Mientras sigo adelante con la traducción de «La ira de Freyja», que por cierto va mejor de lo que había previsto y se publicará el día 12, voy sacando momentos para continuar la preparación de «Yggdrasil». Este fragmento es el último que subiré de momento. Luego, cuando vaya a sacar el libro en otoño, subiré un par más, para que el lector pueda hacerse una idea del estilo del libro, por si pudiese ser de su interés. Recordemos que este libro narra la Era Anterior, los hechos anteriores a los explicados en la trilogía de «La leyenda de Darwan». Como siempre, muchas gracias por su interés.
Pavlov llegó al despacho de Yolande Le Brun. Esta le hizo entrar. Él se colocó firme delante de ella.
—¿Me buscaba?
—Descanse, soldado. —Pavlov se relajó.
—Siempre esa manía de hacerlo todo tan marcial.
—Es importante.
—Supongo que sí. Pero yo era una profesora de inglés en Amiens, y ahora soy una almirante encargada de la logística en una guerra que no comprendo ni me importa. Pero tenemos una guerra que ganar. Hemos de hablar, Vasyl.
—Tengo una misión. Es urgente.
—Cierra la boca y atiende. Es una orden.
—Sí, almirante.
—Eso está mejor.
Pavlov se mantuvo con la frente alta. Le Brun se acercó a Pavlov. Este la miró de reojo. Ella sonrió.
—Tienes que cambiar tu actitud, Vasyl.
—No te entiendo.
—No puedes ganar esta guerra tú solo.
—¿Por qué no? —Le Brun suspiró, y continuó:
—Tú eres de esos que se visten con un manto de acero. He visto a otros así antes. Todos os creéis fuertes. Autosuficientes. Impasibles, ante todo, y ante todos. Y todos estáis ansiosos por una mano amiga. Por una sonrisa. Por un abrazo. Por un poco de amor.
Pavlov se sentó, y negó levemente. Le Brun se sentó cerca de él, mientras él contestaba:
—Toda mi vida he tenido que buscar soluciones yo solo. Siempre. Y, cuando tuve la oportunidad de poder compartir algo, con alguien…
—Ocurrió lo peor. —Pavlov suspiró.
—Fue incluso peor que eso. Fue… terrible.
—¿Qué pasó? Cuéntalo, para liberar tu alma.
—¿Qué alma?
—La que sufre por todo el dolor que llevamos dentro, y que no dejamos escapar.
—El alma no existe. Ni la vida después de la vida. Ni ningún dios eterno. Ni la piedad. Ni la justicia. La única justicia que existe es la que uno se forja con su mano.
—Lo sé. La que forjas con tu espada. Y con tu odio. Y con tu ira. Esa justicia solo te dará dolor, Vasyl. Y sufrimiento. El alma es un concepto abstracto, eso es cierto. Pero existe. Es la esencia que cada ser humano porta en su interior. Unos creemos que es de origen divino. Otros creen que es producto de la naturaleza humana. Pero todos coincidimos en algo: un ser humano sin alma no es humano, es una máquina. Y tú luchas por convertirte en una máquina. En expulsar tu alma. Y el recuerdo de aquel ser querido que se fue de aquella forma terrible te tortura. Pero ella querría que sonrieras. Que levantaras la cabeza. Que mirases al futuro. Que cuidases de ti mismo. Que alimentases tu alma con amor.
—¿Qué quieres de mí, Yolande? —Le Brun se levantó, y, tras unos instantes, contestó:
—Quiero que dejes de torturarte. Perdiste a tu mujer. Y perdiste a aquella que considerabas tu hija. Pero ambas se merecen que vivas. Ambas te miran con preocupación. Ambas desean que salgas adelante. Que luches por ti. Por tu vida. Por tu alma. No que estés muerto en vida.
—¿Quién te ha contado lo de Kathryn y Sandra? Sandra… ella no era mi hija. No podía serlo.
—Lo fue. De algún modo, lo fue. Me lo contó Irina. Me lo contó todo. Lo de tu mujer. Lo que te pasó con Sandra.
—Vaya… Tendré que explicarle cuatro cosas a Irina.
—¿Por qué? Ella se preocupa por ti. Como yo. Como todos. Deja de luchar, Vasyl. Deja de luchar en dos guerras. La que vivimos fuera. Y la que vives en tu interior.
—¿Y qué me quedará si no lucho, Yolande? ¿Puedes decírmelo?
—Sí. Puedo decírtelo. Te quedará la paz que tanto tiempo te has negado. Y que emergerá en cuanto descanses, y dejes de infringirte todo ese dolor. Irina quiere ayudarte. Yo quiero ayudarte. Incluso Helen quiere ayudarte. Pero deberás abrir tu corazón.
Pavlov se levantó. Miró fijamente a Yolande. Luego se ajustó el arma de mano en el cinto, y contestó:
—Tengo una guerra que ganar. No puedo hablar de paz mientras lucho en una guerra que es un genocidio. Estaremos en contacto, Yolande. Salgo para una misión, tú lo sabes mejor que yo. Te informaré, como mi superior que eres, y respetaré tus órdenes, y las de Irina, siempre que pueda. Pero no me pidas paz. No habrá paz. Ninguna paz. No hasta que acabe esta guerra. No hasta que acabe de entender por qué el destino se obstina en que viva un infierno eterno en vida. Hasta entonces, no habrá ninguna paz. Ni descanso. Ni amor. Adiós, Yolande. Cuídate, por favor. Ahí fuera no tendrán ninguna consideración contigo, ni con tu bondad. Te despedazarán a la primera oportunidad.
—Estaré preparada.
Pavlov salió de la habitación. Le Brun llamó por el intercomunicador. Al otro lado se oyó la voz de Irina. Esta preguntó:
—¿Cómo ha ido?
—Cuando ha llegado, era Pavlov. Cuando se ha ido, seguía siendo Pavlov.
—Entiendo. Al menos lo has intentado.
—Ese muro de acero es inabarcable. Pero te aseguro que terminaré rompiéndolo.
—Ten cuidado, Yolande. Yo lo intenté una vez. Y casi me pierdo a mí misma. Y el sentido de la realidad. No permitas que te pase lo mismo. No lo hagas, por favor.
—Tendré que hacerlo, Irina. Aunque me lleve la vida.
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