Era una noche oscura y tormentosa. Y allí estaba yo, el escritor fracasado, Peter Kratky, sentado en mi vieja mesa, con aquella pata rota que se sostenía con un viejo volumen de un antiguo libro de un autor desconocido. La útima cerveza se había acabado hacía dos horas, y el último cigarro era un reguero de ceniza sobre la mesa y la silla.
Así que me levanté de un salto, acudí a la nevera, y la abrí, encontrando lo que ya sabía: aquel espacio estaba más vacío que la cabeza de una ameba.
Aquello tenía que acabar. Tenía doce libros escritos, y ninguno publicado. Había gritado, había rogado, me había arrodillado ante aquel editor, que tiempo atrás me lanzó mi primer manuscrito al rostro, diciéndome a la cara, mientras mantenía una sonrisa torcida:
—Esto es basura, amigo. Puedes dársela a los cerdos cuando quieras que vomiten.
Luego llamó a la secretaria, que me acompañó a la puerta. Antes de irme, ella me miró sonriente desde el rellano de la escalera, y me dijo:
—Que te vaya bien en la vida, amigo. Y haz cualquier cosa. Cualquiera; pero no escribas más. La humanidad no se merece ese tormento.
Bajé la escalera, con el manuscrito, y llegué a casa. Las facturas se acumulaban, y las risas del editor y su secretaria se escuchaban en cada hoja de mi manuscrito. Fue entonces cuando pasé tres días borracho. Tirado en la cama. Sudando como ese cerdo del que me habían hablado. Llorando y gritando. Y maldiciendo. Especialmente, maldiciendo al editor. Y a su amiga.
Así que, al tercer día, salí de esa ensoñación. Miré en el periódico de la tarde la sección de anuncios. Alguien sin nombre se ofrecía para trabajos discretos. Lo entendí enseguida. Me acerqué al teléfono, giré las ruedas que marcaban su número, y a la tercera señal se escuchó una voz ronca y pesada, fruto de años de dolor y tabaco.
—¿Sí?
—Hola. Llamo por el anuncio.
—Está bien. Diez de los grandes por un trabajito en las piernas. Veinte por un trabajito en la cara y las piernas.
—¿Y por un trabajo de decoración? —Se hizo el silencio un instante. Luego sonó la voz de nuevo.
—Ese es el especial de la casa. Tiene un precio especial. Pero esta semana tenemos oferta: cien de los grandes.
—¿Cien? —Exclamé sorprendido—. Por ese precio podría hacerlo yo mismo.
—¿Y con qué resultados, idiota? Estás hablando con un profesional. Cien de los grandes, sin regateos, y me aseguro de hacer un trabajo de primera.
Dudé un momento. Luego le dije.
—Cien de los grandes. Y ni uno más.
—Está bien. Deme la dirección y el nombre del individuo, y yo le diré a dónde le llevo. Supongo que querrá que confiese algo.
—No exactamente. Pero eso es asunto mío. —Se escuchó cómo escupían al otro lado del teléfono, y la voz dijo:
—Está bien. Y nada de trucos. Ni de pasma. Venga solo. No estaré solo.
Le di la dirección y el nombre, y colgó sin decir nada más, una vez él me dio su dirección para el trabajo.
Aquella noche, me desplacé al lugar donde me había dicho que fuese aquella voz. Era un desolado almacén en la zona más vieja y corrupta del puerto. El olor a pescado y basura se mezclaban con las luces y la niebla de la noche. Alguna prostituta me tomó del brazo para ofrecerme un cielo especial esa noche. Pero tenía prisa. Así que fui directo al lugar.
Cuando entré, la puerta se cerró detrás. Dos tipos que parecían sacados de una novela de clase B, armados con dos metralletas Thompson, y levemente tapados por sus sombreros, me dijeron que les acompañara. Con los cañones del arma me invitaron a bajar a un sótano, por unas escaleras, que se encontraban en un trampilla disimulada.
Bajé, y allí, en medio de un fuerte olor a ser humano e inmundicia, vi por fin al editor. Estaba atado de pies y manos a una pared. Sudaba como el cerdo que me había invitado a conocer. Y suplicaba no saber nada de algo que nadie le había preguntado.
Entonces, apareció el personaje del otro lado del teléfono. Su aspecto era incluso peor que el de sus dos ayudantes. Mascaba tabaco, que escupía constantemente. Llevaba una Colt 1911 en un lado, un cuchillo de monte en el otro, y una motosierra en las manos. Me miró un momento, volvió a escupir, y me dijo:
—Llega en el momento oportuno. Trae el dinero, supongo. —Saqué un sobre. Desapareció al instante, tomado por uno de los ayudantes, que contó el dinero con una rapidez que me dejó asombrado. Miró luego a su jefe, y le hizo un pequeño gesto afirmativo. El jefe me miró, y se acercó ligeramente.
—Muy bien. Lo he ido ablandando para que estuviese a punto cuando llegara. Y así cederá a cualquier petición que quiera hacerle, o cualquier pregunta que desee formularle. Yo ya le he informado del ritual. Cada respuesta en silencio: un centímetro de corte. Cada respuesta incoherente o sin sentido, dos centímetros de corte. Cada respuesta no satisfecha, tres centímetros de corte. El lugar del corte: esa es la parte más divertida: no se sabe hasta que sucede.
Asentí levemente. Luego me dirigí al editor. Me seguía con la mirada, con la cara envuelta en sangre y sudor. Un olor nauseabundo manaba de cada poro de su piel, señal de que la tortura había hecho ya efecto en él. Le miré fijamente, y sonreí levemente. Él, finalmente, acertó a hablar:
—¡Tú! ¡Tú! ¿Qué quieres? ¿Qué te he hecho?
—Cierra la boca, y habla solo cuando yo te lo diga. O esa herramienta de mi socio te hará un trabajito en los intestinos. Y ahora vas a decirme qué piensas.
—¿Qué pienso de qué? ¡Yo no he hecho nada!
—¿No? Yo recuerdo un comentario sobre mi obra. Y algo sobre unos cerdos.
—¡Eso era una forma de hablar! ¡No iba en serio!
—¿No? No lo parecía. Y tu secretaria, es decir, tu amiguita, parecía seguirte el juego. ¿Sabes que ella y su familia están a punto de sufrir un desgraciado accidente? —El editor abrió los ojos, y me gritó:
—¿Qué? ¡Ella no ha hecho nada! ¡Déjala en paz, maldito cerdo!
—¿Por qué? No fue amable conmigo. ¿Por qué debería serlo yo con ella?
—¡No se te ocurra tocarla, maldito cerdo!
En realidad, yo no sabía nada de esa mujer. Ni dónde vivía, ni si tenía familia. Pero había sido evidente que algo había entre los dos. Había apostado a que mantenían una relación pasional, y había acertado. Poker de ases. Y me iba a llevar todo el premio.
—Verás, amigo editor. La cuestión es muy sencilla. Yo no quiero tu perdón, ni que borres tus comentarios, ni que te disculpes. Lo que quiero es que publiques mi libro.
—¿Publicar yo esa basura? ¡Nunca! ¡Eso no es ciencia ficción! ¡Eso es… basura! ¿Pájaros que hablan? ¿La humanidad perdida en la galaxia? ¿Un plan secreto para salvar a la humanidad? ¿Pero cómo se te ocurre escribir toda esa basura? ¿Es que no tomaste la medicación cuando te tocaba?
Asentí levemente mientras miraba al experto de la motosierra. La puso en marcha, dio un par de golpes con el gas, y acercó la hoja al vientre. Rozó levemente la piel, saltando algo de la misma, y de sangre. El editor gritó aterrorizado.
—¡Está bien! ¡Está bien! ¡Publicaré tus libros! ¡Te haré famoso y rico! ¡Las mujeres se volverán locas pidiéndote autógrafos! ¡Te sentarás con los hombres y mujeres más importantes de la cultura y la sociedad! ¡Incluso saldrás en televisión! ¡Me encargaré de que ganes el premio Planeta! ¡Pero basta ya! ¡Basta!
Sonreí. Dejé pasar unos instantes para aumentar su angustia. Finalmente, dije:
—Está bien. Pero todo eso lo tendrás que poner en un contrato. Firmado ante notario. No uno de los normales. Uno de los que saben impartir justicia y que se cumpla. Y con todos los gastos de tu parte.
—¡Lo haré! ¡Lo haré!
Indiqué a los dos gorilas del de la motosierra que soltaran al editor. Se llevaron a ese hombre a su casa, después de vendarle torpemente las heridas. El de la motosierra no dijo nada; solo me apuntó con el dedo la salida. Yo tampoco dije nada; en esas circunstancias, lo mejor era salir por la puerta sin mirar atrás. Y recordar la máxima más importante de este negocio: nadie sabe nada. Nadie ha visto nada. Nadie conoce a nadie. Nunca ocurrió nada esa noche.
Dos semanas más tarde firmaba el contrato. La prensa, la televisión, el mundo de la cultura había descubierto a un nuevo escritor. A un escritor brillante. Atractivo. Imaginativo. Sorprendente. Único. De una dimensión profunda e insospechada.
llegaron las ediciones, las entrevistas, y las películas. Los mejores actores y actrices luchaban por un papel para los personajes de mis novelas. Las ofertas para nuevos libros y entrevistas eran constantes. Procuraba ocultarme de las luces y la prensa, escondido en mi gabardina y mi sombrero de ala ancha. Pero siempre me encontraban. Entrevistarme era algo demasiado poderoso como para ignorarlo.
Horas más tarde, llegó la mañana. Desperté, leí el texto de mi nuevo relato, y lo llevé al editor. Lo miró con desgana, lo leyó sin interés, y me dijo:
—¿Qué me traes hoy? ¿Una maldita historia de un escritor que secuestra al editor para forzarle a que le publique una novela? ¿Me tomas por tonto? Esto es basura, amigo. Puedes dársela a los cerdos cuando quieras que vomiten.
Luego llamó a la secretaria, que me acompañó a la puerta. Antes de irme, ella me miró sonriente desde el rellano de la escalera, y me dijo:
—Que te vaya bien en la vida, amigo. Y haz cualquier cosa. Cualquiera; pero no escribas más. La humanidad no se merece ese tormento…
Excelente escrito, me hiciste introducirme en aquella loca/decepcionante/triste historia; saludos.
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Muchas gracias, me alegro que te haya gustado, un abrazo.
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