Este es un extracto del segundo relato de «La luz de Asynjur», titulado «La isla de las mil promesas», y ambientado a mediados del siglo XXVII, dentro del universo de la Saga Aesir-Vanir. Podemos encontrar a una princesa Skadi ya de quince años, que empieza a tomar conciencia del peso que deberá soportar en los años venideros.
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Nueva Zelanda. Mediados del siglo XXVII
El verano se ha hecho presente en el castillo de Helgi, y en todo el Reino del Sur. Las Dos Islas resplandecen por un verano que se anuncia propicio al descanso, al arte, y a la meditación. El cielo azul brilla bajo el manto de Odín, que protege a hombres, mujeres y cosechas, y el pueblo lo celebra con una fiesta grandiosa y maravillosa bajo la presencia del Monte Sagrado Aoraki.
El Sacerdote del templo, a la falda de la montaña, ha rogado a la diosa Atenea que la tierra sea propicia y provea de alimentos en abundancia, y la diosa ha respondido iluminando los prados y los campos, y haciendo que crezca la hierba, y brote la lluvia desde más allá del confín del mundo.
En el templo, y luego a las afueras del castillo, todos los habitantes han expresado con cánticos y alabanzas los beneplácitos de la diosa, por su dedicación y su amor por todos los habitantes de las Dos Islas. Incluso los reyes del Reino del Norte están presentes, y ríen y bailan con los reyes del Sur, al son de canciones que recuerdan viejas leyendas de las Crónicas de los Einherjar, que hablan de tiempos lejanos, cuando los propios hombres creyeron ser dioses, y hubo dolor y sufrimiento. Quedan atrás esos recuerdos, y ahora la luz brilla en las Dos Islas, parecería que para siempre.
Todos eran felices en la gran fiesta, en el patio del castillo. Todos, excepto una joven muchacha pelirroja de quince años, que se encontraba de brazos cruzados sentada en una esquina, cerca del portón principal. Se hallaba cabizbaja, con su arco al hombro, y los verdes ojos perdidos en la distancia. La reina Eyra, su madre, se acercó a ella sonriente, y le preguntó:
—¿Qué te pasa, Skadi? La gente ríe y disfruta. Las cosechas han sido generosas, los dioses nos sonríen, la divina Atenea nos ha hablado de un futuro en paz y armonía, y el Sol brilla en el cielo. ¿Qué más se le puede pedir a la vida?
—¿Que accedas a mis deseos, por ejemplo? —Preguntó la princesa todavía con los brazos cruzados, claramente malhumorada. La reina rió, y contestó:
—Eres imposible, cariño. Ya lo hemos hablado.
—Tengo quince años. Ya soy mayor para tomar mis propias decisiones.
—Claro, y para romperte la cabeza por esos mundos de los dioses.
—¡Tendré cuidado! —Exclamó Skadi.
—No se trata de eso, cielo. No quieres que te acompañe Anaximandro, que siempre te protege. No quieres que te acompañe nadie. Y tú no puedes ir sola por ahí, y menos tan lejos. Ir tú sola al sur, hasta el fiordo de Piopiotahi. ¡Qué locura!
—Anaximandro no puede seguir mi ritmo, y solo hace que protestar y quejarse, y en cada viaje no me deja ni dar un paso sin su consentimiento… Además, yo no quiero ir solamente a Piopiotahi, quiero explorar… —La reina miró a la joven princesa con el cejo fruncido:
—¿Qué quieres explorar, Skadi? Habla, que ya nos vamos conociendo… —Skadi no pudo reprimir una sonrisa, que su madre reconoció enseguida.
—Pues quiero explorar… la zona de la Isla del Sur, los lugares cercanos…Y…
—¿Y?… —Preguntó la reina. Skadi gritó:
—¡Rakiura! —Skadi rió, salió corriendo a través de los bailarines de la fiesta, y su madre fue detrás de ella, gritando su nombre. Pero la joven princesa casi volaba a sus quince años, y la reina llevaba un complicado traje de ceremonia que no le permitía prácticamente ni andar.
Al fin, Eyra gritó:
—¡Skadi! ¡Ven aquí! ¡Ven aquí ya! ¡Eres imposible! —Skadi hizo caso omiso del aviso de su madre, y siguió corriendo y dando saltos y volteretas con una agilidad que sorprendió a todos, que empezaron a aplaudir a la joven. De pronto, en uno de los saltos, Skadi se encontró frente a unos pies de lo que parecía un joven tumbado en un lado, y que llevaba la cabeza tapada por una manta, posiblemente por estar descansando. Skadi se acercó lentamente, levantó la manta, y vio unos ojos acusadores que la miraban seriamente. La joven princesa no pudo reprimir un grito del susto, y luego preguntó con curiosidad:
—¿Quién eres?
—Njord, hijo de Yngvi, de las tierras del estrecho del norte. Y tú eres evidentemente Skadi, la princesa cuyo arco es casi tan bueno como mi espada.
—Soy la mejor arquera del reino —aseguró Skadi orgullosa.
—¿De qué sirve un arco si no se sabe manejar la espada?
—Te puedo pinchar el trasero a tres kilómetros antes de que te acerques con tu tonta espada —rió Skadi, que salió de nuevo corriendo hacia su madre y antes de que Njord pudiera contestar nada.
Más tarde, al anochecer, al fuego de la lumbre de la cocina, y al resguardo de los cielos, Skadi preguntó a su madre:
—Madre, ¿conoces a los padres de ese tal Njord? —La reina sonrió, y contestó:
—Sí, por supuesto. Su familia ha sido siempre una fiel ayuda para el reino. Guardan las fronteras del norte, y tu padre siempre confía en ellos para cualquier necesidad. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada, madre —contestó Skadi pensativa. La reina Eyra sonrió. Ella sí sabía el porqué de aquella pregunta. Y se alegró de ello.
Sin embargo, no era eso lo que le preocupaba a Eyra. Se acercó a su hija, y acariciándole el largo pelo rojo, le preguntó:
—¿A qué viene esa obsesión por Rakiura?
—Madre, las cosas que me has contado sobre la isla, sobre ti, sobre mí… —Eyra rió.
—Claro, claro, las cosas que te he contado… Debería de haberme callado y no haberte dicho nada sobre la isla.
—Entonces aún habría tenido más curiosidad, madre. —La reina asintió, y contestó:
—Lo sé. Por eso le dije a tu padre que a una cabezota persuasiva como tú es imposible intentar ocultarle nada. Eso solo provoca más interés. Pero hija, has de entender una cosa; ya lo hablamos en el pasado; esa isla pertenece a los dioses. Sabes que tu padre tiene prohibido visitar esa isla.
—¿Por qué, madre? ¿Qué hay en la isla que obligue a padre a prohibirla? ¿Fue porque la visitaste una vez cuando yo era pequeña?
—En parte, sí. Pero no es solo eso; la isla se encuentra en los límites del Manto de Odín, la fuente de luz que envuelve a las Dos Islas, y que nos protege y cuida de tantos peligros. La diosa Atenea creó el manto para todos nosotros, y debemos permanecer siempre al cuidado de su Luz, y de la divina Atenea. Además… —Skadi frunció el ceño, y preguntó:
—¿Además qué, madre? Tú sabes algo que yo no sé. —Eyra sonrió, y miró con ojos brillantes a su hija.
—Tu padre y yo sabemos que eres una exploradora innata. También sabemos que eres lo más importante del mundo para nosotros, pero que no podemos cortar las alas al ave que llevas dentro. Si quieres visitar la isla, hazlo. Pero es importante que tengas en cuenta algo importante:
—¿El qué, madre?
—La isla es un lugar mágico. Poderoso. Lleno de leyendas y de historias de nuestros antepasados. Puede ser una fuente de sabiduría, o un lugar donde el corazón palidezca de temor y de angustia.
—Ahora me estás dando miedo, madre. —Eyra asintió:
—Un poco de miedo no es siempre malo, Skadi, al contrario. El miedo es muchas veces un aviso, como el dolor que sentiste cuando te rompiste el brazo cuando tenías nueve años. ¿Lo recuerdas? —Skadi suspiró.
—Cómo olvidarlo. Aún lo recuerdo como si fuese ayer. Y de eso hace seis años.
—En aquel tiempo te expliqué que el dolor es nuestro amigo, porque nos avisa de que algo va mal, y eso nos ayuda para encontrar una cura. El miedo hace algo parecido, pero con nuestras almas inmortales. Nos enseña que debemos ser precavidos ante los peligros que nos puedan acechar, y ante la incertidumbre de un futuro que siempre se mueve en tinieblas.
—¿Por qué, madre? —La reina tomó la mano de su hija Skadi, sonrió, y respondió:
—Porque, para crear un futuro mejor para todos, para crear un mundo más justo y donde el ser humano pueda vivir en paz, no debemos tener miedo. Pero para evitar ser arrogantes, y aún más, para evitar precipitarnos, unas gotas de prudencia y miedo son necesarias. Eso nos ayuda a prevenir errores. Debes ser precavida, hija mía, ante las más importantes decisiones.
—No lo entiendo, madre. Padre dice que no hay que tener miedo.
—Tu padre quiere mostrarse altivo. Pero él sabe, como yo, que la prudencia es la base de la vida. Verás, Skadi: cuando saltas al vacío, calculas la distancia. Si esa distancia es pequeña, saltas sin miedo. Si es grande, tu corazón te avisa de que puedes caer con el salto. El miedo te permite saltar, Skadi. Pero el miedo también te impide caer al vacío si la distancia es demasiado grande. Pero, ¿qué ocurre si tienes demasiado miedo?
—No lo sé, madre.
—Ocurre que, entonces, ni el más pequeño de los saltos es posible. Porque cualquier salto, por seguro que sea, encogerá tu corazón, y te impedirá moverte. Si no tienes miedo, saltarás al vacío sin pensar en las consecuencias. Yo quiero que tengas un poquito de miedo cuando tomes decisiones, Skadi. No mucho como para inmovilizarte y bloquearte, ni tampoco demasiado poco como para que des saltos demasiado grandes. En la isla de Rakiura aprenderás a regular tus miedos, tus temores, tus angustias. Y comprenderás por qué el pasado de nuestros antepasados fue un mundo sin miedo, y cuáles fueron las consecuencias de no tener miedo. El futuro debe ser medido y meditado con precaución y respeto. Si hemos de crear un mundo mejor para todos, solo lo conseguiremos con templanza, con racionalidad, y con precaución.
—Pero madre, padre dice que la valentía es el secreto del éxito.
—Lo que tu padre quiere decir es que, cuando el momento de saltar al vacío ha llegado, no debes temer, si has calculado el salto. El miedo nos ayuda a ser precavidos. Pero no debe obstaculizar nuestro salto. Las personas que viven sin miedo son imprudentes y alocadas. Las que viven con demasiado miedo son incapaces incluso de pensar y moverse. Debes buscar un equilibrio, Skadi. Un equilibrio entre la templanza y la locura. Solo así hallarás el camino para una vida en paz y armonía, y solo así un día podrás gobernar el Reino del Sur, con amor, y con sabiduría.
—Entonces, ¿puedo ir a Rakiura? —La reina la miró un instante, le guiñó un ojo, y respondió:
—Cabezota. Eres una cabezota.
—¡Madre!
—No escuchas nada de lo que digo. Solo piensas en la isla. Esta hija loca…
—Madre, sí que escucho. Y no vuelvas a llamarme cabezota. ¿Podré ir? —Eyra suspiró pesadamente.
—Naturalmente que irás. Tu padre y yo lo teníamos planeado hace bastante tiempo. —Skadi abrió los ojos en un claro gesto de sorpresa al oír eso.
—¿Ya lo teníais planeado? ¿Cómo…? —Eyra alzó la mano, y dijo:
—Hija, puede que estés casi tan loca como tu abuela, pero eso tiene sus ventajas. Sabíamos que habías hablado de la isla desde hace tiempo, y sabíamos que tienes que explorarlo todo. Era evidente que nos pedirías ir a la isla. Al parecer, ha llegado el momento. Además…
—¿Además qué, madre?
—¿Recuerdas cuando te conté que estuve contigo y con la divina Atenea en Rakiura?
—Madre, me dijiste que no debemos hablar de eso.
—Lo sé. Pero sé que, en tu corazón, hay un ansia por conocer aquel lugar. Por eso debes ir. Y por eso tu padre y yo hace tiempo que sabíamos que terminarías yendo a la isla.
—Siempre sabes lo que voy a hacer —se quejó Skadi. La reina sonrió, y contestó:
—Claro que sí. Es mi obligación. Eres mi hija. Y quiero lo mejor para ti. Es mi deber adelantarme a tus necesidades y sueños, aunque no siempre sea posible. Irás a la isla de Rakiura. Primero escoltada hasta el fiordo de Piopiotahi, y eso no admite discusión, jovencita. Allí tomarás un barco hasta la isla. Solo podrás llevar ropa de abrigo, buen calzado, una pequeña espada, tu arco, y diez flechas. Además de algo de agua y comida. Allí deberás permanecer por diez días. Luego volverás, si es que puedes volver.
—¿Si es que puedo volver? —Preguntó Skadi dubitativa—. ¿Por qué eso, madre?
—Porque la isla podría atraparte para siempre, Skadi. Está llena de promesas. De sueños. De recuerdos. —Skadi no entendió, y preguntó:
—¿De promesas?
—Promesas de un mundo mejor, donde puedas ser más feliz, que en este castillo de Helgi. Un reino mejor para ti. Un mundo mejor para todos. Pero recuerda: las promesas de un mundo mejor, también conllevan compromisos y obligaciones, y requieren dejar cosas en el ayer. —Skadi bajó la cabeza lentamente, pensativa. Luego la alzó, y dijo:
—Es una enorme responsabilidad ser reina. —Eyra asintió, y contestó:
—Lo es. Y si eres consciente de ello, entonces has dado tu primer paso en suelo firme y seguro. Veremos cómo das el segundo. De ti dependerá, mi bella princesa…
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