Este es un nuevo relato dentro de ese contexto de novela romántica que últimamente estoy escribiendo, y que están siendo bien aceptados en la red literaria Lektu. Y, como el lector quiere romance, pues es romance lo que van a tener. La idea es terminar publicando un pequeño libro con estos relatos románticos, en una obra que comprenda todos estos textos unidos.
De todas formas, este texto, teniendo el romance como elemento central, está muy centrado también en elementos de ciencia ficción. Pero, al contrario de lo que ocurre en la saga, la ciencia ficción está al servicio del romanticismo, y no al revés.
De momento les dejo con este nuevo relato. Y, como siempre, espero que lo disfruten. Muchas gracias.
Nota: ya disponible en Lektu.

La pérdida.
Nos conocimos en San Francisco. Fue hace quince años. Éramos dos chiquillos inconscientes y enamorados. Yo acababa de cumplir dieciocho años. Ella apenas dieciséis. Su nombre: Helena. Y, en medio de un mundo absurdo y una situación de locura nos enamoramos, y de una noche de pasión ambos recibimos un mensaje del destino: íbamos a ser padres.
Tras la confusión inicial y el miedo, pronto nos rehicimos. Yo le prometí estar con ella hasta el último día de mi vida. Le prometí que no huiría, como suele ocurrir tantas veces, porque ella era el amor de mi vida. Y viviría por ella. Y moriría por ella. Helena era mi amor eterno. Y siempre lo sería.
Ella me prometió lo mismo a mí. Y ambos firmamos un pacto sagrado de amor. Romperíamos todas las cadenas del destino, y saldríamos adelante, viviendo de lo que fuese, trabajando de cualquier cosa, haciendo lo que fuese necesario para superar cualquier barrera.
Todo estaba escrito para un destino juntos. Solo que el destino juega a veces sus cartas sin que podamos entender cómo, ni por qué. Ella dio a luz a una preciosa niña, a la que llamamos Sandra. Dos años largos después, fuimos a Los Angeles, para pasar el día. Helena y la niña recibieron varios impactos de armas de fuego en un fuego cruzado entre bandas. Helena murió desangrada. Sandra al instante por un impacto en el pecho que la destrozó.
En aquel mundo de dolor, en aquellas condiciones, no hubo nada que hacer. Mi vida se rompió en aquel momento, de una vez, y para siempre.
Pero mi juramento de amor no fue algo trivial, ni en vano. Ni iba a renegar de mi palabra por la muerte. Mi juramento era eterno. Y viviría en mí, mientras yo viviese.
Volví a mi país. Y comencé a estudiar de forma muy dura e intensa. Una beca, y el apoyo de una institución, me permitieron terminar mis estudios, y llevar adelante la carrera de física, la cual terminé con honores, incluyendo un doctorado en física teórica.
Helena seguía presente en mi vida, y me negaba en redondo a tener cualquier relación sentimental posterior, incluso habiendo tenido oportunidades con mujeres maravillosas. Pero mi obsesión era cada día más clara y evidente: Helena, y Sandra, eran, y serían para siempre, el centro de mi alma y de mi corazón.
Destino caprichoso.
Todo aquello no habría trascendido de mi mente y mis recuerdos, y yo habría terminado mis días sin más. Pero la física es algo increíble, gigantesco, e iluminador, que había cambiado mi vida. Y me había demostrado algo: el ser humano es capaz de entender el universo hasta un nivel de detalle como nunca antes se podría haber imaginado. También me había demostrado algo incluso más importante: quien tiene el conocimiento sobre algo, tiene el poder de cambiar ese algo. No podemos cambiar lo que no conocemos.
Con ese pensamiento me dirigí a mi profesor del doctorado, que estaba en la cafetería de la facultad.
—Hola, doctor Martin. Buenas tardes. —Mi profesor sonrió.
—¿Cuántas veces te he de decir que me llames Pitt? Eres demasiado formal.
—Es posible. Supongo que forma parte de la educación que recibí. Estaba pensando en lo que me dijo el otro día… —Mi profesor asintió.
—Sí. Tu futuro profesional como investigador. Entonces no podía decírtelo.
—¿Decirme el qué? —Pregunté dubitativo.
—Tenía que hacer unas preguntas. Sabes que el sucesor del acelerador de partículas del CERN, el LHC, ya está en marcha y es operativo. El LHC es historia. Ahora tenemos un nuevo acelerador, mucho más potente.
—Sí, por supuesto. Cien kilómetros de circunferencia. Diez veces la potencia del LHC. Incluso más.
—Sí. Algunos ilusos la llaman la máquina de Dios. Porque creen que podrá arrancar del universo sus secretos más íntimos y ocultos. A mí ese nombre no me gusta en absoluto. Pero si sirve para hacer publicidad y ganar patrocinios y soporte no me voy a quejar. El caso es que te quieren allí.
—¿A mí? —Pregunté de nuevo, ahora sorprendido.
—¿Qué cara es esa? Tu tesis doctoral es brillante. Tu idea de que el plegamiento de las dimensiones adicionales en la escala de Planck podrían desplegarse para observar su estructura interna, e incluso ampliarlas para analizar su estructura, es revolucionaria. Y tengo que decirte que el CERN ya está trabajando en ello.
Yo me quedé sorprendido. El CERN estaba trabajando en mi teoría sobre plegamiento dimensional a la escala de Planck. Era increíble.
—Es una sorpresa, pero yo soy un físico teórico, profesor… Pitt. Y no me muevo bien en trabajo de campo.
Pitt asintió levemente. Luego añadió:
—Lo sé. Pero esto es especial. En el nuevo acelerador, en el CERN… han pasado cosas.
—¿Qué cosas?
—Será mejor que vayas allá. Pregunta por el doctor Borisov. Pavel Borisov. Sal mañana, y usa para pagos la tarjeta de la universidad. No te preocupes, tu límite ha sido ampliado. Y mucho, además.
—¿No puede decirme qué ocurre, al menos? —Pitt se mantuvo en silencio unos segundos. Luego dijo, en un susurro:
—Solo puedo decirte una cosa: es mejor que te prepares para uno de los descubrimientos más grandes en la historia de la humanidad…
El secreto.
Tomé el primer vuelo a Ginebra, y de allí al CERN. Me alojaron en una habitación individual demasiado lujosa para mi gusto, y a la mañana siguiente me acompañaron al despacho de Borisov. Este estaba hundido en una pantalla cuando entré. Era ya un hombre entrado en años. Débil, con problemas diversos de salud. Pero fuerte y duro para seguir trabajando.
De pronto, levantó la cabeza. Asintió, y le dijo a mi acompañante:
—Gracias, puedes retirarte ahora.
Nos quedamos solos en el despacho. Borisov me invitó con un gesto a sentarme frente a él. Comenzó siendo tan directo como suelen serlo los rusos cuando algo les preocupa de una forma especialmente profunda.
—Doctor Davis, muchas gracias por acudir con tanta celeridad.
—No podría ser de otro modo. El doctor Martin, mi profesor tutor, no quiso contarme nada.
—Lo entiendo. Verá, doctor Davis. Los científicos somos muy dados a… explicarlo todo. A contar y compartir nuestros datos.
—Es la base de la ciencia y el conocimiento —aseguré.
—Sin duda. Y cada vez que se ha optado por ocultar datos, hemos perdido una oportunidad de mejorar el presente y el futuro de la humanidad. Pero, de momento, tengo que pedirle, que rogarle, que esto que vamos a hablar sea mantenido en la más estricta confidencialidad.
Aquello sonó raro. ¿Confidencialidad? ¿En un laboratorio de física de altas energías? Sin embargo, mi curiosidad era enorme. Así que contesté:
—Por supuesto, doctor Borisov. Seré una tumba.
—Muy bien. Supongo que conoce, o al menos tiene una idea, de las teorías sobre puentes Einstein-Rosen. Y, concretamente, sobre los conocidos como agujeros de gusano de Morris-Thorne.
—Lo conozco, y lo he estudiado con cierto detalle. Los agujeros de gusano de Morris-Thorne son un tipo de puente Einstein-Rosen que podrían mantenerse estables, para establecer conexiones con otros universos paralelos. Todo ello según la relatividad general, la teoría de cuerdas ya en desuso, y nuevas teorías derivadas de las anteriores.
—Yo no podría haberlo definido mejor —aseguró Borisov—. Como sabrá, es necesaria una gran energía, y materia exótica, es decir, materia con masa negativa, para que sean posibles.
—Sí, lo sé. Pero todo eso es teoría. Nunca se ha visto un puente Einstein-Rosen natural, es decir, un agujero de gusano, en experimento alguno.
El doctor Borisov no dijo nada. Simplemente, proyectó una imagen holográfica con datos. Era una pequeña simulación del resultado de una prueba reciente con el nuevo acelerador de partículas.
Yo comencé a mirar los resultados y valores. Unas líneas blancas me llamaron la atención.
—Disculpe, doctor Borisov. Estas líneas son incongruentes. Indican un aporte de energía neto muy superior a la energía original empleada en la colisión.
De pronto, una línea roja apareció desde el centro. Luego otra. Y otra. Yo empecé a tragar saliva. Solo pude balbucear unas palabras.
—Estos datos… no pueden ser correctos. Son valores imposibles…
El doctor Borisov se levantó, y se acercó. Con el dedo señaló las líneas blancas. Luego las rojas.
—Estos datos han sido verificados experimentalmente. Tenemos un Sigma 5.2 de momento. Esperamos llegar a Sigma 7 esta semana. Es decir, un nivel de seguridad de los datos realmente importante.
—Pero entonces… —Borisov asintió:
—Las líneas blancas son el resultado de una rotura del tejido espacio-temporal. Son partículas extrañas, de masa negativa, y que provienen…
—No puede ser —insistí.
—Provienen, sin casi ningún género de dudas, de otro universo. Un universo donde esa masa se puede considerar positiva. Pero es un universo espejo. Luego, ese universo nos manda partículas que, en este universo, tienen masa negativa. O imaginaria, como más le guste. Materia exótica, en definitiva.
Yo miré asombrado los datos de nuevo. Finalmente, sugerí:
—Entonces, esas líneas rojas son…
—Vamos, doctor Davis. Es usted un recién doctorado con un nivel como nunca había visto.
—Sí, pero esto es…
—Adelante. Dígalo. Sin miedo.
—Partículas bariónicas, de nuestro universo, viajando a otro universo paralelo. Si es que no me he vuelto loco, y si esto no es la broma más pesada que le han hecho a un recién llegado.
—Ni se ha vuelto loco, ni esto es una broma. Esas líneas rojas son protones de nuestro universo. Entrando en un universo paralelo.
—Pero… el acelerador no tiene energía para algo así.
—El acelerador, con la energía del sistema, no podría, por supuesto. Pero el campo electromagnético es de tal magnitud, y tan concentrado, que rasga, literalmente, el tejido espacio-temporal. Se produce, de hecho, un puente Einstein-Rosen del tipo Morris-Thorne. Un agujero de gusano… a otro universo completamente desconocido…
Me caí redondo en la silla. Aquello solo significaba una cosa: los universos similares al nuestro no solo eran una realidad verificable. Eran, de hecho, elementos que podían conectarse entre sí. Y aquella materia en forma de líneas rojas, viajando de un universo a otro, eran la prueba.
La imagen desapareció de pantalla. El doctor Borisov susurró:
—Comprende ahora por qué debemos mantener esto en silencio, hasta tener una certeza completamente segura de que funciona. A pesar del Sigma actual, creemos que es prudente seguir con la investigación. Y ahí entra usted. —Yo me sorprendí de nuevo. Si es que eso era todavía posible.
—Lo entiendo, doctor. Esto es como el descubrimiento de la mecánica cuántica, o el dominio del fuego.
—Básicamente. Supone algo fundamental: nuestro inmenso universo, que nos parecía gigantesco e inabarcable, es solo una minúscula partícula en un mar inmenso de universos. Algunos tremendamente parecidos a los nuestros. Ya lo hemos verificado.
Aquella última frase se me clavó en el corazón. Me despedí del profesor, y me enseñaron las instalaciones.
La directora del detector de partículas Alpha, que había hallado las partículas provenientes de otro universo, era la doctora Martha Glenn, una mujer de casi cuarenta años, con una carrera que la había llevado a gestionar uno de los detectores más complejos y sofisticados del mundo, si no el mayor. Mientras caminábamos por las instalaciones, me dijo:
—Me alegro de tenerle aquí, doctor Davis. He visto sus trabajos, y son impresionantes.
—Gracias, me adula usted.
—¿Por qué? Es la verdad. Mañana haremos otra prueba. Y me gustaría que estuviese con mi equipo en el centro de detección de datos. Necesito su opinión directa, frente al fenómeno. Solo cuando se ve el hecho frente a uno mismo se comprende toda su dimensión y extensión.
—No podría estar más de acuerdo, doctora Glenn.
—Llámame Martha. Por cierto, mi marido y yo estaríamos encantados de que vinieses una noche a cenar a casa. Eso sí: tengo dos pequeñas hijas, locas por conocer los secretos del universo, que te harán mil preguntas.
—Estaré encantado, doctora… Martha.
—Eso está mejor —aseguró Martha con una sonrisa.
Me fui a dormir, aunque aquella noche prácticamente no pude pegar ojo. A la mañana siguiente, el acelerador demostró que todo se verificaba una vez más. Y aquello suponía una puerta, un puente hacia un sinfín de universos. ¿El espacio, la última frontera? Me reí interiormente. La última frontera del espacio era como un paseo por la playa frente a las posibilidades que se ofrecían mediante este descubrimiento.
El puente Einstein-Rosen.
No podía esperar. Aquella noche me la pasé en vela en mi nuevo despacho, delante del terminal de la computadora cuántica que teníamos disponible en las mismas instalaciones. Con ella pude realizar varias simulaciones. Seguí a la mañana siguiente, y por la tarde. A las diecisiete horas y un minuto exactamente, grité, y salté por todo el despacho como un loco.
La doctora Martha Glenn escuchó los gritos, su despacho estaba muy cerca. Era un sábado, y no había casi nadie más. Entró en mi despacho con una mezcla de curiosidad y sorpresa.
—¿Qué ocurre, Davis? ¿Te ha tocado la lotería? —Yo no pude evitar mirarla y abrazarla. Ella me abrazó también. Luego la solté, y me preguntó:
—Muy bien, ya nos hemos abrazado. ¿Qué estamos celebrando?
—Una nueva era. Olvídate de todo lo que has aprendido hasta ahora.
—Fantástico. Estoy lista para olvidar. Si realmente merece la pena, lo cual está por ver. Vamos a ver qué es eso que te ha vuelto loco.
Yo asentí, y activé una proyección de las simulaciones que había preparado. Allí, en medio del despacho, apareció una especie de vórtice. Pero no era la típica luz que lleva a otros mundos. Era un muro físico de materia. Una especie de puente de luz y materia que se alimentaba de la energía de un universo cercano.
La doctora Glenn estalló en un grito. De pronto, se llevó las manos a la cabeza.
—¡Esto es… es increíble! —Gritó. Yo asentí como un loco.
—¡Y es estable! ¡Es estable! —Aseguré.
—Pero… ¡Esto es un puente real! ¡Un camino físico, una apertura macroscópica a otro universo!
—¡Exacto! He repetido la simulación diez veces. En todas es estable.
Glenn se mantuvo en silencio un instante. Luego activó su computadora intradermal y efectuó una llamada.
—¿Pavel? ¿Me oyes? ¿Estás sentado? Sí, sí, ya sé que últimamente siempre estás sentado. Escucha. Te mando unos datos de Davis…
Martha mandó los datos a Pavel. De pronto, Martha cerró los ojos. Se escucharon unos gritos al otro lado de la línea.
—¡Pero no grites tanto, Pavel! ¡Recuerda que tienes una edad!
Al cabo de media hora, el doctor Pavel Borisov estaba en mi despacho, analizando mi simulación. Gritó casi tanto como yo. Finalmente, dijo:
—Esto es absolutamente increíble. Voy a convocar una reunión. Este proyecto es demasiado grande, demasiado importante. No requiere de la aprobación ni del filtro de nadie.
—¿Qué proyecto? —Pregunté curioso. Pavel me miró extrañado.
—¿Eres tonto, Davis? ¡El proyecto de llevar a cabo esta simulación, y convertirla en un experimento real, por supuesto! ¡Vamos a poner a trabajar a dos mil físicos y a mil ingenieros desde mañana mismo! Les diremos que es un experimento importante, pero no los detalles. Esos detalles no saldrán de aquí, excepto para ciertas autoridades. ¡En marcha!
El experimento.
Los dos años siguientes fueron una locura. Desgraciadamente Pavel solo pudo participar en el desarrollo las primeras semanas. A pesar de los muchos cuidados y precauciones, el corazón le falló de forma irremisible y falleció.
Nombraron, como muchos esperábamos, a la doctora Martha Glenn como la nueva directora del CERN. Ella me nombró a mí como máximo responsable del proyecto. Yo tenía entonces solamente treinta y tres años, pero desde luego no iba a negarme a gestionar y dirigir el proyecto más ambicioso de la humanidad desde la llegada a Marte.
Justo veinticinco meses después de haber redactado mi primera simulación, el experimento estaba listo. Consumía una cantidad gigantesca de energía, algo prohibitivo hasta hacía poco tiempo. Afortunadamente los reactores de fusión permitían generar aquel caudal de potencia para habilitar el puente Einstein-Rosen, mediante un proceso muy similar a un efecto túnel cuántico, pero a escala macroscópica.
Aquella mañana no estaban presentes medios de comunicación, ni personal externo. Solo un puñado de hombres y mujeres, conocedores de lo que se estaba fraguando. Cuando el acelerador se activó, todos contuvimos la respiración. El acelerador comenzó a insuflar energía en un punto especialmente preparado para generar el puente.
Tras tres minutos y seis segundos exactos, una luz impresionante dio paso a un puente, formado por una mezcla de materia y energía. Afortunadamente todos portábamos gafas, porque lo contrario hubiese sido fatal para nuestras retinas.
—La puerta estelar —comentó uno de los técnicos. Yo sonreí. Luego le respondí:
—Me gustó mucho la película, y lo que he visto de las series. Pero aquella puerta estelar llevaba a nuestro universo. Esta lleva a incontables universos. Y aquella puerta no se sabía cómo operaba. Esta no solo lo sabemos; además la hemos construido nosotros.
Un dron especialmente equipado entró por el puente. La energía usada era la justa para conectar, precisamente, con un universo muy similar al nuestro, que tuviese una energía del vacío similar. Contactar con universos con energías distintas sería más complicado. Era como viajar más lejos.
El dron entró. La gigantesca pantalla holográfica de la sala apareció. Lo que vimos en su proyección nos dejó asombrados. Realmente estupefactos. No se veía una ciudad futurista, o un extraterrestre con antenas. O un monstruo intentando destruir el dron, entrar en nuestro universo y controlar nuestras mentes. Lo que vimos fue mucho, mucho más impactante.
Fog City.
No dábamos crédito a nuestros ojos. Allá, frente a nosotros, en el monitor, se veía la ciudad de San Francisco. Perfecta. Exacta. Bella. Única. Ampliamos el zoom, y pudimos ver el puente del Golden Gate, y parte del distrito norte. Yo no era un gran conocedor de la ciudad, solo había estado allá casi tres años, con Helena. Pero uno de los presentes había viajado mucho a San Francisco por temas familiares. Admitió que no podía distinguir ese San Francisco del real. Yo le corregí:
—No es la definición exacta. ¿La San Francisco real? ¿Cuál es real? Porque esa ciudad es tan real como nuestra San Francisco.
—Excepto en algunos estados cuánticos de un puñado de partículas —añadió Martha.
—Exacto —confirmé—. Por eso hemos podido abrir un puente a la ciudad. Porque su nivel de energía de vacío es muy similar al nuestro, y el estado cuántico se diferencia del nuestro de un modo prácticamente imperceptible.
—Sí —asintió levemente Martha—. Y es muy probable que muchos de nosotros, si no todos, estemos viviendo ahí. Incluso preparando este mismo experimento.
El corazón me dio un vuelco. Era cierto. No lo había pensado. Sí había pensado en la materia, en la energía… Mi cabeza como físico siempre se movía a ese nivel. Pero, como bien decía la doctora Glenn, Martha, los estados cuánticos idénticos no terminaban en los objetos. En la ciudad, en el clima… Las personas no son más que estados cuánticos, desde un punto de vista de la física.
Finalmente, una vez verificado el experimento, se hizo público. Tomado con escepticismo por algunos, como un mensaje del fin del mundo para otros, y como ciencia real para unos pocos, lo que fue claro es que el Puente Glenn, como decidimos llamarlo, era una realidad.
El fenómeno debía tener el apellido de la doctora, porque era el alma mater del proyecto, aunque el diseño inicial era de mi concepción. Pero la idea de traerme había sido también suya. Y suyos los descubrimientos originales que me había mostrado el doctor Borisov. Y yo no quería pasar a la historia sin reconocer que, sin la doctora Martha Glenn y su enorme confianza en el proyecto, este no hubiese sido posible.
El reencuentro.
Aquel fue el momento en el que comencé a dejar de lado mis convicciones como científico y ser humano. En el que inicié un camino sin retorno… ¿Qué es la muerte, cuando puedes jugar con ella? ¿Qué es perder a un ser humano amado, cuando puedes manipular la realidad para recrearlo?
Esas ideas comenzaron a obsesionarme. Una semana después, había automatizado el sistema completamente para que una inteligencia artificial controlase los parámetros del Puente de Glenn. A medianoche activé el puente… y entré. El primer ser humano en entrar en otro universo. Algo que Martha había prohibido taxativamente. Pero no importaba. Ya no me importaba nada. Tenía que entrar. Y entré.
Me dirigí a la ciudad de San Francisco. Había desplegado el puente para que la fecha y el lugar fuese, exactamente, una en concreto, y una hora en concreto. Me había asegurado de que yo no existía en ese universo. Yo no había nacido allá.
Pero Helena sí. Quería verla, desde la distancia. No iba a presentarme a ella, claro. Pero en un escaparate me vi reflejado. Y entonces me asombré como nunca: mi aspecto físico era el de entonces. ¿Cómo era posible? Mi cuerpo, en ese universo, había rejuvenecido. Pero no mi mente. ¿Por qué?
Tendría que averiguarlo. Pero, mientras tanto, una idea increíble pasó por mi mente. Acudí al lugar donde nos conocimos por primera vez: una fiesta donde un amigo mío nos presentó.
Allí estaba Helena. De nuevo. Sonriente. Radiante. Única. Ella no me conocía. Así que actué de la misma forma que la primera vez. Me presenté, y dije más o menos las mismas palabras, recordando aquella noche, que nunca olvidaré.
Hablamos. Reímos. Cantamos mientras yo tocaba una guitarra que alguien tenía por allá.
Me despedí, como la primera noche. Habíamos quedado en una cafetería cercana, para vernos al día siguiente. Era por la tarde, pero reajusté los tiempos entre ambos universos, para que fuera siempre de noche en el mío. De este modo comenzamos una nueva relación, comenzamos a salir, y comenzamos a amarnos de nuevo. El tiempo fue pasando. Los sucesos fueron, en esencia, los mismos que la primera vez…
La revelación.
Pasó el tiempo. Mi relación con Helena creció. Incluso nació de nuevo la pequeña Sandra. Todo planificado por mí hasta el último detalle. Todo iba a ser como antes. Y esta vez mi vida iba a ser para mí y para Helena. Para siempre.
Una mañana estaba en mi despacho, cuando Martha entró. Su semblante era serio.
—Tenemos que hablar, Davis.
—¿De qué?
—Vamos, por favor. No intentes hacerte el despistado. Lo sé todo. Sé que has estado empleando el puente… de Glenn, mira que se me hace difícil llamarlo así. En todo caso, sé lo de tus excursiones nocturnas.
Yo tragué saliva. Pero, ¿cómo podría imaginar engañar a esa mujer? Martha Glenn era una de las mentes más brillantes del CERN, y probablemente del planeta. Así que no me anduve con rodeos.
—Es cierto. He estado usándolo fuera de horas. Y es cierto: no te dije nada. No quería mezclarte en esto. Es un tema mío. No te compete.
—Todo lo que compete a este centro de investigación y al uso de sus recursos y personal me compete, Davis.
—No todo. Esto es… personal.
—Lo sé. —Aquella frase de Martha, tan determinada y concisa, me impresionó.
—¿Lo sabes?
—Sabía que ocurría algo desde hace un tiempo. Y te seguí anoche al puente. En tu última… escapada. Pasé también al otro lado. Te vi con esa joven. Esa tal Helena. Parece una joven encantadora. Inteligente. Y fuerte.
—Helena es mi vida.
—Te gusta esa joven, de acuerdo. Pero esto no tiene sentido, Davis. Ella pertenece a otro universo. Y a otro tiempo.
Yo me levanté de la mesa, airado.
—Perdona, Martha, que te corrija. pero no, no entiendes nada. Ella era mi pareja, era mi vida aquí, en este universo. Helena murió desangrada. En un tiroteo entre bandas, en una excursión que hicimos a Los Ángeles. Mi hija murió también. Y mi vida se acabó. Se acabó con ella, y con Sandra… Ahora, el puente… —Tu puente. Es tu puente en realidad. Pero, por mucho que insista, parece que siempre será el Puente Glenn.
—No quiero ese honor, ya te lo dije. Solo la quiero a ella. Y a mi hija.
—No es posible, Davis. Ella está… muerta. Las dos están muertas. —Yo di un golpe en la mesa.
—¡No están muertas! —grité—. ¡Están vivas! ¡Son reales!
—Son reales en ese universo, Davis. Pero tú no perteneces a ese universo. Tendrás que dejar a Helena. Y a la pequeña. Volver a nuestro universo. Y ellas deberán seguir su vida. Como debió ser desde el principio.
Yo comencé a dar vueltas por el despacho. Martha tenía razón en que Helena y Sandra pertenecían a otro universo. Y yo al mío. Pero aquello estaba a punto de cambiar. Para siempre. Así que se lo dije claramente:
—He tomado una decisión, Martha. Quedan dos días para que hagamos la excursión a Los Ángeles. Allí ella morirá, junto a Sandra. Pero no esta vez. Le daré cualquier excusa para no ir. Que no me apetece, que me encuentro mal, que podemos ir a San Diego en lugar de a Los Angeles. Y cambiará todo.
—No cambiará nada, Davis.
—Sí. Porque yo… yo no volveré aquí. Pasaré el puente por última vez, lo cerrarás, y me quedaré en el universo alternativo para siempre. Me darás por desaparecido. Habrá una investigación. Nadie encontrará mi cuerpo nunca. Se me terminará dando por muerto. Y fin de la historia. En este universo. En el otro… seguiré con Helena. Y con Sandra. Juntos, toda la vida.
Un tenso silencio se hizo evidente en el despacho. Martha se mantenía callada. Finalmente, dijo:
—Esto tiene que acabar. Incluso has tenido una hija en ese universo paralelo.
—Sí. Sandra nació por un, bueno eso que se suele denominar «accidente»… Ya sabes, cosas de jóvenes, o no tan jóvenes. La primera vez nos pareció maravilloso. En esta ocasión hemos sentido exactamente lo mismo. Sandra es mi hija. La he traído de nuevo a la vida.
—Pero Davis, esa niña tiene tus genes, que son de este universo.
—¿Y qué importa eso? Es mi hija. Y es la hija de Helena. Los tres crearemos una nueva vida para nosotros. En ese universo. Para siempre. Hasta el último de nuestros días.
Martha se mantuvo de nuevo en silencio. Parecía querer convencerme con argumentos que solo construían una determinación cada vez más fuerte en mí por seguir el camino contrario. Intentó de nuevo hacerme cambiar de opinión.
—Davis, compréndelo: todos hemos perdido seres queridos. Todos querríamos recuperarlos. Tenerlos entre nosotros. Poder abrazarlos de nuevo. Pero ese es otro universo. No nos pertenece.
—No lo entiendes. No lo entiendes en absoluto. Ambas murieron en el tiroteo. Sandra tenía solo dos años y medio. Eran mi vida. Su madre era mi vida. Sandra era mi vida. Y yo no voy a permitir que eso suceda de nuevo.
Martha asintió levemente. Luego dijo una frase que me pareció críptica en aquel momento:
—Valora bien lo que tienes ahora. Y no lo cambies por un sueño en una realidad paralela. Porque ese es el camino a la esquizofrenia y el dolor.
—Yo no estoy esquizofrénico. Esa realidad existe. No la ha construido mi mente. Está ahí. Y es real.
—Sí; pero no es la realidad del universo al que perteneces. Tendrás que decidirte, Davis. O tendré que decidir yo por ti. Piénsalo. Y piénsalo bien.
Martha no dijo más, y se fue. Yo crucé el puente de nuevo, y animé a Helena para que fuésemos a San Diego. Aquel día, el de su muerte, la pasamos los tres caminando por las calles, divirtiéndonos, mientras yo pensaba en todo aquel desastre evitado por fin. Ahora tendríamos una vida. Yo dejaría de regresar a mi universo. Y me quedaría con ella para siempre.
La sensación de vacío.
Pronto lo dejaría todo. Aquella tarde estaba ultimando mis planes en mi despacho, cuando sentí un leve mareo, acompañado de una sensación de vómito. Llamé a Martha, que vino enseguida. Le dije:
—Me temo que voy a ir al médico. Algo me ha debido sentar mal. Estoy mareado. Confuso. Tengo una sensación de vacío, como si todo me diese vueltas. Debe de ser un virus.
—No es un virus —aclaró Martha tranquilamente. Me sorprendió su seguridad.
—¿Cómo que no es un virus? ¿Eres médico?
—No me hace falta serlo. Sé lo que ocurre.
Martha extrajo un proyector portátil del bolsillo. Lo dejó en la mesa. Aparecieron unos datos. Yo los vi. Los interpreté enseguida. Pero no quise creerlo.
—No… no es posible. Tus datos deben ser erróneos.
—Tú sabes que no lo son —aseguró Martha— Y, como físico teórico, deberías saber que esto era inevitable.
—Sí, pero los valores son tan bajos…
Aquel universo era casi exactamente igual al nuestro. Pero el problema estaba en el «casi». La energía de vacío era muy ligeramente más alta en aquel universo que en el nuestro. Era un valor despreciable para muchos aspectos. Pero no para todos. Martha afirmó:
—Como era de esperar, tras un tiempo en ese universo, tu cuerpo ha empezado a cambiar. Se adapta al nuevo universo, pero lo hace desintegrando las partículas de tus átomos en forma de radiación, debido al cambio en la energía de vacío. La conclusión es evidente: estás empezando a envenenarte por radiación, en un proceso no demasiado distinto al de la exposición a rayos X prolongados. Si sigues yendo a ese universo, y, sobre todo, si te quedas en ese universo, pronto tu cuerpo empezará a descomponerse por dentro. Morirás como si hubieses sido radiado de forma brutal, incluso más que si fuese resultado de una explosión nuclear. No solo tendrás diversos tipos de cáncer; todo tu cuerpo se desintegrará finalmente. Y, mucho más importante: cualquiera que esté cerca de ti recibirá esa radiación creciente, y quedará expuesto. Los efectos acumulativos matarán a cualquiera que esté cerca.
Yo no supe qué decir. Pero no podía decir nada, en realidad. Todos los datos cuadraban. Pero Helena, y Sandra…
—Ellas están siendo radiadas —concluí. Eso es lo que trataste de advertirme.
—Exacto. Pero su exposición es mínima ahora. Será mucho peor si tus planes siguen adelante. Por eso intentaba convencerte. O que te dieras cuenta por ti mismo de la realidad. Una realidad que no has querido aceptar, o ver.
De pronto el suelo se abrió bajo mis pies. Mis planes. Helena. Sandra… Todo parecía convertirse en una confusión de imágenes distorsionadas.
—Yo… sabía que esto podía pasar. Pero no a este nivel. —Martha asintió.
—Como te dije, los efectos son acumulativos.
—¿Por qué no me detuviste antes? ¿Por qué dejaste que siguiese?
—Porque quería que lo vieras por ti mismo, Davis. Quería que entendieses que, estando con Helena y Sandra, ponías en peligro tu vida. Pero también la de ellas. Y también porque entendía que esos recuerdos, esos nuevos recuerdos, eran muy importantes para ti. Pero ellas van a morir, Davis. Van a morir si no dejas de verlas, e interactuar con ese mundo. Pero, en esta ocasión, tú también vas a morir.
Yo me llevé las manos a la cabeza. Todo era cierto. Era real. Iba a perderlas. Otra vez. Una vez más. Pero esta vez no lo resistiría. No podría soportarlo. Si me quedaba con ellas, las mataría. Y yo moriría. Si las dejaba, al menos ellas podrían salir adelante. Vivir su vida. Pero yo me quedaría en mi universo, atrapado en mi mundo, con el dolor de nuevo. Y con los recuerdos. Y no sabía si podría soportar una segunda vez el perderlas para siempre.
Soluciones desesperadas.
Estuve toda la tarde y la noche pensando en algún tratamiento para evitar la degradación y la radiación provocada por el viaje entre universos. Pero no era posible. El problema era la física de los dos universos, y eso es algo que quedaba fuera de todo tipo de posibilidad de control. No había forma de solucionar el alterar el universo en sus principios más básicos. Y pasaría lo mismo con cualquier otro universo, incluso sería peor, si la diferencia entre ambos era mayor.
Finalmente, aquella noche tomé una decisión. Mandé un mensaje a Martha, pero se emitiría seis horas más tarde, al amanecer.
Activé de nuevo el puente. Lo crucé. Y me dirigí a la pequeña casa donde vivíamos. Allá estaba Helena, que me recibió con el azul de sus ojos, algo más oscuros que los de Sandra, también azules. Me sonrió, pero luego torció el gesto.
—Ocurre algo —me dijo. Yo asentí. La niña dormía. Le dije:
—Tenemos que hablar.
—Eso ha sonado fatal —aseguró preocupada.
Fuimos a la sala, donde nos sentamos.
—Tengo que comunicarte una mala noticia, Helena.
—Dilo ya —dijo con voz temblorosa.
—Estoy enfermo.
—¿Qué?
—Realmente enfermo. Voy a morir.
—¿Qué? ¿Qué es? ¿Un cáncer?
—Sí. Y muy agresivo.
Martha se puso a temblar. Sus ojos se inundaron de lágrimas.
—¿Y has ido al médico sin decirme nada?
—No quería preocuparte antes de saber algo definitivo.
—¿Y el tratamiento?
—No hay tratamiento, Helena.
—Quiero ver el informe médico.
Me imaginaba esa petición. Por eso antes había estado en un médico, que había analizado mi situación, y había diagnosticado cáncer por radiación. A Helena no se la podía engañar. Y aquello, en realidad, no era un engaño. Porque no podía explicarle toda la realidad.
—¿Y qué vas a hacer? —Me preguntó Martha angustiada—. Este informe dice que es un envenamiento por radiación. No puedo entenderlo. ¿Envenenamiento? ¿De dónde? ¿Cuándo, y cómo, te has envenenado?
—No lo sé —mentí—. Pero esa radiación afecta a cualquiera que esté cerca de mí. ¿Entiendes lo que eso quiere decir?
Ella comprendió perfectamente. Me abrazó. Y yo la abracé a ella. Fuimos juntos, de la mano, a la habitación de la niña. Allá Sandra dormía placidamente.
—Ahora tengo que irme, Helena. Debo aislarme. Es mejor que sea así. Mi cuerpo comenzará a corromperse. No quiero que me veas así.
—¡Ni mucho menos! —Exclamó Helena—. Yo estaré contigo hasta el final. Me protegeré de la radiación. Estaremos en esto juntos hasta el final. Y hasta el final lucharemos juntos por encontrar una solución. Hablaremos con otros médicos. Buscaremos ayuda…
—No, Helena, no. Esto es muy potente. Y muy dañino. Tengo que irme. Ya. He dejado algo de dinero en el banco. Te servirá para salir adelante, junto a tu trabajo en esa compañía en la que trabajas. Quedarme es matarte. A ti. Y a Sandra. Es un proceso acumulativo. Cada hora juntos te acerca a un camino sin retorno. Lo mismo ocurre con Sandra, incluso más, al ser tan pequeña. Si debo protegeros, debo alejarme. Te escribiré mientras pueda. Pero debo irme.
Helena asintió mientras agachaba la cabeza. Nos dimos un largo abrazo.
Luego salí por la puerta. Mi idea era quedarme en ese universo paralelo. Lejos de todo y de todos. Pero pudiendo ver y seguir a Helena y a Sandra en la distancia, hasta que mi cuerpo dijese basta. Moriría, sabiendo que ellas vivirían. Ella había ido luego a aquel médico, y este le había dicho que no entendía muy bien mi enfermedad, ni el origen de la radiación. Pero que la radiación no solo era real, sino creciente. Y tenía razón.
Camino de vuelta.
Esa era mi idea. Quedarme, y morir en paz. Era mi objetivo que no se cumplió. Porque, de pronto, sentí que me sujetaban, y me pinchaban algo en un brazo.
Desperté en una camilla, en una sala. Suponía que podrían haberme secuestrado, o algo así. Pero no fue así. Martha apareció. La vi, mientras la cabeza me daba vueltas por los efectos del narcótico que me habían inyectado.
—¿Cómo estás? —Preguntó.
—Hecho un asco. ¿Has sido tú?
—¿Si he sido yo, el qué?
—Vamos Martha. No me tomes por tonto. —Ella asintió.
—Ordené que te sacaran de allí. Algunos aquí tienen preparación en rescates. Y mandamos a una doctora para la inyección y el control de tu estado. Te sacamos de allí, y te hemos traído de vuelta.
—¿Por qué? Yo quería seguir con ellas. En la distancia. Sin que se dieran cuenta. Hasta mi muerte.
—Lo entiendo. Una acción muy bella y muy noble por tu parte. Y no me compete a mí decidir lo que has de hacer con tu vida.
—¿Entonces?
—Soy la directora general del CERN. Y nadie morirá por causas derivadas de los experimentos que hacemos en el CERN, si yo puedo evitarlo.
—Eso es absurdo, Martha, y tú lo sabes.
—Piensa lo que quieras. No te dejaré morir.
—Si me quedo en este mundo, seré un muerto en vida.
—Esa es tu decisión. Pero estarás vivo. Y trabajarás para mí. Y para la humanidad.
—Eso último te ha quedado brillante, Martha. Realmente brillante. Menuda frase grandilocuente. ¿Estoy oyendo las trompetas acompañando a tu frase?
—Puede ser. Pero es la verdad. Te necesitamos. Yo te necesito en el equipo. Eres joven. Tienes por delante toda una vida. De descubrimientos. Y de amor. Puedes conocer a otra mujer. Y enamorarte. No ahora, claro. Pero sí con el tiempo.
Yo sonreí ante esa idea absurda.
—Nunca me enamoraré de nuevo, Martha. No me interesa. Ya pude salir con alguna mujer antes, y nunca me interesó.
—Deberías cambiar esa política —aseguró Martha.
—Nunca. Mi amor es Helena. Y Sandra. A ellas me deberé toda la vida.
—¿Y tú me hablas de frases grandilocuentes? Has de vivir, Davis. Es tu deber como ser humano.
—Para ti es fácil. Tienes a tu marido. Y las dos niñas.
—Ellas se lo pasan bien contigo, cuando vienes a casa. Te quieren, Davis. Se ríen siempre con tus tonterías.
—Tus hijas son encantadoras y maravillosas. Pero son tus hijas. Yo quiero seguir los pasos de la mía. Volveré, para terminar mis días allí.
—Eso no será posible. Te he relevado de tu puesto como director del proyecto. Ya no tienes acceso. Y he puesto seguridad en la zona.
—¿Qué? ¡No puedes hacerme eso, Martha! ¡No puedes!
—Claro que puedo. Ya lo he hecho. Y es lo mejor para ti. Créeme. He anunciado que estás en un proyecto incluso más importante para que quede claro que no es un problema interno del equipo. Por eso te he dado de baja del proyecto, y he abierto un nuevo proyecto.
—¿Y qué proyecto es ese?
—No lo sé. Dependerá de ti. Sé que pronto estarás en algo nuevo. Pero para eso necesito que estés vivo. Y que comprendas que has de vivir.
Me quedé en silencio. Los argumentos de Martha, sin duda, eran aplastantes. Pero una cosa es la lógica y la razón. Y otra el corazón.
El fin de la soledad.
Martha me dio un año de excedencia. Y me retiré a un lugar tranquilo. Helena vería que no contestaba a sus correos. Y me daría por muerto. Claro que, conociéndola, intentaría localizar qué pasó con mi cuerpo.
Pasaron dos años. Yo había vuelto al CERN. Pero no era capaz de ver nada. Ni de motivarme por nada. Martha intentó por todos los medios que yo saliese adelante. Pero fue inútil. No sirvió de nada. Me quedé atrapado en mi apartamento. Solo. Vacío. Perdido. Martha siguió insistiendo un tiempo que volviese al trabajo. Finalmente, dejó de hacerlo.
Una tarde, estando en el apartamento, con una cerveza en la mano, podía ver cómo el tiempo pasaba cuando, de pronto, noté una presencia.
Me volví. Delante de mí se encontraba una joven. Tendría algo más de veinte años. Vestida con un vestido de color plateado brillante, y una falda larga hasta los tobillos. Morena, de pelo largo, y ojos azules. Me miró. Luego sonrió. Yo le pregunté:
—¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí y cómo has entrado? —Ella no dijo nada. Acercó la mano, simplemente, y respondió:
—Vamos. Tenemos que irnos.
—¿Irnos? ¿A dónde?
—Nos espera. Y ya sabes que no le gusta esperar.
—¿A quién no le gusta esperar?
—A mamá. Ya conoces su carácter.
—¿Mamá? ¿De qué hablas?
—Soy Sandra. He venido a buscarte.
—¿Sandra? ¿Y por qué?… —Ella hizo un gesto con el dedo en los labios.
—Vamos, papá. Es hora de partir. Tú te sacrificaste por nosotras. Es hora de que ahora hagamos lo mismo.
De pronto, noté una sensación de paz. Le di la mano. Noté su calor. Y su poder. Me levanté, y salimos por la puerta.
Sandra me llevó con Helena. Ambos nos abrazamos. Y lloramos, mientras Sandra nos observaba sonriente.
Desde entonces hemos estado juntos. Juntos para siempre. Juntos de nuevo, para no separarnos nunca, nunca más.
Porque el amor, cuando es sincero, cuando es real, atraviesa mundos, atraviesa universos, atraviesa el tiempo, y encuentra su camino para el reencuentro. Y crea un puente de amor, que nada puede romper.
Ni en este universo. Ni en ningún otro. Jamás.
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