Una buena chica

A partir del viernes 17 de septiembre, y durante unos días, «Operación Folkvangr» estará disponible gratis en Amazon.

Tras haber terminado la trilogía de “La leyenda de Darwan”, me llevé una grata sorpresa al ver que los tres libros se habían colocado en las tres primeras posiciones en categoría absoluta de la red literaria “Entreescritores”, donde los libros estuvieron disponibles durante un año.

De hecho la saga existe gracias al apoyo de aquellos lectores. Algunos comentarios pueden leerse todavía sobre el primer libro de La leyenda de Darwan, que aún se encuentra en la web.

Eso me animó a escribir una precuela, con un carácter muy distinto. Ambientado solo unas décadas después de la actualidad, y con un fuerte tono de novela negra y de espionaje, “Operación Folkvangr” explica el origen de los sucesos, y varios de los personajes, que luego se pueden encontrar en la trilogía.

En esta escena, titulada «Una buena chica», Sandra se encuentra en un apartado hotel, con el que acaba de pasar la noche. Ella está actuando de intermediaria, desviando armas portátiles inteligentes del ejército para la venta en el mercado negro…

Una buena chica.

Sandra se levantó de la cama. Se acercó al espejo, y se sentó delante del tocador para peinarse. Estaba desnuda, y su rostro y pecho se reflejaban en el cristal, justo a la vista de Arthur Stevenson, uno de los más reputados traficantes de armas del país. Ella le había conseguido armamento militar durante el último año.

Armamento limpio, muy moderno, sin sistemas de seguimiento, sin trucos, que desviaba de diversas partidas desde las empresas fabricantes a los destinos finales en el ejército. Una parte de esas armas nunca llegaban a su destino. Sandra modificaba los albaranes de entrega, y el emisor de las armas cobraba un buen sueldo extra por mantener el silencio.

—Eres increíble – dijo Arthur. – Eres demasiado perfecta para ser real. Demasiado bella. Demasiado inteligente.

—Me parece que no estás aquí conmigo ahora por mi inteligencia y por mi cerebro – afirmó Sandra. – Creo que es otra zona de mí la que te motiva.

—No, nena, no digas eso. Me gustan las mujeres inteligentes. Y tú lo eres. Y contigo he hecho los mejores negocios. ¿Qué más se puede pedir?

—¿Que pienses en mí para algo más que para esto? Yo no hago esto sólo por dinero, Arthur. Lo hago porque te quiero. Y, francamente, estoy cansada de repetírtelo.

—Vamos, sabes que estoy casado. Y tengo una imagen que mantener. Como fiscal del distrito, mi imagen ha de ser intachable. Esto de las armas, además, es… un pasatiempo. Me permite ganar algo de dinero para algunos caprichos.

Sandra se giró de la silla, y le miró unos instantes antes de contestar.

—Creo que esto es para algo más que para unos caprichos, Arthur ¿no crees? Son unos beneficios que se acercan a las ocho cifras al año. Personalmente me parece que se puede considerar algo más que un pasatiempo.

—Lo que más me duele es saber que te acuestas con el imbécil ese, ese tal Forrester. Tendría que ser suficiente para él la maleta que le damos mensualmente.  – Sandra sonrió.

—Son negocios, Arthur. Él lo dejó muy claro: quería la maleta, pero conmigo como suplemento. Además, sin ese suplemento, comprar a Forrester nos hubiese costado mucho más. Él es feliz, y tú tienes las armas. Yo me llevo mi comisión, que me va a permitir retirarme en poco tiempo si todo sigue así. Todos contentos. – Arthur agarró un jarrón de la mesa del motel, y lo lanzó contra la pared. El jarrón se rompió en pedazos.

—¡Yo no estoy para nada contento! —gritó mientras se levantaba. —No quiero compartirte con nadie. ¡Tú eres mía!

Sandra se levantó y le reprochó mientras le señalaba con el dedo:

—¿Y tú qué, Arthur? ¿Tengo que seguir aguantando tus constantes arrebatos de furia? Cada día estás peor. ¿Sigues consumiendo aquella basura? Te está matando ¿entiendes? ¡Matando! —Sandra se acercó a él poco a poco, y le abrazó mientras le sonreía.

—Venga, tonto, no te pongas celoso —dijo Sandra con voz suave—. Tú sabes que lo de Forrester son negocios. Pero lo nuestro es real. Yo te quiero ¿te enteras? Ya te lo he dicho: no hago esto sólo por dinero. Lo hago por ti. – Arthur sonrió.

—¿Lo dices de verdad, nena? ¿De verdad? Estoy tan deprimido… —Sandra le sonrió, le miró a los ojos, y le respondió:

—Pues claro que sí, tonto. Hacemos negocios con ese tipo, nos llevamos un dinero, y tú yo lo pasamos bien. ¿Por qué estás triste? – De pronto, sonó una señal en el receptor de mensajes integrado de Arthur. Era una llamada. Sandra comenzó a vestirse. Arthur comenzó a parecer nervioso. Muy nervioso.

—Está bien —dijo—. voy para allá enseguida.

—¿Qué ocurre, cariño? —preguntó Sandra mientras se terminaba de vestir.

—Las armas. Las armas que hemos vendido este mes pasado.

—¿Los fusiles nuevos de combate? ¿Esos que incorporan una computadora cuántica para el control de tiro guiado?

—Así es. Hubo un ataque de agentes federales. Nuestra gente portaba esas armas. Las habíamos comprado para nuestro propio personal de seguridad ¿recuerdas?

—Claro, por eso conseguimos esos nuevos modelos mejorados.

—Doscientos cincuenta hombres armados con esas armas. Hasta diez minutos antes, funcionaban perfectamente.

—Naturalmente – dijo Sandra. —Yo las probé una a una. Y tú también. Todas funcionaban perfectamente.

—¡Pues ya no!

—¿Ya no?

—¡No! Cuando los agentes federales entraron, las armas… Las armas…

—¿Las armas qué? ¿Quieres tranquilizarte y explicarte?

—¡Las armas se negaron a disparar contra los agentes! —Sandra abrió los ojos como platos con cara de asombro.

—¿Qué? ¿Te has vuelto loco? ¿Cómo va a negarse un arma a disparar?

—¡Son esas malditas computadoras cuánticas! ¡Estaban programadas para dejar de disparar cuando les llegase una orden cifrada especial! Alguien modificó la programación.

—¡Pero eso es imposible! —exclamó Sandra—. Las computadoras cuánticas de las armas no se pueden reprogramar una vez instaladas. Se requiere de un equipo especial cifrado. Y nosotros probamos las armas. Todas las armas. ¡Y funcionaban perfectamente! —Arthur calló unos instantes.

—Sí, nena. Funcionaban perfectamente. Y no se pueden modificar.

—¿Entonces? —Arthur se mantuvo pensativo unos instantes. Luego, miró a Sandra.

—Tú probaste todas las armas. Yo te dije que probaras algunas. Pero estuviste probando todas las armas. Sin excepción.

—Naturalmente. Soy una profesional. No dejo nada al azar.

—¿Por qué, Sandra?

—¡Ya te lo he dicho! ¡No dejo nada al azar! —Arthur la agarró por los brazos.

—Funcionaban bien a la salida de la fábrica de armamento. Entonces verificamos que la programación no había sido alterada. Nadie las tocó. Sólo yo hice algunas pruebas. Pero luego tú las probaste todas. Todas las que han sido usadas. Y ya no hubo más verificaciones del software. Así pues, las reprogramaste tú. ¿Verdad? ¿Te aliaste con ese imbécil de Forrester para tenderme una trampa? ¿Cuánto te paga, zorra? ¿Cuánto te paga?

Arthur agarró fuertemente a Sandra. Luego le dio una fuerte bofetada. Y luego otra.  Y otra. Sandra comenzó a sangrar ligeramente por la comisura de la boca. Finalmente, la empujó contra la cama.

—Está bien —dijo Sandra—. Sí. Fui yo.

—Era evidente – dijo Arthur con furia—. Debías de transportar algún equipo en miniatura, y reprogramaste las computadoras cuánticas de las armas. —Sandra se levantó de la cama, y miró fijamente a Arthur.

—No, cariño. No usé nada para reprogramarlas. Ese equipo que dices que llevaba… Soy yo.

—¿Tú? ¿Quieres hacer chistes ahora? No es el momento, te lo advierto. Te abriré la cabeza a golpes si no me dices la verdad. ¡Habla!

—La verdad… Es que soy un androide. —Arthur rió sonoramente.

—¿Un androide? ¿Tú? ¡Estúpida embustera! ¡Es lo más absurdo que he escuchado en mi vida! ¡No existen androides como tú! —Sandra se quedó quieta. Levantó su brazo derecho, y de él surgió un pequeño dron. Era un dron de combate. Equipado con varios tipos de sensores, y una potente arma láser.

—Me temo que estás un poco desfasado en lo que concierne a tecnologías, cariño —dijo el dron mientras se le acercaba. Arthur se quedó quieto. De pronto, se giró para ir a buscar su arma. Pero el dron le disparó un dardo con un sedante. Arthur se quedó quieto un instante, y luego cayó sobre la cama. Sandra lo miró unos instantes. Su mirada era dura. Y fría.

—Es demasiado fácil —dijo finalmente. Luego, hizo una llamada.

—Hola, Héctor. Soy yo, sí. Señal de comunicación cifrada y verificada. Todo según lo previsto. Tengo el paquete. Lo dejo aquí. Daré aviso anónimo a la policía. Dejaré todas las pruebas en la base de datos del ejército. Sí, sí, por supuesto, todo rastro mío será eliminado. De acuerdo. ¿Nueva misión? ¿Qué dices? ¿Pavlov? Vasyl Pavlov. De acuerdo. Iré para allá mañana y contactaré con él. Espero tus instrucciones. Adiós, Héctor. De acuerdo. Adiós.

Autor: Fenrir

Amateur writer, I like aviation, movies, beer, and a good talk about anything that concerns the human being. Current status: Deceased.

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