Epílogo de «La leyenda de Darwan IV: Idafeld»

Se acabó. Excepto por unos detalles de forma y estructura y algunos ajustes en el principio de la obra, el libro está terminado, y con ello, la saga. He elegido el mejor momento para terminar y celebrarlo, sin duda: una pandemia global que ha convertido el planeta en una auténtica locura y caos. Yo quería escribir ciencia ficción, no vivir en uno de sus capítulos.

Se hace curioso que una saga que comencé a diseñar hace tantos años, y que trata sobre dos futuros de la humanidad que convergen en el tiempo, termine en un momento en el que el coronavirus  SARS-CoV-2 que provoca la enfermedad conocida como Covid-19, se haya convertido en una pandemia en todo el planeta.

Y es que somos demasiado arrogantes en nuestro comportamiento, y demasiado poco humildes para entender que somos seres pequeños, frágiles, y que nos preparamos para la guerra y el horror entre nosotros, cuando el horror es no darse cuenta de que la vida es algo que se pierde demasiadas veces, con demasiada facilidad, por demasiados parámetros que no conocemos, ni controlamos.

La ciencia había previsto esta situación, pero no se hizo nada por enmendarla. Ahora es el momento de comprender que solo la solidaridad entre los pueblos, solo el trabajar juntos y unidos, solo la lucha por un mundo mejor, más limpio, más azul, más igualitario, será el camino para progresar y vencer a las adversidades que se puedan ir dando. Porque este es un desastre más y terrible, pero puede haber otros desastres medioambientales, como ya estamos viendo con el cambio climático.

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La vida en la Tierra es demasiado preciosa como para que una sola especie decida su futuro.

He escrito estos quince libros con la finalidad de dar una imagen de esperanza a la humanidad. He querido dibujar un futuro difícil, pero no imposible de superar. Solo espero que el futuro real de la humanidad, sea cual sea, tenga en cuenta la vida, y no los intereses particulares de estos o de aquellos. Porque hoy aún tenemos una oportunidad de superar nuestros miedos y nuestros temores, y crear un futuro para todos. No podemos seguir perdiéndonos en conflictos y guerras inútiles. Podemos disentir en muchas cosas. Pero no podemos disentir en aquello que da sentido a la vida y al planeta: el futuro. O es de todos, o no será de nadie. Ello se ha demostrado por activa y por pasiva. Esperemos que esta pandemia sea un revulsivo para entenderlo. Muchas gracias.

En este epílogo, Leena ha vuelto al pasado, enviada por Yvette. Ha sido por sorpresa, sin advertencia alguna. Apenas lleva un vestido de fiesta, y no conoce nada de la Tierra de 1988, a la que ha llegado. Está sola, y, aunque ha vivido dos guerras, siempre ha tenido compañía y apoyo. Su única ventaja: su preparación física y mental, y sus capacidades mentales avanzadas, heredadas de su madre, pero que sabe debe usar con extremo cuidado, para no alterar un pasado que es clave para el futuro…

Epílogo. Un mundo desconocido.

Leena se frotó el tobillo. Había caído desde cierta altura. Afortunadamente no estaba roto. Pero, ¿dónde estaba? Tendría que averiguarlo pronto. Porque toda su vida había sido un camino hacia ese momento. Y ese lugar.

Era de noche, y una niebla se deslizaba por paredes y suelo. Comenzó a caminar unos minutos. Y, entonces, lo vio: el puente del Golden Gate, y la ciudad de San Francisco. Pudo reconocerlo por imágenes que guardaba su madre y otros supervivientes de la antigua ciudad.

Comenzó a atravesar lentamente el puente, hasta llegar a la ciudad. Era evidente que Yvette se la había jugado; la había mandado al pasado por sorpresa. Ella esperaba una ceremonia o algo similar. Pero entendió que una ceremonia hubiese sido demasiado doloroso para todos, especialmente para ella. No volver a ver a sus seres queridos en toda la vida era un golpe enorme, gigantesco, por mucho que se prepare un ser humano para ello durante toda su vida.

Sí; se había preparado para aquel día. O eso creía ella hasta ese momento. Estaba conmocionada. Aterrada. De pronto, comenzó a llorar. Vasyl. Yolande. Yvette. Karl. Y todos los demás… No volvería a verlos. Nunca más. Su mundo no existía. Su vida era solo un retal perdido entre las estrellas del futuro…

Siguió caminando, y comenzó a amanecer. Vio un cartel con un anuncio de un concierto. La fecha: 27-7-1988. Así que estaba situada correctamente en el siglo XX. Ya tenía más información.

La gente la miraba extrañada, con aquel extraño vestido de fiesta. Un hombre se le acercó. Le preguntó:

—¿Cuánto por media hora? —Leena no comprendió lo que quería decir. Era inglés, eso era evidente. Con un acento no demasiado distinto al de Vasyl. Pero la pregunta no tenía sentido.
—No le entiendo —respondió Leena. El hombre pareció impacientarse. Entendió que debía ser hispana, quizás. Volvió a hacer la pregunta en español. Leena también le entendió; algunos de sus amigos hablaban español. Otros francés, y otros, japonés. De hecho ella hablaba correctamente siete idiomas. Y era algo normal hablar hasta nueve o diez sin usar el traductor universal. Pero siguió sin entender. El hombre gritó:

—¿Qué te pasa? ¿Estás borracha? ¡Vamos ya! —Aquel hombre sujetó a Leena por los brazos con intención de empujarla y arrastrarla hacia un callejón. De pronto, el hombre se vio a sí mismo en el suelo, con un brazo roto, y a aquel hombre gritando y diciendo maldiciones.

En ese instante, lo que parecía un vehículo terrestre con primitivas ruedas apareció, y detuvo a ambos. ¿Con ruedas? Realmente estaba en el lugar correcto, eso era evidente. Parecía un vehículo de la autoridad local. Eso era bueno. Podría entrar en contacto con esa sociedad de finales del siglo XX. Sería mejor no defenderse de ellos.

Aquel vehículo, con Leena y aquel hombre en su interior, se trasladó a lo que era evidentemente un edificio oficial. Al hombre se lo llevaron al hospital. Sentaron a Leena en una silla. Un policía tecleó algo en lo que era evidentemente una sencilla computadora primitiva basada probablemente en un arcaico sistema binario. Luego el policía miró indiferente a Leena, y preguntó:

—¿Nombre y apellidos?
—Leena.
—¿Leena, qué más?
—¿Qué más quiere que le diga?
—Señorita, no se le ocurra burlarse de mí.
—¿Yo? Yo solo me burlo del tío Vasyl.

El policía miró un momento a Leena. Otro policía cercano que escuchó la conversación le hizo un gesto, interpretando que podría estar mal de la cabeza. El policía cambió de táctica.

—Vamos a intentar otro camino. ¿El apellido de su padre?
—No le conocí.
—¿Y su madre?
—Parker.
—Claro, seguro que sí: Parker. ¿Cuál es el real?
—Es Parker, señor.
—Está bien, está bien, vamos a poner Parker. Ya hemos dado el primer paso: Leena Parker. ¿Lugar y fecha de nacimiento?
—Fui regenerada en la astronave Charles de Gaulle, nave de combate de tipo crucero pesado mediante la combinación de mi secuencia genética y engramas de memoria.
—¿Astronave? ¿Quiere decir que, en realidad, nació en un barco, señorita? —Leena dudó un momento.
—Podría decirse que sí.
—¿Nacionalidad?
—Humana.
—No, no. Me refiero, de qué país es usted. Qué estado.
—Si se refiere a qué organización, estaba alistada con el Grupo I Estratégico de Defensa, sección Blanca, comandada por la Almirante Yolande Le Brun.
—Ya, claro, seguro, y yo soy el Capitán América.
—¿Es usted capitán? Mi tío Vasyl ejercía ese mando en la flota. —El policía se llevó las manos a la cara.
—Está bien, de acuerdo. Tengo que terminar esta ficha, y es lo que voy a hacer. Por su acento pondré que nació en Nueva York.
—Mi madre era de Nueva York.
—¿Lo ve, señorita? Ya vamos haciendo progresos. Y ahora, dígame. ¿Qué ha ocurrido?
—Un hombre me dijo algo raro. No le entendí.
—¿Qué le dijo?
—Me dijo: «cuánto por media hora».
—Ya. ¿Es usted prostituta? ¿Ejerce la prostitución en la calle?
—¿Qué es una prostituta? Yo ejercía como consejera de mi madre principalmente.
—Ya veo. Y luego ese hombre la atacó.
—Me sujetó por los brazos. Le hice una proyección básica de jiu jitsu. Mi tío Vasyl siempre dice que es lo mejor en estos casos. El brazo se lo rompió él al caer.
—Entiendo. Vamos a poner «legítima defensa» y así me podré deshacer de ti lo más pronto posible, Leena, si me permites que te llame así.
—Se lo permito —respondió Leena sonriente.
—¿Dónde vives ahora?
—Iba cambiando de nave en nave, cuando mi madre vivía. Los últimos cinco años vivía sola, en una pequeña casa en Idafeld, cerca de la de mi tío Vasyl.
—¿Y eso dónde está? —Leena suspiró.
—Muy lejos. Supongo.

El policía no dijo nada más. Parecía evidente que la joven tenía algún problema mental, y él era policía, no loquero. Las autoridades sanitarias ya la tratarían, cuándo y cómo fuese necesario. Cerró el expediente.

—Ahora te darán algo de comida y te indicarán un lugar donde pueden atenderte un par de días. Lo siento, no puedo hacer nada más por ti. Llegan jóvenes como tú casi todos los días. Querría ayudarte. Pero nuestros recursos son limitados.
—Entiendo señor, y gracias.
—No me las des. Y ten cuidado ahí fuera. Es peligroso.
—Tendré cuidado.

Un primer hogar. O algo así.

Leena salió de la comisaría. Antes de salir le dieron algo de comida y bebida, y le indicaron una dirección para algo llamado «hogar social». Tras varios intentos, pudo por fin encontrar la dirección de aquel «hogar social».

Al principio no querían admitirla porque no tenía aspecto de necesitarlo, pero el broche de su cinturón era de un metal dorado que inmediatamente les llamó la atención. Tras una pequeña charla, le darían de comer y alojamiento durante un mes a cambio de aquel broche. Era ridículo, solo era un trozo de metal sin más. Pero, si tan obsesionados estaban por ese trozo de metal, y con ello podía tener un lugar donde comenzar a buscar y a prepararse, lo aceptaría.

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En el hogar social le dijeron también que tendría que buscar trabajo: una ocupación. Debería trabajar para ganar dinero y poder seguir allí.

Al día siguiente, tras un día y una noche completos en aquel «hogar social», y ya con ropa donada por aquella gente, Leena salió a pasear. Encontró un local con amplios cristales, donde la gente se entrenaba en artes marciales. El profesor le recordó lejanamente a Vasyl. Cuando la clase terminó, entró en aquel lugar, que tenía un letrero que indicaba «Gimnasio y artes marciales». Aquello podría servir de ocupación.

—Perdone, soy Leena, y quisiera trabajar con usted. Me han dicho que tengo que ocuparme. —El profesor de artes marciales la miró con sorpresa.
—Jovencita, si lo que quieres es ser alumna, hay clases disponibles. El pago es por adelantado.
—¿Alumna? No, no me entiende. El caso es que quería dar clases con usted. Ser su ayudante.
—¿Tú? ¡Qué tonterías son estas! ¿Te estás riendo de mí? Pero si eres casi una niña. ¿Qué sabes tú de artes marciales?
—Mi tío me ha enseñado. —El profesor sonrió.
—¿Tu tío? Mira, jovencita, veo que no andas muy bien de la cabeza. Si quieres apuntarte a aprender artes marciales, las tardes de los martes y jueves tienen plazas libres.
—¿Aprender? Ya se lo he dicho: yo quiero enseñar. Ocuparme. Ganar eso que se llama dinero.
—Ah, ahora entiendo: ocuparte… O sea, trabajar.
—¡Eso! ¡Trabajar!
—Necesitamos gente experta. Y que sean cinturón negro con el título homologado para poder impartir clases. Somos una escuela seria.
—Puedo conseguir un cinturón negro, o hacerlo. Eso no es problema para mí.

El profesor suspiró. Pensó que lo mejor era cerrar ese asunto rápidamente.

—Está bien. Ponte en el tatami. Ahí, en medio. Yo te ataco. Tú te defiendes. ¿Has comprendido?
—Perfectamente.
—Bien. Te diré lo que vamos a hacer. Te atacaré. Te derribaré tres veces y te mantendré en el suelo unos segundos, lo que significará que has sido derrotada. Tras la tercera vez, te irás por esa puerta, para no volver nunca más. Repito: nunca más. Prometo no hacerte daño. ¿Te ha quedado claro?
—Muy claro.

Leena se mantuvo en silencio. El profesor vio que ni siquiera se colocaba en posición defensiva. No quería hacer daño a Leena. La derribaría tres veces suavemente, y se libraría de aquella extraña jovencita.

El profesor atacó. Lo siguiente que sintió es que estaba en el suelo con Leena encima, sin saber muy bien cómo había llegado ahí. Se levantó. Volvió a atacar. Esta vez cayó de espaldas. Intrigado, hizo un ataque potente, que se frustró cuando Leena le desvió, yendo a chocar contra la protección de la pared. Luego Leena saltó sobre el cuello del profesor, le dio media vuelta, y se quedó con una pierna apoyada sobre el cuello del profesor, que se hallaba boca abajo. Mientras el profesor sentía la pierna de Leena apretándole en el cuello, esta dijo:

—Es usted bueno, ya lo creo. Pero no tanto como mi tío Vasyl.
—Vaya… cuánto lo siento —acertó a decir el profesor, mientras golpeaba con la palma de la mano el suelo, y Leena se levantaba.

Luego Leena se puso de pie, y saludó al estilo oriental al profesor. Este aún no podía ni empezar a entender lo que había ocurrido. Al fin, y tras recuperarse, le dijo:

—Estás contratada a partir del lunes. Lunes, miércoles,  y viernes. De cuatro a ocho. Te daré 450 dólares para empezar. —Leena, que empezaba a entender el concepto del dinero, preguntó:
—¿Y eso es mucho?
—Es lo que puedo ofrecerte.
—Entonces estará bien. Gracias, señor…
—Iván González. Llámame Iván.
—Muy bien, señor Iván. Nos vemos el lunes.
—¿Qué edad tienes?
—Voy a hacer veintidós años.
—Me gustaría que le dieses unas clases a mi hijo. Yo me veo incapaz de enseñarle nada. Quizás tú puedas. Te daré un extra por ello. Es un poco más joven que tú. Es bastante torpe, y quizás puedas ayudarle. Se llama Héctor.
—Estaré encantada.
—Y ya me explicarás cómo has hecho eso.
—¿Hacer el qué?
—Déjalo, no importa. Nos vemos el lunes.

Una cara conocida.

Leena salió, y fue a dar un paseo. De momento, tenía un «trabajo ocupado» y ganaría algo de dinero, que al parecer se usaba para comer. ¿Qué sentido tenía cambiar un trozo de papel, o unos trozos circulares de metal por comida? Pero tío Vasyl ya le dijo que no intentase entender ese mundo. Lo mejor era llegar, y adaptarse. Y eso era lo que estaba haciendo.

De pronto, en una pequeña calle, vio una figura moviéndose. Fue un instante. Pero fue suficiente.

Leena salió corriendo. Un hombre de algo más de treinta años, con unos pantalones viejos medio rotos, una camiseta de un grupo de rock, y unas zapatillas deportivas caminaba cabizbajo. Leena lo abordó:

—¡Eh! ¡Eh! —Aquel hombre se dio la vuelta. Miró unos instantes a Leena.
—¿Qué quieres? Déjame tranquilo.
—¿Tranquilo? ¡Si no hay nada que te altere nunca!
—Tengo que volver a mi apartamento. Olvídame.
—¡Scott! —Gritó Leena. El hombre se volvió.
—¿Cómo sabes mi nombre? ¿Me has estado espiando?
—¡Calla la boca! ¡Qué suerte haberte encontrado! ¡Al fin una cara conocida, aunque sea la tuya!
—No recuerdo haberte visto en mi vida.
—Vamos, Scott. Te acompaño a tu apartamento. Tenemos mucho de qué hablar.
—Eh, eh, mira, niña, no estoy interesado en mantener relaciones sexuales contigo, ya tengo un plan para esta tarde.
—¡Qué engreído, como siempre! No vas a tener relaciones sexuales conmigo, no te hagas ilusiones. Vas a contarme todo eso del plan para encontrar una solución para la humanidad que me explicó tío Vasyl.

Scott se quedó petrificado, casi congelado. Miró a Leena, la tomó del brazo, y dijo:

—¿Qué sabes tú de la humanidad, y de una solución?
—Sé que tienes un plan que implica salvar a la humanidad. Pero que no te han hecho demasiado caso todavía.

Scott resopló. Aquello era una sorpresa increíble para él. Hizo un gesto a Leena para que le acompañara. Miró a todos lados para ver si les seguían. Por el camino, Scott le preguntó:

—¿Y de dónde sales tú?
—Del hogar social que hay a unas manzanas de aquí.
—Entiendo.

Siguieron caminando. Luego llegaron al apartamento de Scott, un viejo agujero de cuarenta metros en una de las zonas más degradadas de San Francisco. Sacó una cerveza, y le puso otra a Leena. Luego Scott preguntó:

—¿Quién eres tú? ¿Y qué sabes de mi investigación?
—Me llamo Leena. Sé, porque me lo advirtieron, que voy a tener que darte alguna que otra patada para que espabiles. Pero que irás reaccionando con el tiempo mientras me encargo de la gestión y dirección de un nuevo proyecto, del que tú serás el, digamos, asesor técnico del mismo. —Scott rio.
—¿Tú? ¿Gestionar y dirigir el proyecto? ¿Una cría que no tiene ni dónde caerse muerta?

De pronto, Scott sintió un vacío en el estómago. En un instante se sintió flotando, y volando a gran velocidad contra una pared, donde quedó dolorido, y pegado, sin poder moverse. Solo podía hablar.

Leena se acercó. Scott preguntó:

—¿Cómo… cómo has hecho eso?
—Es una herencia mental de mi madre. Pero potenciada. Y ahora, ¿vas a escucharme? ¿O prefieres pasar el día ahí, flotando y pegado a la pared?

Scott asintió. Inmediatamente cayó al suelo. Luego Leena se acercó. Miró a aquellos profundos ojos grises, y le dijo:

—Tenemos trabajo, Scott. Muchos confían en nosotros. Gente que me importa. Gente que nos importa en realidad a los dos. Están en el futuro, atrapados. Esperando que hagamos las cosas como debe ser. Tenemos que organizar esa operación de salvamento de la humanidad en la que has estado pensando desde hace tiempo. Una operación que sirva para intentar salvar el planeta. Me han enviado para eso. Y tú me vas a ayudar con los aspectos técnicos. Yo no tengo ni idea de estadística, ni de probabilidad, ni de genética. Pero tú eres un experto. Y hemos de empezar ya. ¿Te ha quedado claro?
—Perfectamente —aseguró Scott mientras se rehacía de la caída—. Ahora solo falta que aparezca la cámara oculta para que se rían todos con esta broma.
—¿Qué camara? ¡Aquí no hay cámaras, Scott!
—Ya me lo imagino. ¿Y cómo vamos a llamar a esta operación?
—Normalmente, le pondría un nombre sencillo en forma de código. Pero tengo el nombre perfecto. Un nombre que sea claro, y conciso.
—¿Y qué nombre es ese?
—El nombre es: «Operación Folkvangr». Define muy bien el objetivo.
—Fantástico. Suena bien, muy melodramático. ¿Y habrá película?
—La película será tu cuerpo aplastado contra el techo como sigas haciendo bromas, Scott.
—Está bien, está bien… Cualquier cosa con tal de que bajes la voz. ¿Y cuándo empieza esa… «Operación Folkvangr»?

Leena sonrió. Miró de nuevo a Scott fijamente, y contestó:

—Ya ha empezado. Y no vamos a terminar hasta que el último de los supervivientes haya sido salvado, y hayamos asegurado el futuro. ¿Te ha quedado claro?

Scott hizo un gesto de saludo militar con gesto cansado, y contestó:

—A sus órdenes, mi comandante. Solo me faltaba esto: recibir órdenes de una niña. Creo que el futuro viene cargado de sorpresas.
—No sabes hasta qué punto, Scott. Ni te lo imaginas…


 

Autor: Fenrir

Amateur writer, I like aviation, movies, beer, and a good talk about anything that concerns the human being. Current status: Deceased.

4 opiniones en “Epílogo de «La leyenda de Darwan IV: Idafeld»”

  1. Hahahaha genial y muy creíble las reacciones. Leena es como su madre, Scott es muy Scott. Que grata sorpresa con el epílogo!! Las escenas y diálogos divertidas, realistas (que le cobraran en la casa de acogida me pareció tristemente real pero genial que lo pongas en el relato, aunque solo fuera un trozo de metal jajaja) La niña tiene las ideas claras y vuelta a empezar…

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    1. Efectivamente, el contexto y el mundo de las ayudas sociales son un pozo de miseria y de depredación muchas veces, y en Estados Unidos ciertos organismos que se llaman públicos están lo suficientemente corruptos como para tratar de sacar beneficio de donde sea, incluso del broche de oro de una jovencita. Y sí, Leena es ciertamente parecida a su madre, aunque más reservada y no tan ruidosa. Pero cumple sus objetivos. Y Scott, bueno, es Scott, él mismo se define je je, un abrazo.

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