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«Sandra. Orígenes» es el relato que, cronológicamente, ve a Sandra en acción por primera vez. Ha sido raptada por un poderoso grupo de narcos de un cártel de la droga, y ha sido llevada en un camión, junto a otras mujeres y una niña, a un camino desconocido.
El destino de las mujeres: servir como esclavas sexuales de un grupo de combate que trabaja para el cártel, y que vuelve a la base de una misión, un lugar que está en medio de una selva perdida, en algún punto de Sudamérica.
Sandra está infiltrada con el fin de investigar la situación, pero tomará a su cargo a la niña, de solo doce años, y jurará protegerla contra cualquier situación que pueda ocurrirle, algo que está en clara oposición a las órdenes que ha recibido de sus superiores, que le han dejado claro que el destino de esas mujeres y de la niña no es una de las prioridades de la misión…
La zona oscura.
La puerta se abrió de golpe, y seis hombres entraron rápidamente donde habían dejado a las trece mujeres, armados con fusiles de asalto. Tras ellos, el mismo hombre del día anterior, el jefe de la guardia.
—¡Vamos! ¡Todas en pie! ¡Os concedo diez minutos para ir al lavabo y vestiros! ¡Si alguna falla, todas tendréis problemas!
Las trece mujeres se asearon como pudieron, y se vistieron rápidamente. Ana, la pequeña, no se despegaba mientras tanto de Sandra, que la ayudaba en todo momento. Las hicieron formar en una fila de dos, y salieron a un camino de tierra que se dirigía hacia el sureste. Los seis guardias controlaban a las mujeres en todo momento. Uno de ellos observó que la niña iba de la mano de Sandra. Se acercó y le dijo a esta:
—Suelta a la niña inmediatamente. —Sandra le reprendió:
—Es pequeña. Tiene miedo.
—No ha visto nada todavía. Haz lo que te digo, o tomaremos medidas contra ti, contra ella, y contra alguna otra al azar. Y no os gustará.
Sandra soltó a Ana, que la miró asustada. Sandra le hizo un gesto con la mano para que estuviese tranquila. Ambas siguieron caminando juntas.
Al cabo de diez minutos llegaron a un edificio que tenía un aspecto mucho más cuidado y moderno que la vieja casa en la que habían dormido. Entraron, y las llevaron a una sala subterránea, bajando unas escaleras, donde fueron formadas en línea.
—¡Venga, desnudaos todas! ¡Ya! —ordenó el jefe de la guardia. Unas se miraron a otras. Lentamente se fueron quitando la ropa, que quedó tendida en los pies. El guardia continuó:
—Muy bien. Ahora vendrá una inspección. No habléis, no os mováis, no parpadeéis, excepto si os lo ordenan, y no habrá que lamentar daños innecesarios.
La sala disponía de una puerta de gran tamaño, que se abrió inmediatamente. Por ella entró un hombre con un traje impecable, moreno, de unos treinta y tantos años, que iba escoltado por dos guardias.
Aquel hombre se acercó a un extremo de la fila, y comenzó a caminar lentamente, mirando una a una a las trece mujeres, sin mover el gesto y sin decir nada.
Cuando hubo terminado, se volvió al jefe de la guardia, el mismo hombre que el día anterior las había llevado hasta la vieja casa, y le preguntó:
—Janos, ¿es esto todo lo que puedes suministrarme? —Janos, que era el nombre del jefe de aquella guardia, replicó:
—Los controles de seguridad han aumentado. Algunos jefes de policía ya no colaboran como antes, y hemos sufrido incluso alguna detención. Además, algunas mujeres se han organizado para ir en grupo, con lo que dificultan las operaciones.
—No me vengas con historias, Janos. Esas excusas siempre han estado ahí. Y ahora dime, ¿es que no me he expresé con claridad con respecto al tipo de mujeres?
—No le entiendo, señor.
—Esta negra. —Aquel hombre se dirigió a Babila. La agarró del cabello, y tiró hacia atrás, con lo que Babila quedó mirando hacia arriba. Luego la empujó para arrodillarse en el suelo diciendo:
—Así está mejor. Los negros deben arrodillarse siempre ante un blanco. ¿No es cierto, negra? —Babila vio cómo aquel hombre la miraba directamente. Hizo un pequeño gesto afirmativo con la cabeza. El hombre trajeado sonrió. Luego la soltó.
—¿Lo ves, Janos? Hay que educarlas, y aprenden rápido si los estímulos son los correctos. ¿Qué le digo yo ahora al jefe de las escuadras de Helheim cuando vean que les suministramos como material a una negra? ¿Quieres que les diga que eres tú el responsable?
—Me encargaré de ella, señor —replicó el jefe de la guardia.
—No. Necesitamos urgentemente mano de obra. Se queda. Algunos tienen gustos muy raros, e incluso son capaces de acostarse con una negra sin vomitar. Pero si ocurre algo fuera de lo normal por culpa de la negra, te hago directamente responsable.
—Sí, señor —susurró el jefe de la guardia.
El hombre del traje dio unos pasos atrás. Miró de un lado al otro, y dijo:
—Muy bien. Esperamos la llegada de un grupo de hombres, que vienen de realizar una serie de operaciones por todo el mundo. Estos hombres llegan cansados y exhaustos. Han hecho un trabajo magnífico, y Rojas en persona quiere agradecerles el esfuerzo llevado a cabo. Vosotras os encargaréis de que su estancia aquí sea lo más grata posible. Eso incluye a la negra, si alguien está tan enfermo como para acostarse con ella claro. Aunque siempre podrá servir de diversión un rato antes de partirle el cuello, que es en todo caso lo que terminará pasando tarde o temprano. Y recordad: Obedeceréis todas y cada una de sus instrucciones y órdenes. Haréis lo que os pidan. Al momento. Y sin preguntar. Espero que os haya quedado claro.
El hombre del traje se acercó a Sandra. La miró de cerca un instante, y comentó:
—Esta pieza no está nada mal, tengo que confesarlo. Te eché el ojo cuando llegasteis. Con esta has hecho un buen trabajo, Janos. Por una vez tengo que reconocer que has acertado.
—Gracias, señor.
—No me lo agradezcas. El resto son en su mayor parte pura basura. Pero esta no está nada mal, tengo que confesarlo. —El hombre del traje se dirigió directamente a ella.
—¿Tienes nombre?
—Sandra. Sandra Kimmel.
—Muy bien. Veo que no quieres despistarnos con nombres falsos. Si hubieses intentado engañarme, habrías tenido problemas. Las que mienten no duran mucho aquí. Sabemos más de vosotras de lo que imagináis. Procuramos informarnos detalladamente sobre cada individuo que traemos aquí. Y, por cierto, a mí me llaman Octavio. Ya sabes, por lo del emperador. Eres estadounidense.
—Sí. —Octavio sonrió.
—Se dice “sí, señor”.
—Sí, señor.
—Muy bien, Sandra. Eso está mejor. Y unos hombres malos te trajeron aquí, ¿no es así?
—Fui a ver a mi madre. Señor. —Octavio puso cara de sorpresa.
—¿De verdad? Qué tierno. Fue a ver a su mamaíta, y mira dónde ha acabado. Tú vendrás conmigo. —Janos intervino:
—Pero señor, son para la escuadra de Helheim, tengo órdenes de… —Octavio le cortó:
—¿Órdenes de qué? Querías quedártela para ti antes de que venga el grupo de la escuadra de Helheim, ¿no es eso? Acuéstate con la negra si quieres, pero no olvides lavarte con lejía después, queremos unas instalaciones limpias. Pero esta se viene conmigo.
Octavio empujó levemente a Sandra, y le señaló con el dedo la puerta.
—Vístete, y vete afuera. Espérame ahí. —Luego se dirigió al resto, y les dijo:
—Escuchadme todas, y la negra también: ya podéis vestiros. Escuchad esto porque es importante para vuestro futuro. Tenéis que entender que aún podéis salir vivas de aquí. Si os portáis bien. No deis problemas, eso es todo lo que os pedimos. Las que sobrevivan y comprendan las reglas, las acaten, y las cumplan convenientemente, podréis vivir. Incluso con ciertas comodidades en algunos casos, y durante un tiempo. Luego seréis devueltas a vuestro lugar de origen, normalmente en seis meses, o un año. Alguna podría quedarse, si demuestra una verdadera fidelidad, y es eficaz para algún puesto. El resto, seréis eliminadas. Normalmente una cuarta parte de cada grupo no superan todo esto. Alguna vez he llegado a ver sobrevivir a la mitad del grupo durante los primeros tres meses. Yo espero que sobreviváis todas. Necesitamos mano de obra. Pero, en última instancia, dependerá de vosotras. Ahora os asignarán unas habitaciones individuales, donde tendréis algo de comida, agua, ropa, y un baño. Ahí esperaréis a que vengan los hombres de Helheim. Y recordad algo importante: ellos son dioses. Y vosotras les obedeceréis en todo lo que digan y os pidan. Sin preguntas. Y sin dudas. Pensad en ello. Ah, y una última cosa: está bien eso de que queráis escapar. Me decepcionaría que alguna de vosotras no lo intentara. Siempre hay algunas que lo intentan. Y sirven de ejemplo para las demás cuando fracasan. Así que ya veréis quién sirve de ejemplo en esta ocasión entre vosotras. Eso es todo. Pensadlo bien. Os va la vida en ello. Si os pasa algo, será vuestra única responsabilidad.
Octavio se volvió, y se dirigió a Sandra: —Vamos, acompáñame. Has despertado mi curiosidad. Entre otras cosas…
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