilizaciones también crearon grandes logros tecnológicos y de pensamiento, y son ahora unas páginas en los libros de historia. Entonces, ¿qué futuro le queda a nuestra civilización?

Tenemos que entender que todo en el universo funciona por ciclos. La vida en la Tierra fue inmortal al principio, y aquello fue un desastre. La vida se adaptó, y apareció la muerte como herramienta fundamental de desarrollo de las especies. La muerte del individuo asegura que la especie pueda tener una oportunidad de evolucionar, de adaptarse al medio cambiante. Las civilizaciones no son tan distintas. Aquellas antiguas civilizaciones habían llegado a la cumbre de sus posibilidades. Un ingeniero romano del siglo I d.C. dijo: «el ser humano ha inventado ya todo lo que podía inventarse». Desde la perspectiva de ese hombre, la civilización había llegado a la cumbre. Y, cuando una civilización cree que ha llegado a la cumbre, cuando considera que es el límite de lo posible, es cuando se da la señal más clara de que esa civilización comienza a caer, a desmoronarse, y a convertirse en un nuevo capítulo para los libros de historia.
Alguien podría pensar que este es un texto catastrofista. No lo es. Es un texto que advierte y señala una realidad tozuda y constante: nada es eterno, y nuestro tiempo tampoco lo es. ¿Significa eso el fin de la especie humana como tal? Claro que no, en absoluto. Hay que huir de esas ideas catastrofistas del fin de la Tierra y del ser humano. Algunas de esas ideas, como que un asteroide pueda caer en la Tierra, son ciertas. Podría caer. Pero mientras tanto, la Tierra y el ser humano seguirán adelante. No eternamente por supuesto; también la especie humana tiene un final, pero han caído muchas civilizaciones en el pasado, y luego se han levantado otras. La nuestra no es sino una más de las que han pasado, y de las que están por venir.
Reconozco que toda esa prisa actual me marea. Yo prefiero sentarme en una terraza de un bar frente al mar, y dejarme llevar toda la tarde por las páginas de un buen libro, por el viento de la costa, y por el suave sonido del mar. Sin hacer absolutamente nada, excepto leer unas páginas, y contemplar el vaivén de las olas. A la gente pasando por el paseo marítimo, y los barcos meciéndose suavemente. Este mundo ya no es el mío. Nunca lo fue en realidad. Pero ahora lo es menos.
Yo me contento con escribir en este blog, sabiendo que estas entradas no tendrán su espacio en la redes, y quedarán para la historia, porque ni son emocionantes, ni cuentan con relatos vibrantes, ni hablan de temas que interesen a la gran mayoría de jóvenes. Pero puede que alguien se sienta identificado. Y decida, contra todo pronóstico, cambiar sus planes. Dejar de lado esa carrera meteórica hacia la nada que vivimos cada día, tomar un libro en la mano, y marchar a leerlo a algún lugar tranquilo. Entonces, ciertamente este texto habrá cumplido su propósito; habrá tenido sentido, y habrá merecido la pena escribirlo.
Vamos a vivir la vida menos intensamente. Vamos a leer el pasado, y a entender que, antes que nosotros, hubo otras civilizaciones, y otros mundos, que fueron grandes y majestuosos. Y que no tienen nada que envidiarnos. Vamos a vivir en una civilización que no será eterna, es cierto; pero una civilización que dará paso a una nueva. Será mejor en ciertos aspectos. No tanto en otros. Pero será nueva. Con nuevas mentes, y nuevas ideas. Abrirá nuevas oportunidades. Nuevos caminos. Nuevas fronteras.
Y, solo por eso, esa civilización habrá merecido la pena.
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