Aviso: este es un texto de carácter personal e introspectivo. No hablaré aquí de ciencia o de humanidades, sino de algunas sensaciones personales que recorren mi alma estos días. Este escritor no se hace responsable del dolor de cabeza que pueda sufrir al leer estas líneas, pero puede ofrecerle un gelocatil con agua si lo desea. Muchas gracias.
Ayer terminé de escribir la segunda parte de «Las entrañas de Nidavellir», después de la revisión final. Queda ahora el proceso de retoques y ajustes, que llevará tres o cuatro días máximo, pero el trabajo está hecho. Luego, publicar el libro, y listo. Son, en total, 281.000 palabras, entre la primera y la segunda partes. Además, con este libro concluye lo que he denominado como «subsaga de Sandra», que es esa señorita morena que suele aparecer en la parte superior del blog. Son, en total, ocho libros que explican su historia, y su búsqueda para recuperar a su padre, a lo largo de 700 años de su vida. Los libros no están escritos cronológicamente, y en este ella tiene 104 años.
Pero es el último. No habrá más Sandra. Esta historia está completa con esta novela, excepto un relato corto que está a medio hacer y por cuestiones en las que no entraré aquí.
¿Qué siento? Un profundo vacío. Suele decirse, y creo que es muy cierto, que cuando acabas de leer un libro que te ha gustado mucho, te sientes vacío. El lector hubiese querido que continuara, probablemente hasta el infinito. Cuando un escritor consigue eso de un lector, es que ha acertado. Esos son los libros que marcan, sin duda. Pero, ¿qué ocurre cuando eres el escritor, y te sientes vacío por haberlo terminado? ¿Cómo le explicas a alguien esa sensación?
El caso es que he acompañado a Sandra durante ocho libros y setecientos años de historia, y he vivido con ella su carrera por la humanidad, y su lucha por recuperar a su padre, el único ser que la trató con respeto y cariño. El único que dio sentido a su vida, y el único que le mostró un camino. Sandra vive, durante esos setecientos años, un proceso gradual de encuentro consigo misma, y con su futuro. Pero, lo más importante, es que termina su historia con una causa, con un motivo, habiendo vivido por algo, y dejando un legado que pueda servir de base para toda la humanidad. Y me siento vacío. Vacío, frustrado, y solo. Como el padre que ha perdido a su hija tras una larga lucha, como el escritor que busca encontrar en las letras un refugio para el dolor que la vida no ha querido ni podido borrar en los últimos cincuenta años.
Escribir, y, en general, cualquier proceso creativo, parte del dolor, de las frustraciones, de los miedos, y de la ansiedad. Nadie puede esperar crear una obra efectiva de la alegría, de la paz, de la concordia. Crear una obra que transmita, o intente transmitir, unos valores, positivos y negativos, y unas emociones, profundas y tiernas, o quizás frías y malditas, requieren de haber sido sometido a un sinfín de pasos anteriores, la mayoría de ellos tendentes a crear personalidades confusas, complejas, oscuras, y psicóticas. Es en la mente atormentada donde el arte encuentra su máxima expresión, y el caldo de cultivo perfecto para crecer y desarrollarse.
¿Qué significa eso? Que quienes vivimos en esos estadios debemos llevar una doble vida. La vida diaria, donde aparentamos ser una persona normal, que se levanta para ir al trabajo, realiza sus tareas, y saluda al vecino, abriéndole la puerta para que saque la basura con una sonrisa. Detrás, sin embargo, está el ser creativo: oscuro, frío, vengativo, monstruoso, y perdido en un mar de dudas, sueños, y pesadillas. Un ser cuya mente actúa e interactúa con el universo constantemente, y que vive entre los cantos gregorianos de un cielo perfecto, y un infierno completo de fuego, dolor y muerte. Entre ambos mundos, está la creatividad, y el camino para llevar adelante una obra literaria, o de otro tipo.
Cuando tenia diez años, una profesora me dijo que siempre estaba en las nubes. Y tenía toda la razón. Cuando íbamos de excursión, los niños jugaban en el campo, mientras yo les explicaba a los profesores las últimas teorías sobre mecánica estelar y agujeros negros. Los profesores se miraban extrañados, y la directora del colegio se dirigió en varias ocasiones a mis padres, advirtiendo de que «al niño le pasa algo, no es normal». Naturalmente, esto conllevó que fuese aislado del resto, y me tocó vivir, en el mejor de los casos, una vida de estudiante en solitario, cuando no atacado, verbal y físicamente, por compañeros de clase. Eso acentuó todavía más mi introversión, y me aisló todavía más del mundo, buscando refugio en mis sueños, y en mis terrores nocturnos, que fueron muchos, y durante muchos años.
Luego, para terminar de complicarlo todo, me fui de casa, y ahí es donde ya sucedieron hechos y situaciones que determinaron mi vida para siempre. Cuando volví a casa de mis padres, con las orejas gachas y el rabo entre las piernas, la forja había hecho su trabajo. Ya estaba listo para comenzar a escribir como un loco. Algo que, sin embargo, no sucedería todavía.
Un día, de pronto, comencé a escribir. Y ahí sigo. Escribir es el camino para aliviar mi dolor, retener mi frustración, y buscar salidas a mi aislamiento. Y ha funcionado. Demasiado bien incluso. Tanto es así, que cuando acabo un libro, me siento solo y vacío, frustrado y herido, y como si hubiese perdido una parte de mí mismo. Toda esta situación se vio agravada por una empatía demasiado exacerbada. Ya hablé de ello en su momento, y lo reitero: la empatía es buena y conveniente, pero hasta cierto punto. Cuando es alta, o muy alta, se convierte en una pesadilla. La gente trata de mostrarme su lado amable, pero, en demasiadas ocasiones, veo lo que hay detrás de esas caras y esos rostros risueños. Es difícil engañarme con la mirada. No imposible, pero no tan fácil como algunos imaginan o piensan.
Yo no sé si mis libros son buenos, regulares, o son pura basura, y no lo sabré nunca. Eso, en todo caso, lo decidirá el lector. Pero una cosa sí está clara: están escritos con el alma, y en ellos están depositados los más profundos sentimientos que han inundado mi corazón y mi vida en todos estos años. Eso sí puedo garantizarlo.
Al final, habiendo terminado este libro, la saga Aesir – Vanir ya tiene un formato completo. Sí, faltan cuatro libros para terminar toda la historia, pero, si no puedo escribirlos, ahora la saga ha quedado lo suficientemente cerrada como para sentirme satisfecho. Queda el colofón final, ese que une las dos ramas de la saga al final, en un futuro lejano. Si puedo escribir esos cuatro libros, lo haré. Si no, el viaje de todas formas habrá merecido la pena.

Ahora sé y siento que puedo dejar este mundo con una cierta paz. No sé cuánto tiempo más viviré, pero lo que he vivido ha merecido la pena, porque me ha permitido escribir estos libros, y dejar un legado para el futuro. Con eso me conformo, y eso es mucho. Sin ninguna duda. Queda empezar con «Yggdrasil», y ver cómo lo planteo. Será un reto. Como toda obra merece ser tratada. Y volveré a soñar de nuevo.
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