Segunda parte en este enlace.
Este será mi último relato, del que presento la primera parte, antes de ponerme con «Yggdrasil», el decimosexto libro de la saga Aesir-Vanir, que finalmente voy a publicar, aunque todavía no tiene fecha. Quería empezar ya, pero esta historia me daba vueltas y más vueltas por mi cabeza, y una dulce hada mágica me amenazaba con taladrarme el cráneo con una broca del 12 si no lo escribía ya.
Esté relato bebe del mismo universo en el que se desarrolla la acción de «Operación Folkvangr» y «Las cenizas de Sangetall», aunque esta historia no tiene ninguna relación con aquellas. Sí hay un guiño en algún momento, por aquello de agradar a los entusiastas de la saga.
¿Otro relato romántico, aunque sea básicamente ciencia ficción? Alguna extraña fiebre extraterrestre he debido pasarme para que me haya dado por este tipo de género, y aún peor, para que alguno de estos textos estén en las primeras posiciones en Lektu. Como siempre, muchas gracias.
San Francisco. Otoño de 2057.
Me casé con Linda cuando yo tenía veintiséis años, y ella veinticuatro. Éramos jóvenes, o al menos lo parecía para la edad media de este tipo de compromisos sociales. En los años cincuenta del siglo XXI el matrimonio había dejado de ser un evento casi aleatorio, para convertirse en un compromiso de supervivencia. La vida era tan dura, y los sueldos tan bajos, que algunas agencias matrimoniales se habían convertido en entidades financieras, buscando parejas cuyos sueldos combinados les permitiesen vivir con un mínimo de decencia.
Así fue como conocí a Linda, que fue el resultado de un proceso de selección gestionado por una IA, una inteligencia artificial, que vio los patrones perfectos para unirnos en santo matrimonio, aunque de santo solo tenía el nombre, porque las bodas por iglesias se habían ido reduciendo hasta un mínimo casi insostenible para el negocio de la fe.
El caso es que Linda y yo comenzamos a salir, e incluso parecía que podíamos adaptarnos el uno al otro.
Tras la boda, y dos años y medio juntos, una tarde volví de la oficina con el fin de hablar con ella de nuestro futuro, y con la idea de mejorar aquella relación casi muerta. Lo que me encontré fue un mensaje en un papel en la nevera, pegado con un imán. Me decía, sencillamente, que se iba, y que no me reprochase nada.
Yo saqué el papel de la nevera, y estuve toda la noche leyéndolo, con una mano sujetando aquella despedida, y en la otra con un vaso de whisky.
Supongo que, finalmente, me quedé dormido, y desperté tirado en el sofá, con el papel todavía en la mano.
Pasaron unos meses, en los que mi vida era un ir a la oficina y volver, intentando hacer equilibrios para pagar las facturas, y no tocar los ahorros que tenía en una cuenta para emergencias.
Una tarde de viernes, tras salir de la oficina, fui a ver a un amigo, pero me mandó un mensaje diciendo que no podríamos quedar. Me fui a pasear sin rumbo. Fue entonces cuando, caminando por la avenida Van Ness, vi aquella tienda. En el escaparate, una figura femenina. Sobre la figura, un cartel:
Las ventajas de la amante y las ventajas de la esposa, en una sola unidad. Configuración y personalización totales. Sin problemas de denuncias ni abogados para la separación y los niños. Satisfacción garantizada o le devolvemos el dinero.
Miré aquella figura. Tendría una altura de algo más de un metro setenta, cabello caoba oscuro, y ojos azules. Una sencilla blusa, y una falda corta con zapatos de medio tacón. Su mirada se perdía en la inmensidad. Su quietud era paralizante.
En general no hubiese entrado en aquella oscura tienda. Había oído y leído sobre este asunto varias veces, pero, en líneas generales, las probabilidades de que me pudiera interesar algo así eran cero. Pero aquella tarde no era una tarde normal, y mi depresión había decidido destrozarme el fin de semana, y también mi vida.
Así que, sin darme cuenta, mis pies me llevaron al interior de la tienda. Allá, un hombre de mediana edad y con algunas canas se encontraba tras el mostrador. Me miró con esa mirada que dice «este idiota viene perdido y sin saber muy bien a qué, así que tengo la venta asegurada«. Finalmente, me dijo:
—Buenas tardes. ¿En qué puedo servirle?
Yo dudé un momento. Lo mejor era disculparse y salir por la puerta. Pero aquel hombre sabía que mis defensas en ese momento eran muy bajas. Y tenía razón. Así que, finalmente, respondí:
—Verá… Estaba interesado… He visto esa androide de su escaparate…
—¡Ah, sí! ¡Por supuesto! ¡El nuevo modelo QCS-60! Quantum Computer System Model 60. Nos acaba de llegar, son difíciles de encontrar, hay una gran demanda de este modelo. Tiene usted muy buen ojo amigo, si me permite que le diga. Este nuevo modelo deja atrás a cualquier cosa que se haya visto antes.
—La verdad —confesé— es que no he visto nada antes, ni después.
—Primerizo en estos temas, ¿eh? —Comentó sonriente—. Ya veo. Quiere echar una canita al aire.
—¿Yo? No, no… Mi mujer me ha dejado hace un tiempo, y… —Aquel hombre me interrumpió.
—¿Le ha dejado? ¡Claro! ¿Y de qué se extraña usted? ¡Todas lo hacen, antes o después! ¡Empiezan con esas cosas de los derechos de las mujeres, de la igualdad, de cuidar los niños, de un trabajo compatible con la vida personal, y acaban arruinando a la familia!
—Bueno, yo no diría que fuese a ser así, ellas realmente tienen sus derechos, y además…
—¡Estamos en un mundo controlado por ellas, amigo! ¡Pero hemos de resistir! ¿Su nombre?
—Scott. Puede llamarme Scotty.
—Muy bien, Scotty. Yo soy Toni. Como le decía, el mundo se está yendo al infierno con tanta libertad y tanta igualdad por todas partes. Pero tengo la solución perfecta para usted.
—Una… androide, claro.
—Una androide, exactamente. Pero no, amigo Scotty. No una simple androide; la androide definitiva. Algo que no puede ni llegar a imaginar. Este modelo deja atrás cualquier cosa vista anteriormente. —Yo insistí, intentando escapar de sus garras de vendedor profesional:
—Es que, de verdad, me va usted a disculpar, pero no sé ni por qué he entrado. Debería irme ahora mismo. Muchas gracias.
El vendedor reaccionó rápidamente. Estaba a punto de perder una buena venta, y el tontito de turno no debía irse con las manos vacías.
—No, Scotty. Sea sincero consigo mismo, a pesar del dolor que sé que lleva usted encima. Ha entrado porque usted sabe que, en el fondo, tengo razón. Sabe que su mujer ha hecho lo que hacen todas: arrancarnos el corazón, y tirarlo a la basura.
—Yo no diría tanto. Ella simplemente… —El vendedor me cortó, ignoró mis palabras, y continuó:
—Y sabe que la ciencia nos provee de soluciones, para aquellos que tenemos necesidades físicas que han de ser cubiertas, y que no debemos dar explicaciones a nadie, mucho menos a una mujer. Antes el hombre de la casa era quien la llevaba, y la mujer se dedicaba a sus tareas de mujer. Ahora todo se ha distorsionado. Tanta libertad, tanto hablar de igualdad, y lo único que vemos son matrimonios fracasados. ¿Ha visto el índice de divorcios?
—Algo he leído. Es alto, sin duda.
—¡Por supuesto que es alto! ¡Ellas, y sus ideas de destrozar la vida de sus parejas a cualquier precio por una absurda teoría de que todos somos iguales! ¡Como si el mundo girase alrededor de ellas! Y los niños son los que sufren las rupturas por culpa de ellas. Por no hablar de hombres teniendo que sufrir acusaciones absurdas, casi siempre infundadas, cuando no puras mentiras.
—Bueno, disculpe, pero no estoy de acuerdo con esa versión de los hechos, yo creo en la igualdad, y que la mujer debe tener los mismos derechos que…
—Déjese de tonterías, Scotty, que estamos entre hombres; conmigo no tiene que mostrarse como si se creyese esas absurdas teorías de la igualdad.
Yo asentí levemente, de una forma mecánica, aunque solo fuese para que se callase. El vendedor continuó:
—Pero aquí tengo la solución, y le aseguro que le va a satisfacer gratamente. En todos los sentidos, se lo aseguro —rio con fuerza. Yo sonreí levemente. iba a hablar, cuando el vendedor ya había extraído la figura del escaparate.
La colocó frente a mí. Parecía una modelo de escaparate. El vendedor me preguntó:
—Muy bien, aquí tiene esta joya. Es guapa, ¿eh? —Me preguntó dándome un codazo, y guiñándome un ojo.
—Es guapa, sí —contesté apático.
—Le diré los datos principales: modelo QCS-60. Configurable totalmente. Ella se conectará a sus redes sociales, a sus documentos, a sus fotos, a su vida privada, y se configurará de forma acorde para satisfacer su personalidad. De forma totalmente automática, usted no tiene que hacer nada. Claro que, cuanto más interactúe ella con usted, más se adaptará a su estilo, ya me entiende —me dijo con otro guiño.
—Sí claro… —Acerté a responder.
—Muy bien, vamos a activarla.
Yo iba a decirle que la devolviera al escaparate, pero antes de que pudiera, el vendedor tocó un botón.
De pronto, aquella figura cobró vida. Lo que antes parecía una simple muñeca, de forma increíble se transformó totalmente. Fue asombroso. Sin duda los avances en cibernética habían sido gigantescos en los últimos diez años. Tras unas palabras de configuración general, la androide miró al vendedor:
—Estoy lista para recibir los datos básicos del individuo objetivo.
—Es este que tienes delante —dijo el vendedor señalándome.
La androide sonrió, y se me acercó. A mí me dio un vuelco el corazón. Parecía humana. Era muy real. Quizás, demasiado real. Me dio un beso en la mejilla, y dijo:
—Hola. Soy una androide, modelo QCS-60, de la subserie 200, especializada en compañía personal. Estoy programada para satisfacer todos tus deseos. Me he conectado a tus datos públicos para conocer más de ti. En unos minutos podré configurarme para adaptarme de forma general a tus gustos y necesidades fundamentales. Lo único que necesito es un nombre.
—Yo sonreí. Al cabo de unos instantes, le dije al vendedor.
—Y… ¿es muy cara?
—¡Por supuesto que no! —Respondió el vendedor rápidamente, viendo que estaba cayendo definitivamente en sus redes—. Con nuestra financiación personalizada, usted podrá ir pagando la androide en cómodos plazos sin que lo note su bolsillo. Solo tiene que colocar el iris en el sistema de pago, y será toda suya. Sin papeleos. Sin preguntas.
No sé por qué, pero puse el ojo en el sistema de venta, llegó la aprobación de la financiación, y la compra se efectuó. El vendedor debió pensar: «el tonto del día ya ha caído».
Lo que era imposible en mí había ocurrido. ¿Cómo había llegado a esa situación? ¿Por qué estaba allá, en lugar de haber salido corriendo desde el primer minuto? No lo sabía. Pero algo me impulsaba a seguir con la compra.
Por otro lado, ¿qué nombre iba a ponerle? Tras unos instantes, me decidí: la llamaría Dasha. Era el nombre de una antigua amiga del colegio. Siempre me había gustado ese nombre.
—Dasha es el nombre que he elegido —susurré. El vendedor respondió:
—¡Perfecto! Ya lo he integrado en la compra. Y recuerde: Dasha se irá adaptando a sus gustos y necesidades. Tiene un mes para devolverla si no le gusta. Y un seguro de un año gratuito contra desperfectos de fábrica. Todo está en la póliza que ya habrá recibido en su correo junto al contrato.
—Qué bien —comenté sin entusiasmo. El vendedor se dirigió directamente a Dasha.
—Dasha: orden ejecutiva 11483. Ejecuta.
—Ejecutando orden ejecutiva 11483 —respondió ella mecánicamente.
—Muy bien —sonrió el vendedor—. El firmware de Dasha ya está actualizado con sus datos. ¡Espero que la disfrute! ¡Y ya me contará qué tal «funciona»! —dijo riendo, y guiñándome otro ojo.
Yo asentí como el tonto que era. Parecía que yo era el androide, y ella la humana. Dasha era muy natural en sus actitudes. Me dio la mano, y sonrió diciendo:
—¿Vamos ya? Estoy lista —Yo asentí, y le di la mano.
Ambos salimos de la tienda. Yo parecía flotar en una nube. ¿Qué había hecho?
Me solté de su mano, y ambos caminamos unas decenas de metros sin un rumbo preciso. Vi una terraza de un bar donde solía tomar algo con mi exmujer a veces. Me senté en una de las mesas. Dasha se sentó frente a mí. El camarero se acercó enseguida.
—¿Qué van a tomar?
—Una cerveza —susurré.
—¿Y la señorita?
—Agua fresca, por favor. Sin hielo.
—Enseguida.
El camarero se fue volando, y volando volvió a servirnos. Yo miré la cerveza unos instantes. Le di un trago corto, y dejé el vaso en la mesa. Entonces vi que Dasha sonreía, mientras acercaba su mano a mis labios.
—Te has dejado un poco de espuma en la boca —comentó, sin dejar de sonreír. Yo le sugerí:
—Estás programada para ver que tengo espuma de cerveza en la boca. Y que es hora de limpiarla. —Dasha negó.
—No, no funciona así. Mi computadora es predictiva y no determinista. Toma millones de muestras del comportamiento general humano, y genera un resultado en función de ese comportamiento, adaptado a la personalidad del individuo objetivo, en este caso tú. Por eso he sabido qué es la espuma de la cerveza, y cómo actuar en tu caso. Al menos, existe una probabilidad del 78% de que mi acción fuese de tu agrado. Un porcentaje que irá mejorando conforme te vaya conociendo mejor los próximos días.
Genial. La perfecta amante. La perfecta compañera. La perfecta amiga. Sin dudas. Sin rencores. Entregada a satisfacer al cliente. Eso decía la publicidad. Y parecía que no mentía.
Alcé la vista, y miré a Dasha:
—¿Y tú? ¿Dónde queda tu satisfacción? ¿Tus motivaciones? ¿Tus sueños? —Dasha pareció sorprenderse.
—Yo no soy humana, Scotty. La actual legislación considera mi existencia como la de una propiedad privada. Puedes hacer conmigo lo que quieras.
—¿Lo que quiera? ¿Puedo desmontarte a golpes con una barra de acero?
—Puedes. Pero perderías una propiedad cara. Más allá de eso, el seguro no te cubrirá los daños, al ser provocados. Pero, si te complace hacerlo, puedes hacerlo por supuesto. Soy tu propiedad.
La miré con ojos asombrados. Sí, había una máquina detrás de aquel rostro. De aquella mirada. De aquellas palabras, pronunciadas con total naturalidad.
—Hay algo que no me cuadra en todo esto, Dasha. Algo terrible.
—¿El qué? —Preguntó interesada—. ¿He hecho algo mal?
—No, en absoluto. Es al revés: desde que te ha conectado ese hombre, lo has hecho todo demasiado bien. Pareces humana. Demasiado humana.
—Pero yo no soy humana. Soy un sistema Quantum Computer System Model 60 y…
—Lo sé, lo sé… No eres humana, de acuerdo, en eso creo que voy a estar de acuerdo contigo. Pero, ¿una propiedad?
—Scotty, estás confundido; me humanizas por mi aspecto. Pero puedes tirarme a un contenedor de reciclaje en cualquier momento.
—¡Eso sería una barbaridad! ¡Una verdadera monstruosidad!
—¿Por qué? —Yo tardé unos instantes en contestar:
—Porque… algo me dice que estaría mal. Te lo repito: algo no cuadra en todo esto. No cuadra en absoluto.
Me levanté de la mesa, pagué, y le dije:
—Vamos.
—¿A dónde?
—Volvemos a la tienda. Voy a devolverte. Esto es una completa locura. ¿En qué estaba yo pensando? ¿En comprar una esclava para satisfacer mis deseos? ¡Qué monstruosidad!
—Una esclava sería humana, Scotty. Yo no puedo ser una esclava, porque no soy humana.
—Da igual. Vamos. Anularé la compra, y olvidaré todo este asunto.
—¡No, por favor! —Exclamó Dasha—. ¡Dame una oportunidad!
—No creo que esto vaya a funcionar… Dasha. Esto ha sido un completo error. —Dasha añadió:
—Si me devuelves ahora te retornarán el dinero, y yo volveré al escaparate, es cierto. Pero luego vendrán los de mantenimiento y control de calidad, me examinarán para ver por qué no te satisfice ni siquiera una tarde. Me desmontarán, me analizarán, y probablemente quede convertida en material reciclable.
—Ya veo. ¿Y tú… no quieres que te pase eso?
—No. Yo quiero llevar a cabo mi programa: satisfacer todas tus necesidades. Las que tengas, sean espirituales, o físicas. Todas. Sin límites.
—¿Seguro? ¿No hay nada más?
—¿Qué más puede haber? —Preguntó Dasha sorprendida.
—¿No te asusta… desaparecer? ¿Ser desmontada? ¿Perder tu existencia como entidad pensante?
—¿Entidad pensante? —Dasha pareció sorprendida ante aquella idea. Continuó:
—No lo había visto de ese modo. Pero, ahora que lo dices, lo cierto es que sí; me asusta desaparecer.
Yo sonreí. Al fin algo que cuadraba con mis pensamientos.
—De acuerdo —sentencié—. Por fin un rasgo que va más allá de un complejo sistema informático y de un deseo de satisfacerme. Algo que es tuyo: no desaparecer. La función básica de una entidad viva: la supervivencia. Está en ti. Esta es mi primera prueba de que aquí falla algo. Una entidad que teme desaparecer no puede ser considerada como un simple objeto…
Se hizo el silencio unos instantes. Ahora ya tenía una pista que seguir.
—Está bien, Dasha. No te devolveré a la tienda. Todavía. Aunque no sé qué voy a hacer contigo. Pero tu necesidad de existir es sin duda un elemento muy interesante a considerar. Ahora he de ver qué paso dar.
Dasha sonrió. Se tranquilizó al ver que mi idea de llevarla de vuelta a la tienda ya no era una realidad.
—Podrías empezar por llevarme a tu casa. Y te puedo preparar una de esas pizzas especiales que tanto te gustan.
Alcé las cejas sorprendido. Evidentemente, había leído mis comentarios sobre pizzas en las redes sociales.
—Vaya, vaya… Había olvidado que sabes de mí probablemente cosas que ni yo mismo sé de mí mismo… Está bien. Tendremos pizza para cenar.
—¡Estupendo! —Exclamó Dasha sonriente.
Yo me animé con aquella expresión de Dasha. Mientras caminamos, incluso sonreí cuando ella me volvió a tomar la mano. Durante el trayecto le dije algo acerca del origen e historia de la pizza, y me explicó algunos detalles curiosos. Yo asentía mientras caminábamos, y escuchaba con atención sus palabras.
Cuando llegamos al edificio, nos cruzamos con un matrimonio mayor que vivía dos pisos más arriba de mi apartamento. Me miraron con cierto asombro mientras iba con Dasha. Ellos sabían que se había roto mi matrimonio. Reconozco que me hizo sentirme bien. Si me estaba engañando a mí mismo, era un engaño dulce sin duda.
Subimos a mi apartamento, y Dasha comprobó que, como buen hombre separado, mi nevera era básicamente un desierto de hielo. Bajó a un supermercado cercano, y volvió con una bolsa repleta de ingredientes.
Al cabo de una hora solamente, estaba cenando la mejor pizza que había comido en mi vida. Tras unos vasos de vino, ambos nos miramos.
—¿Tú puedes comer, Dasha?
—Agua, de momento. En unos días podré procesar alimentos. Los uso como materia prima para mi reactor de fusión.
—Vaya, una chica nuclear —reí. Ella rio también. Luego ordenó:
—Muy bien. Ahora, a la cama. Mañana es sábado. —Yo me sentí algo cohibido. Le dije:
—Voy a la cama. Pero solo. Compréndelo. No estoy… preparado… —Dasha sonrió, y asintió lentamente.
—Nadie ha dicho que me vaya a acostar contigo. Pero, ¿por quién me has tomado? —Preguntó con una media risa. Yo asentí.
—Es cierto. Eres una buena chica de Sausalito, una santa.
—Eso es. Duerme. Yo arreglaré y limpiaré todo este alboroto de esta casa de separado mientras tanto.
—Las tareas de casa se hacen entre los dos —le susurré.
—Técnicamente aquí solo hay uno —me confirmó ella—. Además, este caos de esta casa se debe a tu depresión por la separación. Encontrarte la casa arreglada por la mañana te servirá para mejorar tu estado mental y combatir tu depresión. Así que, desde un punto de vista médico y psicológico, mi tarea tiene un fin sanitario.
—Sí, doctora —le respondí mientras me echaba en la cama. Aquel vino tinto había hecho su efecto. Me quedé dormido profundamente.
Y, para mi sorpresa, soñé con ella. Algo que nunca, en ningún momento, hubiese imaginado. Pero estaba allí. En mi sueño. Y en mi sueño era un ser humano real. De carne y hueso.
Esa es la magia de la mente; convertir los deseos imposibles, en realidades tangibles y verificables.
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