Grecia. Año 480 antes de Cristo. Las tropas persas de Jerjes I han destruido Atenas. El humo indica que la ciudad ha sido saqueada y arrasada. El general griego Temístocles prepara una nueva batalla en una isla cercana al puerto del Pireo conocida como Salamina. Mientras tanto, otro general griego, Arístides, vuelve a la ciudad con Sandra, a la que ha convencido para que actúe como si fuese la propia diosa Atenea, con el fin de dar esperanza y un nuevo futuro al pueblo griego. Sandra aceptará hacer ese papel, porque necesita del general para llevar a cabo sus planes, y para proteger a Yvette y Robert…
Sandra y Arístides se prepararon para partir hacia Atenas por la mañana del centro de refugiados donde habían pasado noche. Sandra fue a despedirse de Fidias y Medea. Entró en la tienda, pero la madre había salido a buscar algo de comida y agua. El joven iba a arrodillarse, pero luego sonrió, y solo hizo un gesto de asentimiento. Sandra sonrió a su vez, y dijo:
—Muy bien. Nada de plegarias. Nada de absurdos rituales. Nada de sometimientos. Nada de ataduras ni de dolor. Eres un buen aprendiz, Fidias.
—Yo solo sé que a partir de ahora tu recuerdo y tu mirada serán mi guía. Eres aún más hermosa de día que de noche. —Sandra rio y contestó:
—Sí, pero algún día encontrarás a alguien que te haga vibrar, y yo solo seré un recuerdo del pasado.
—Eso nunca. Siempre estarás en mi corazón.
—Y tú en el mío, mi noble Fidias. Dile a tu madre que le deseo los mejores augurios, y que tiene el mejor hijo que se pueda tener. Puede sentirse orgullosa.
—Se lo diré. Es una madre maravillosa, aunque no me comprenda.
—Ya crecerás y la entenderás bien, mi noble Fidias. Ahora me voy. Me queda un largo camino por recorrer. En hechos, y en palabras.
Fidias la abrazó de nuevo. Luego se volvió corriendo, y le mostró un boceto de un dibujo. Era una estatua enorme de Atenea, cuyo perfil se bosquejaba sobre la cima de una nueva Acrópolis de Atenas. Sonrió. Sandra sonrió también, y, sin decir nada más, salió de la tienda.
Una hora después de partir camino de Atenas, pudieron ver el monte Licabeto, y la Acrópolis, humeante aún, con el templo de Atenea destrozado. La ciudad emanaba un triste sabor a muerte y destrucción. Las gentes veían pasar a Arístides, y le saludaban con alegría al verle, aunque también con pesar, y él les devolvía el saludo.
Sandra sintió un impulso ante todo aquel dolor, y le informó a Arístides de que quería ir al destruido templo de Atenea, y que fuera allí a buscarla más tarde. Antes de que Arístides pudiera contestar, Sandra salió al galope hacia la Acrópolis. Todos la observaban asombrados, pues había extraído el dron, que volaba a su lado. El dron activó su sistema de iluminación laser, y brillaba con una luz verdeazulada que le daba un aspecto magistral.
Llegó por fin a la Acrópolis, donde varias sacerdotisas y algunos hombres se afanaban en intentar reparar algunos de los daños, y recoger las piedras esparcidas por el suelo, para poder realizar nuevas ofrendas a la diosa. Sandra bajó del caballo, y todos la miraron asombrados. Alta, bella e impresionante, de ojos azules brillantes, se acercó a una estatua de Atenea, que estaba destruida y partida en pedazos. La original, de madera, había sido llevada a Salamina, donde estaba a salvo. Aquella estatua era provisional, pero eso no había importado a los persas, que la habían destruido casi por completo.
Con sus propias manos Sandra colocó la base en su sitio, y luego tomó una de las piedras, que hizo encajar en su lugar, mientras el láser del dron fusionaba el pedazo de nuevo. Tomó luego otro de los pedazos, y realizó la misma acción. Repitió la operación a gran velocidad, para asombro de las gentes que se encontraban al lado, hasta que la estatua estuvo de nuevo en su sitio, imponente e impresionante. No parecía que hubiese sido destruida. Luego se volvió, mientras todos la observaban, y, alzando la voz, les dijo a las sacerdotisas del templo, y a otras gentes que se acercaban, y que la contemplaban sin saber cómo reaccionar:
—Escuchad, y escuchad bien, pueblo de Atenas. Hoy vengo a vosotros en vuestra ayuda. Y esta estatua será el símbolo que una de nuevo a los pueblos de Grecia. Estoy aquí para cumplir mi palabra de protección a las polis de Grecia. Traeréis de vuelta la estatua de madera de nuevo desde Salamina, en cuanto los persas sean derrotados y expulsados, para que sea venerada por el pueblo de Atenas. No reconstruiréis este templo, y no construiréis otro hasta que un maestro llamado Fidias esté listo para la obra. Recordad su nombre desde ahora. Pues él, y otros como él, crearán una obra nueva aquí, en la Acrópolis, que será recordada durante milenios, por hombres y mujeres de todas las épocas. Y la luz de la Ciudad Sagrada será venerada para siempre.
Una de las sacerdotisas se acercó. Algo mayor que las demás, lucía el símbolo de Atenea en su toga. Era evidente que su rango era importante. Y dijo estas palabras:
—Señora, ¿cómo podremos Reconocer a ese tal Fidias? ¿Y cómo podremos honrar vuestra ayuda?
—La figura que aquí veis será preservada, y llevada a la isla de Lesbos, donde quedará guardada y en silencio durante siglos. Construiréis una nueva Acrópolis cuando Fidias esté listo y no antes, y el propio Fidias será el que se presente, y el que dé las instrucciones, que habréis de seguir estrechamente. Cuando él hable, seré yo la que hable. Tomad buena nota de mis palabras.
—Así se hará, señora —afirmó la sacerdotisa de forma sumisa. Sandra continuó:
—Pero todo eso queda para el futuro. Ahora he llegado para vengar la afrenta que se ha hecho a Atenas. Id pues todos ya, y decidle al pueblo de Atenas que esta noche, cuando la Luna toque la parte más alta de su viaje por la bóveda celeste, una luz bañará toda la ciudad, y un mensaje se mostrará a todo el pueblo, para que sepa que ha llegado el momento de dejar el dolor de lado, y para comenzar a construir un nuevo futuro para los hombres y mujeres de las ciudades griegas, de este a oeste, y de norte a sur. Explicadlo, y que todos los ciudadanos, sean hombres, mujeres, niños, o ancianos, vean el mensaje de los dioses.
La sacerdotisa se acercó a ella, y se arrodilló. Sandra la tomó suavemente de la mano, la levantó, y le dijo entonces:
—No te arrodilles ante mí. Son los dioses inmortales los que deben postrarse en todo caso ante los necesitados, ante los hambrientos, ante los desesperados por el sufrimiento de la codicia y la guerra. Todos los dioses deberían arrodillarse ante aquellos que sufren y mueren por la injusticia y la avaricia de unos pocos. Tampoco pidamos al enemigo que se arrodille, porque no es humillándolo como conseguiremos la paz tan deseada. Arrodíllate ante el desconsuelo, y ante el sufrimiento de los que no tienen nada, y ante el dolor de todos los que lo han perdido todo, y no les queda más que una leve esperanza de sobrevivir. Ellos son los que han de ser adorados, y preservados, pues en ellos está el futuro de los pueblos del Ática, y de todos los pueblos de Grecia, y del mundo.
Sandra se alejó de la estatua reconstruida, colocó dos pequeños fuegos a cada lado con ayuda del dron, y luego se dirigió al caballo. Montó, y exclamó:
—Voy ahora a dejarme ver por Atenas, para que el pueblo tenga esperanza. Y recuerda mis palabras, noble sacerdotisa: anuncia mi llegada, y abre tú también una vía de esperanza para todos los habitantes de Grecia que luchan y aguardan por su supervivencia. ¡Aprisa, partid ya!
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