Primera parte en este enlace.
Segunda parte de este relato corto sobre el origen de la disputa entre Sandra y Robert que ellos mismos discuten en «Las entrañas de Nidavellir».
Doce años antes, en 2141, Sandra ha comprobado que Robert está en algún lugar de Rusia, y supone que debe de haber ido a Moscú, y más concretamente a la Universidad Estatal M.V. Lomonósov de Moscú, para contactar con un hombre que podría tener algún dato sobre Robert…
Sandra llegó al hotel sin novedad, un establecimiento de baja categoría, lleno de estudiantes, por encontrarse relativamente cerca de la universidad y por sus precios comedidos, y pasó la noche a oscuras buscando información de varios cientos de miles de fuentes sobre Víctor Kerimov, el decano de la facultad de exobiología de la Universidad M.V. Lomonósov de Moscú, y de muchos otros individuos, empresas y entidades, que pudieran tener alguna relación con la presencia de Robert en Rusia.
Kerimov era un hombre muy culto, de algo más de cuarenta años, que había hecho una brillante carrera en la universidad, que le había llevado al decanato de forma rápida, y en medio del reconocimiento internacional. Era evidente que, como muchos rusos, nunca había hecho declaraciones políticas, más allá de las formales, lo cual le había granjeado fama de poco comprometido con el futuro de su antiguo país, pero lo suficientemente inteligente como para saber mantenerse en un delgado hilo de neutralidad. Pero Kerimov, como cualquier otro ruso, sabía que hablar abiertamente de política, incluso a favor, no era conveniente excepto para aquellos directamente implicados en política. Y aún con reservas en aquellos casos.
Por la mañana, Sandra se dirigió a la facultad. Encontró el despacho de Víctor, y a él en su interior. Era un hombre taciturno, trabajador incansable, casi de la altura de Sandra, y enjuto, como las horas que pasaba en aquel lugar. Sus ojos azules eran algo más oscuros que los de Sandra, y tremendamente expresivos.
Sandra golpeó la sencilla puerta de cristal dos veces. Víctor levantó ligeramente la vista con cara de sorpresa. Hizo un gesto a Sandra para que entrara. Esta entró lentamente, quedándose de pie tras la compulsa mesa llena de papeles y objetos.
—Buenos días, profesor Kerimov.
—Buenos días, señorita…
—Sandra Kimmel. Estudiante de exobiología de quinto curso en la universidad Johns Hopkins, Baltimore, en el antiguo estado de Maryland.
—Muy bien. Señorita Kimmel, dígame, qué desea. Y entienda que estoy muy ocupado.
—Tenía una hora concertada con usted.
—Eso no es posible. Nunca acepto visitas los martes.
Víctor consultó la agenda electrónica. En la misma podía leerse: «Consultoría y asesoramiento. Estudiante: Sandra Kimmel. Universidad Johns Hopkins». Víctor alzó las cejas. No podía saber que Sandra se había introducido en la base de datos de la universidad. Luego examinó la ficha de estudiante de Sandra, que mostraba notas de alto nivel. Al fin, puso cara de circunstancias, tiró la agenda en la mesa, y preguntó:
—Muy bien, señorita Kimmel. Debió de haber un error en la asignación de visitas. Pero viene usted de lejos, y veo que es usted una estudiante brillante. La atenderé unos minutos. Luego tendrá que irse. Siéntese, por favor.
Sandra se sentó, dejando el abrigo en la silla, y mostrando un vestido clásico y sencillo con falda y unas botas, una indumentaria que era bastante popular entre las jóvenes de aquel antiguo país que antes se llamó Estados Unidos. Luego habló:
—Estoy realizando una investigación sobre exobiología del Espacio Profundo. He analizado muestras que han ido recogiendo diferentes empresas e instituciones, especialmente la Titan Deep Space Company, que son quienes han ido más lejos en sus análisis.
—Sí, así es. Sin duda la exobiología es una materia en la que nos hallamos como los primeros homínidos que se encontraron frente al mar. Somos sin duda los pioneros en la investigación del descubrimiento más importante de la historia de la vida, y de la ciencia en general. La prueba fehaciente de que hay vida fuera de la Tierra, y de que es sorprendentemente similar a la de la Tierra, aunque no es terrestre de ningún modo. ¿Qué está estudiando usted, concretamente?
—Estoy investigando la posible función de los ácidos nucleicos de las bacterias encontradas en Encelado, la luna de Saturno.
—Sí. Los XARN, como los hemos llamado. ARN extraterrestre. Similar funcionalmente, aunque estructuralmente distinto.
—Exacto. Pero estoy atascada. No consigo avanzar en la función de los aminoácidos y su expresión como proteínas. El modelo no debería funcionar.
—Pero funciona. Creemos que es por la atmósfera interior de Encelado. Existen compuestos en la atmósfera que actúan como enzimas, como catalizadores, permitiendo la expresión de las proteínas. Al fin y al cabo, es algo parecido con la actividad aeróbica de la Tierra con el oxígeno. Está usted atascada en algo que nos mantiene muy ocupados a todos. —Sandra asintió levemente, y repuso:
—Pero he leído que hay un joven prometedor que tiene algunas hipótesis muy brillantes sobre este problema, profesor Kerimov. Y que ha desarrollado unos trabajos publicados en arxiv.org, que han revolucionado las ideas sobre el modelo y estructura del XARN. Se llama Robert Bossard, y usted ha escrito sobre él.
Víctor asintió levemente. Contestó:
—Ummmh, sí, es cierto. Un joven brillante, sin duda. Como usted. Sus ideas son prometedoras. Claras y concisas. He escrito algunos documentos avalando sus ideas, y apoyando sus reflexiones. Pero seguimos en un punto muerto. ¿Está usted de acuerdo?
—Totalmente. Pero es evidente que ese punto muerto se debe superar.
—Claro. Pero necesitamos más material. Traer XARN a los laboratorios de la Tierra en recipientes que simulen la atmósfera de Encelado. Bossard ha postulado una conexión además, con las bacterias de Titán. Eso sería revolucionario. Tanto como las pruebas de que las antiguas bacterias de Marte, cuando ese planeta tenía vida, modificaron el hábitat original de la Tierra, o incluso la poblaron. ¿Alguna cosa más? Tengo trabajo, y disculpe que sea tan directo.
—Solo una cosa más. He averiguado que Robert Bossard se encuentra en algún punto de Rusia. He supuesto que ha venido a ampliar conocimientos y trabajar en su investigación aquí, en Moscú. Pensé, por lo tanto, que quizás vino a verle a usted. Por sus comentarios positivos, y por sus enormes conocimientos en exobiología comparada. ¿Es así? Y si es cierto, ¿sabría dónde localizarle?
Víctor se mantuvo en silencio unos instantes. Sandra notó que su ritmo cardiaco se aceleraba, así como su tensión arterial.
—¿Y por qué debería saber yo algo de Robert Bossard, señorita? ¿Simplemente por mi trabajo en exobiología, y algún escrito sobre sus ideas?
—Yo… suponía que habría venido a verle a usted.
—Pues se equivoca, señorita Kimmel —afirmó Víctor con vehemencia—. Yo no le conozco ni le he visto, y si está en Rusia es algo que desconozco y no me compete. ¿Algo más?
—Yo… no tengo nada más que decir.
Víctor miró un momento a un punto concreto del despacho. Luego miró a Sandra, que verificó que ese punto disponía de una cámara de seguridad.
—Bien, doctor Kerimov. Me voy entonces. Quiero agradecerle su amabilidad.
—Puede agradecérmelo marchándose. Tengo trabajo.
—Por supuesto, doctor Kerimov.
Sandra se levantó. Abrió la puerta, cuando Víctor dijo:
—Disculpe, señorita Kimmel. Ya que está muy agradecida conmigo, quizás pueda arreglarlo para seguir hablando de exobiología conmigo. Es usted una brillante estudiante, y seguramente podamos compartir algunas ideas.
—Estaré encantada, doctor. ¿Quedamos luego, a las tres, en la sala de juntas, o en algún otro lugar de la facultad?
—¿Qué tal en mi casa, esta noche? —Sandra alzó las cejas.
—¿En… su casa? ¿Esta noche?
—A las ocho. Soy buen cocinero. Quizás pueda hacerle descubrir alguna de nuestras maravillosas recetas rusas. Son excelentes.
—No lo dudo, pero…
—Ocho en punto. Y no falte. Su carrera puede dar un gran salto conmigo. Se lo aseguro. Tengo contactos. Y una estudiante como usted, podría ver abiertas algunas puertas muy importantes…
Sandra compuso una media sonrisa, y asintió levemente. Aquello era evidentemente una cita. En la misma casa de Kerimov. Kerimov estaba casado, pero su mujer pasaba largas temporadas fuera por cuestiones de trabajo.
La vieja historia del profesor que abusaba de sus jóvenes estudiantes para que estas obtuvieran beneficios en sus estudios se repetía una vez más. Pero la tensión arterial, el ritmo cardiaco, y la voz de Kerimov para nada correspondían a un hombre tentado de pasar una noche con una joven de unos veintitrés años. Más bien indicaban una situación emocional fuera de escala, y una necesidad de hablar con ella fuera de cámaras de control.
Sandra salió del despacho dándole vueltas a aquello. Fue luego a tomar una cerveza en el campus. Allí se encontraba sentada, cuando una joven rubia, ataviada con ropa típica rusa, le preguntó, también en ruso:
—¿Tú eres la nueva, la extranjera del hotel Universitetskaya? —Sandra se sorprendió:
—Vaya, ¿cómo sabes eso?
—Los estudiantes de Moscú llevamos un control de los extranjeros que vienen a los hoteles. Compartimos habitación. Tú pagas sesenta por ciento. Yo cuarenta por ciento.
—¿Y por qué tendría que hacer eso?
—Porque es una actitud solidaria con el pueblo ruso.
—Soy solidaria con el pueblo ruso. Pero no comparto mi cama con desconocidos.
—Ahora sí —aseguró la joven rusa—. Porque lo contrario es tener problemas. Y problemas graves.
—¿Eso es una amenaza?
—Es una certeza. Ya lo has oído. Sesenta-cuarenta. Y tu vida en Moscú será tranquila. Nos vemos a las ocho en el hall del hotel.
Sandra iba a decir algo. La joven se levantó, y se fue. Pero, de una forma rápida, le dejó una nota en la mano. La nota decía:
«Cena a las ocho con Víctor Kerimov. Es una trampa. No vayas si quieres vivir».
Sandra revisó los datos de la estudiante en la base de datos de la universidad. No tenía ningún aspecto destacable. Era estudiante de historia antigua. Con notas medias en la mayoría de los casos.
Aquella joven habría sin duda manipulado la cámara del despacho de Kerimov. Y habría oído la propuesta de cena. ¿O era algo realmente habitual en Kerimov llevar jóvenes estudiantes a su casa? Eso parecía muy improbable con él.
Ahora tenía que elegir. ¿Ir a ver a Kerimov? ¿O dejarlo de lado, si es que era una trampa, y aceptar la propuesta de aquella joven, que evidentemente quería hablar con ella a solas en su habitación?
Existía una tercera alternativa. No acudir a ninguna de las dos. Pero era evidente que uno de los dos, o los dos, podrían disponer de información importante, tal vez crucial, sobre el paradero y situación de Robert. O quizás algo más. Y tendría que averiguarlo pronto… Porque Robert no había dado signos de vida desde la conferencia, no había abandonado Rusia, y podría estar en un claro peligro…
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