Nuevo relato de Sandra ambientado en el siglo XXIV, y que formará parte del grupo de relatos para el libro XII de la saga Aesir-Vanir. Cada relato es independiente, pero conforman una historia mayor, que explica los hechos anteriores a las Crónicas de los Einherjar, en los libros de “La insurrección de los Einherjar”.
Habían pasado unos días desde aquella huida precipitada hacia ninguna parte. Nadine entró en la habitación de Sandra. De nuevo dormía como una marmota. Aunque, por supuesto, no dormía. La miró unos instantes en silencio. Era impresionante imaginar lo que encerraría aquella impresionante máquina en su interior.
Una máquina que era, en muchos aspectos, mucho más humana que muchos humanos. Era también el androide más sofisticado nunca visto; un trozo de la historia de la humanidad, documentada y completamente informada de los mayores logros, y los mayores horrores, de las civilizaciones modernas de los últimos tres siglos.
Sandra abrió los ojos ligeramente. Miró a Nadine, y rogó:
—Ya, ya. Cinco minutos, por favor. —Nadine cruzó los brazos, negó levemente con la cabeza, y contestó:
—Qué cara que tienes. Son las nueve y media. Y hoy no se trabaja.
—¡Uy, qué tarde! Me he debido de quedar dormida.
—Ya, claro.
—¿Dices que hoy no se trabaja?
—No. Hoy es el Día del Emperador. Nuestro Amado Líder, Richard Tsakalidis, comenzó la conquista de la Tierra, para liberarla de las cadenas del mal, e instaurar una nueva Era de Paz y Amor.
—Es verdad, no lo recordaba. Te sabes muy bien la cantinela —comentó Sandra mientras se estiraba y bostezaba.
—Demasiado bien. En el campo de concentración debíamos recitar la cantinela cada día siete veces. ¿Y tú? ¿No recuerdas algo así? ¿Y tu memoria?
—Con los siglos he aprendido a recordar solo lo que es importante en cada momento. Además, una memoria cuántica actúa de forma similar a una orgánica, y cuando se acumulan los recuerdos, los antiguos quedan ofuscados por los nuevos. Siguen ahí, pero, si no son críticos, se dejan a un lado. Siempre que no sean importantes. Y esta fecha, sinceramente, no lo es.
Nadine se sentó en la cama. Miró sonriente a Sandra. Esta preguntó:
—¿Sucede algo?
—Nada. Recordaba aquellos días juntas.
—Fue un placer ayudarte —aseguró Sandra.
—Sí. Pero no me contaste nada de Yvette. Solo que la habías conocido brevemente. Pero tu relación con ella, los momentos que pasasteis juntas… Todo tuve que averiguarlo yo luego.
—Es cierto, pero, sinceramente Nadine, cuanto menos sepas de esa historia, y de todo lo que rodeó aquellos acontecimientos, mucho mejor.
—Pero, ¿por qué?
—Porque sucedieron cosas terribles que nadie debe conocer, por el bien de todos. Y, cuando me refiero a todos, me refiero a la Tierra, y a la humanidad, en su conjunto. Yvette tuvo una intervención directa en ciertos sucesos, que no deben, ni pueden, ser conocidos. Pero ella está bien. Te lo aseguro. —Nadine suspiró.
—Lo sé. Pero me parece increíble, después de tanto tiempo, saber qué mi antepasada sigue por ahí, en algún lugar…
—Está bien, te lo repito. Pero ahora, contéstame a esta pregunta de una vez, y, en esta ocasión, no te hagas la loca. El otro día, cuando me fui, y apareciste de repente, y de forma tan oportuna, ¿de dónde saliste? —Nadine rió.
—De algún agujero del pasado, supongo. Tengo mi propio aerodeslizador. Siempre he sido muy independiente, ya lo sabes. Al dejarlo, lo puse en modo automático, para que regresara solo.
—Ya veo. Siempre tan ocurrente —aseguró Sandra—. ¿Y Pierre?
—¿Qué pasa con él?
—Que lo tienes completamente confundido, por tu actuación estelar del otro día con tu arma automática —comentó Sandra sonriente. Nadine asintió.
—Sí, es cierto, y lo siento, pero eso no es de ahora. Pierre es un hombre bueno y afable. Me enamoró su sencillez, sus ideas tan claras sobre lo que es bueno y lo que es malo. Era la antítesis de mi vida. Siempre trabajando, siempre riguroso, siempre acorde con la ética y la moral. Mientras tanto, yo me debatía en una tormenta de sentimientos, dolor, muerte, y sufrimiento, y él lo arreglaba todo con palabras sencillas, y argumentos propios de un niño. Su mundo es así: estos son los buenos, y aquellos son los malos. Ese es el mundo de Pierre. No podía elegir a otro hombre. No iba a casarme con alguien como yo. Para eso ya me tenía a mí misma.
—Pero tú le quieres, ¿no es así?
—Por supuesto. Es más de lo que podría haber soñado en la vida. Se desvive por nuestra familia, a su manera. Como yo me desvivo por nuestra familia, a mi manera. Ambos nos complementamos. Para vivir en este mundo, necesitamos gente como él. Para salvar a este mundo, es necesaria gente sencilla y buena. Y Pierre lo es. Gente que no haya sufrido la marca del dolor y de la guerra. Gente que tenga un corazón puro, y vea las cosas sencillas de la vida.
—Pero Nadine, tú también eres necesaria. El mundo también necesita…
—¿Gente complicada? —Sandra asintió.
—Sí. Gente que busque los grises, los matices, los puntos medios.
—Es posible que sea necesario en ciertos momentos. En la ciencia. En el arte. En la justicia. Pero, es en la guerra donde no nos detenemos a pensar en aquellos que quieren ir más allá del bien y del mal. La gente sencilla se deja arrastrar por aquellos que muestran un mundo bicolor, bipolar, cuando existen un millón de matices. Si hemos de superar la maldad humana, deberemos aprender que los grises forman parte de la vida. Pero son esos grises los que se usan para manipular las ideas, las que emplean los políticos para retorcer la verdad y la realidad de las cosas, para que sean como ellos quieran. Por eso, para evitar esa manipulación, un mundo en blanco y negro es el camino. Un mundo donde las cosas sean como cuando somos niños: lo que está bien, y lo que está mal. Así les contamos el mundo a los niños: eso es bueno, debes hacerlo. Y eso es malo, no lo hagas. Es después, cuando crecemos, que dejamos de tener las respuestas para explicar este mundo.
—Creo que estás siendo complicada —aseguró Sandra entre risas. Nadine asintió.
—Sí. ¿Lo ves? Una conversación así con Pierre es imposible. Él te diría: «pues haz lo que tienes que hacer, lo que corresponde hacer». Para él, acudir a lo más básico es el camino para encontrar la respuesta ante cualquier dilema.
—Quizás sea ese el camino. Yo…
De pronto, asomó la cabeza de Pierre. Miró a ambas, y dijo:
—¿Ya estáis cuchicheando de nuevo? Seguramente ahora me contaréis cómo invadisteis solas algún continente. Vaya dos locas estáis hechas. Y tú no te rías, Nadine. Desde ese día de sorpresas sé que estoy casado con una desconocida. ¡Hacer volar edificios con explosivos! Todavía no puedo hacerme a la idea de que mi mujer pudiera hacer algo así. Sabía que te guardabas algún secreto, pero nunca pude imaginar esto. Qué complicada eres. —Nadine miró a Sandra, y comentó:
—¿Lo ves? Ahí tienes la confirmación de mi teoría. Soy complicada. Si hasta Pierre es capaz de verlo, es que no hay solución para mí.
—Bueno, basta de cháchara, vosotras dos —sentenció Pierre—. Hoy es el Día del Emperador. Se dará un parte de guerra y una conferencia a las once, y a las cinco de la tarde, en el Parc Blandan.
—Yo no voy —comentó Sandra—. No me interesan esos temas. —Pierre negó categóricamente.
—Por supuesto que vas, niña, y te vestirás inmediatamente. La asistencia no es opcional. Es obligatoria.
—¿Obligatoria? —Preguntó Sandra sorprendida.
—Efectivamente: obligatoria. ¿No se supone que lo sabes todo?
—Las redes están caídas o restringidas muy a menudo, y la información vital se almacena sin accesos externos. No tengo acceso a las normas de la ciudad. Tengo mis formas de arreglar eso. Puedo acceder por proximidad a un sistema cuántico cercano de varias formas, pero no me he preocupado de ello.
—De acuerdo. Pues sigue sin preocuparte. No nos interesa llamar la atención, ya lo sabes. Lo importante es que hay que asistir. Se controla la asistencia, y anteayer te registramos finalmente en el ayuntamiento, después de tu pequeña gran locura. No asistir a la conferencia supone una sanción económica, y una segunda falta, la cárcel. Así que, para pasar desapercibida, y para no crearnos problemas, irás con Jules. A Nadine y a mí nos ha tocado ir por la tarde, pero tú tienes asignada la mañana con él. ¡Vamos! ¿A qué esperas? Vete vistiendo, y estate lista dentro de media hora. Como si no tuviese suficiente con un irresponsable, ahora tengo dos. Y una mujer que está loca. Señor, ¿qué he hecho yo para merecer esto?
Pierre salió a toda velocidad murmurando. Sandra y Nadine se miraron.
—Está nervioso —susurró Sandra.
—No, no es eso —aseguro Nadine.
—¿No? No me indican otra cosa los parámetros sobre su estado físico y mental.
—No todo son parámetros físicos cuantificables, Sandra.
—Lo sé, pero…
—Está preocupado, eso no te lo niego. Pero también está encantado contigo. Le gusta que seas atrevida, precisamente porque él no lo es. Se hace el cascarrabias, pero yo creo que te está tomando cariño. Ya empieza a tratarte como a Jules, y eso significa que te está aceptando tal como eres. Paradójicamente, cuanto más lo veas dándote discursos de buen padre y mejor educador, es la señal de que más se preocupa por ti. Es su forma de hacer las cosas, que a Jules a veces le cuesta entender de su padre. Además, el hecho de nuestra pequeña aventura del pasado es algo que sabe apreciar por la ayuda que me ofreciste, aunque nunca lo reconocerá.
—Bueno, pues tendré que ir al discurso. ¿Quién lo da?
—El gobernador de la ciudad, en nombre del Emperador.
—Fantástico —se quejó Sandra—. Más Richard Tsakalidis no, por favor.
—Tú le conociste. Y bastante bien, ¿verdad? —Sandra alzó los hombros ligeramente.
—Lo suficiente como para colaborar con él en un genocidio. —Nadine dejó claro con su mirada que le había sorprendido la respuesta. Contestó:
—Ya veo. Entiendo que no quieras, o no puedas, hablar de ello.
—Decirte esto es lo máximo a lo que puedo y voy a llegar, Nadine. Por tu bien. Y en honor al recuerdo de Yvette. También, porque ya sabes que tuve algo que ver con ese monstruo en el pasado. Pero no diré nada más. Lo siento.
—No tienes que disculparte. Pero comprende que lo que me dices es…
—Es muy fuerte, lo sé. Aquello fue una monstruosidad sin paliativos. Y yo, culpable de ello sin ninguna excusa. Por eso quise irme el otro día. Allá donde voy, me persigue el caos. —Nadine le tomó la mano, y respondió:
—Sé que tu paso por aquí es temporal. Pero también sé que, vayas donde vayas, siempre nos tendrás a tu lado.
Sandra sonrió. Se oyó una voz de lejos. Era Pierre.
—¡Sandra! ¡O te vistes ya, o vas en ropa interior a la conferencia! ¡Y va a haber unos cuantos infartos de los que no pienso responsabilizarme! —Nadine rió, y añadió:
—Vamos. Vístete, que vais a llegar tarde.
Media hora después, Sandra y Jules salieron de la casa, camino de Parc Blandan. Había sido un lugar lleno de vida y alegría. Ahora era básicamente un terreno baldío, donde se había colocado una tarima, con unos viejos altavoces. Jules había quedado con Michèle en una esquina. Ambos se dieron un beso en la mejilla, algo que hizo sonreír a Sandra. Los dos eran realmente tímidos. Michèle se acercó a Sandra, y la saludó:
—Vaya, así que aquí está la asombrosa guitarrista de jazz. Mi padre me contó cómo sorprendiste a toda la sala aquella noche.
—Fue solo una improvisación sin más —comentó Sandra intentando restarle importancia. Michèle negó, y contestó:
—No parece que fuese así. Mi padre aún no se explica cómo con tu edad puedes tener una técnica tan elaborada, como al parecer tienes.
—Mi familia me llevó a la escuela de música desde pequeña.
—¿En Amiens? Hace décadas que la escuela de música fue cerrada. —Sandra se dio cuenta de que tenía que solucionar el problema.
—No era la escuela de música oficial, sino una escuela privada.
—¡Ah, sí! —Exclamó Michèle—. Conocí a un músico que había estudiado allá. Y por cierto, Mark, el guitarra, pregunta mucho por ti.
—Ya me imagino. Supongo que un día podré invitarle a una copa.
—Más vale, a ver si se calma un poco.
Sandra sonrió. Había superado el pequeño desliz de la escuela de música de Amiens. El hecho de que las redes telemáticas no funcionasen la inhibía de tener información que antes hubiera podido ayudarla en una situación así. De hecho, la idea del Gobierno del Norte cerrando todas las infraestructuras de comunicaciones a la población civil, buscaba precisamente evitar que dicha población pudiese conocer datos de todo tipo, y mantenerse al día de novedades, información, o comentarios sobre la actualidad. Pero tenía como consecuencia haber regresado a una etapa que, en muchos aspectos, se parecía a la de mediados del siglo XX, con un control férreo y único del gobierno en cuanto a manipulación de la información se refería. Sandra quiso cambiar de tema, y se dirigió a Jules.
—Por cierto, no me has pasado nada de esos relatos de ciencia ficción que escribes. —Jules sonrió, y se sonrojó ligeramente, agachando la vista. Pero fue Michèle quien habló:
—¿Relatos de ciencia ficción? ¡Vaya! Tienes que dejarme leer algo, Jules.
—No es nada —comentó Jules con falsa modestia—. Me entretengo, es una actividad relajante.
—Claro que sí —aseguró Sandra. De pronto, sonó una música estridente a través de los altavoces. Michèle y Jules miraron al escenario. Jules comentó:
—Ya empieza. Sandra, sobre todo, aplaude cuando la gente lo haga, saluda con entusiasmo cuando la gente lo haga, y grita el nombre del Emperador cuando la gente lo haga. Eres una feliz y orgullosa ciudadana del Gobierno del Norte.
—¿Por qué?
—Hay drones de vigilancia controlando al público. Si detectan a alguien que no aplaude o no alaba al Emperador, es detenido. La pena puede ir desde una multa, hasta dos años de prisión, según como lo considere el juez.
—Pues que bien. —Michèle añadió:
—Se podría ir al infierno nuestro «Divino Emperador». —Jules abrió los ojos como platos, y le recriminó:
—¡No digas eso! ¡Pueden oírte!
—¡Me da igual! ¡Estoy harta del Gran Emperador, y de sus grandes logros!
Jules miró a todos lados, como intentando restar importancia a aquel comentario, y analizando disimuladamente si había algún dron de vigilancia. De hecho, Sandra había detectado cinco, nada más llegar, y verificó que estaban grabando aleatoriamente conversaciones del público. Pero, aquel comentario de Michèle no había sido grabado.
Un poco más tarde, apareció sobre la tarima un individuo de aspecto bastante dejado, con un uniforme militar raído lleno de medallas, de mirada arrogante y despreciativa, que comenzó un discurso sobre las grandes bondades, los grandes logros, y las impresionantes hazañas del Divino Emperador, el Libertador de la Humanidad, el que llevará a la Tierra a una nueva Era de Paz: Richard Tsakalidis. Sandra hubiese vomitado, de haber tenido estómago. Otro hombre, en una esquina de la tarima, indicaba cuándo aplaudir, cuándo jalear, cuándo silbar, y otras acciones, que la gente realizaba mecánicamente.
Finalmente, tras cuarenta minutos de palabras y palabras sin fin, y una proyección de un vídeo con imágenes de combates, donde tropas victoriosas del Gobierno del Norte quemaban la bandera de la Coalición del Sur, terminando con un fundido de Richard, y una petición de un gran aplauso final, el discurso terminó, y la gente salió deprisa hacia sus casas y sus quehaceres. Sandra comentó:
—Bueno, ha sido corto. Tratándose de Richard, podría haber sido peor.
—Es un cerdo —aseguró Michèle—. Es un loco, un monstruo, un pervertido, un maniaco, un… —Sandra le puso una mano en el hombro, algo que sorprendió a Michèle, y le dijo:
—Todo eso es cierto. Pero Jules tiene razón. Cálmate, y no hables mal de él en público. Tiene una gran propensión por capturar jovencitas, y te aseguro que no es agradable lo que puede suceder después.
—Eso dicen. Pero lo comentas como si conocieses bien algún caso —comentó Michèle. Sandra contestó:
—Digamos que he visto lo suficiente de sus perversiones sexuales y brutalidades como para desearle que explote en un millón de pedazos, te lo aseguro. Pero no nos libraremos de él mostrando nuestros sentimientos. Es mejor aparentar, como hemos hecho ahora, y, si se ha de hacer algo para librarse de este monstruo, hacerlo en silencio, y fuera de cualquier mirada indiscreta. —Michèle asintió levemente con seriedad.
—Tienes razón. Me dejé llevar. ¡Pero es que…! —Sandra sonrió.
—Sin duda. Pero hazme caso. Será lo mejor. —Jules intervino:
—Sandra está en lo cierto. Algún día nos libraremos de ese monstruo. ¿Verdad que sí, Sandra? —Sandra asintió. Sin duda, iban a librarse de ese monstruo. Y ella haría todo lo que estuviese en su mano para conseguirlo.
Dejaron la plaza, y se encontraron con Paul y Jolie, que les saludó, y le volvieron a rogar otra actuación en el club de jazz. Luego siguieron caminando, dando un paseo, en dirección al este, hasta la antigua zona de los hospitales. Ahora eran edificios derruidos. Algunas casetas improvisadas vendían antiguos comics de ciencia ficción y fantasía de los siglos XX y XXI. Jules estaba interesado en añadir alguna pieza a su colección personal. Lamentablemente, aquel día no había nada de interés. O bien ya tenía aquel material, o bien estaba en tal estado de deterioro que no merecía la pena pagar por ello.
Comenzando el camino de vuelta, y en una zona completamente abandonada, Jules tuvo una visión que le desagradó en gran manera. Se trataba de un antiguo compañero de estudios, con el que había tenido que padecer abusos diversos durante su etapa de estudiante preuniversitario. Iba acompañado de dos individuos que Jules no reconoció. Pero parecía evidente que los iba a conocer de inmediato.
Sandra vio cómo los tres se acercaban sonrientes, y cómo la tensión y el ritmo cardiaco de Jules se aceleraba de forma muy notable. Enseguida entendió lo que sucedía. También examinó a los tres, y descubrió algo muy interesante en el que generaba la principal tensión en Jules. Ese fue el que habló.
—Vaya, vaya, qué tenemos aquí —comentó el cabecilla, mientras tocaba algo con las manos en su bolsillo. Sandra verificó que se trataba de una navaja automática con una hoja de dimensiones suficientes para matar a un ser humano sin problemas.
—Qué quieres ahora, Thierry.
—Mi querido excompañero de estudios. El cerebro, el gran pensador. No quiero nada en especial de ti. Me expulsaron tres meses por tu culpa. Y recibí una buena reprimenda de mis padres. Todo porque hablaste, cuando yo solo te pedía algo de dinero y comida, como el buen amigo que era. Pero te fuiste de la boca. Ahora, simplemente, quiero una pequeña compensación por las molestias. Todo el dinero que llevéis. Tú, y ellas. Y que nos prestes a tus amiguitas, para una pequeña fiesta privada. No te preocupes; te las devolveré enteras. O eso espero.
Sandra se acercó a Thierry, y le preguntó:
—Hola, jovencito. Encantada de conocerte. ¿Vienes un momento, por favor? Tengo que comentarte algo importante. —Antes de que Thierry pudiera contestar, Sandra tomó al joven del brazo, y lo llevó arrastrando con una fuerza que dejó asombrados a sus dos compañeros, y al propio Jules, además de Michèle. Tras recorrer una distancia adecuada, y escuchar las quejas de Thierry, al que casi se le duerme el brazo por la presión, Sandra se dio la vuelta, y preguntó:
—¿Vendes, o consumes? La segunda opción, sin duda. Aunque me imagino que practicas ambas cosas.
—¿De qué hablas? —Preguntó Thierry mientras se tocaba el brazo dolorido.
—Tus amigos y tú vais hasta arriba de alcohol, tabaco, y ZLN-31. El primero es legal, el segundo también, pero el ZLN-31…
—¡Yo no he tomado nada! —Se quejó Thierry.
—Si hacemos una prueba de toxicología creo que los resultados no dirán lo mismo. El ZLN-31 no es cualquier droga. Sabes que el Gobierno del Norte lleva años buscando a los traficantes, porque incide en el esfuerzo de guerra. ¿Y si investigamos de dónde ha salido el dinero para comprarla? ¿O has robado el ZLN-31? Al traficante no le hará gracia saber que has sido tú. ¿O has robado el dinero para comprar la droga? Al que le hayas robado el dinero, tampoco le hará gracia saber que has sido tú. ¿Qué tal si les decimos a tus padres, y a los de tus amigos, que estás tomando una droga que está penada con, cuántos años?
—Veinte a cuarenta años de trabajos forzados, según las dosis transportadas —susurró Thierry mientras suspiraba.
—Vaya, ha subido desde la última vez.
—¿Y tú cómo sabes…?
—¿Cómo sé que vas drogado? Eso no importa ahora. Lo que importa es que lo sé. Y puedo destrozar tu vida, y la de tus amigos. Ahora bien, lo que hagáis con vuestras vidas me tiene sin cuidado. Os podéis tirar por un puente si os apetece, no me incumbe. Sí me preocupan Jules y su pareja. Tú y tus amigos podéis envenenaros hasta reventar si queréis. Pero Jules, su novia, y cualquier otra persona en este mundo, están vedados de tus amenazas, y de tu droga. ¿Me has oído? —Thierry no dijo nada. Sandra lo tomó de la solapa, lo acercó con una fuerza que le dejó helado, le miró de cerca a los ojos con frialdad, y repitió:
—¿Me has oído? —Thierry se soltó, y Sandra dejó que pasaran unos segundos para que respirara. Finalmente, respondió:
—Está bien. ¡Está bien! Les dejaré tranquilos…
—Si se te ocurre hacerles algo, o vender más droga…
—¡Déjame en paz! ¡Ya te he dicho que paso de esos idiotas! —Sandra sonrió. Thierry se iba a ir, cuando Sandra añadió:
—Todavía no, tipo duro. Sé que estarás tranquilo un tiempo. Luego, volverás al negocio, hasta que alguien te vuele la cabeza. Lo he visto mil veces. Pero vamos a preocuparnos de las cosas inmediatas. Dame eso que llevas.
—¿De qué hablas?
—¿De qué hablo? Si vuelves a hacerte el loco conmigo o a tomarme por estúpida, te retorceré el brazo y te lo pondré de corbata. Ya sabes de qué hablo; hablo del ZLN-31 que llevas, y de la navaja. Vamos, no tenemos todo el día.
Thierry dudó un momento. Llevaba trescientos gramos de ZLN-31, la droga más potente que podía adquirirse en el mercado negro, y con un valor altísimo para venderla, y vivir a cuerpo de rey durante una buena temporada. Pero parecía que no tenía opción. Había robado el dinero a su padre, un hombre de negocios, y había acumulado lo suficiente para comprar un lote completo de ZLN-31 directamente a un traficante importante de Lyon. En pequeñas dosis, y con la necesaria adulteración, ganaría seis veces su coste, por lo menos. Pero no estimaba sensato intentar oponerse a esa joven. Podría ser un miembro del gobierno, de la unidad antidroga, o bien, una agente de seguridad. O también, alguien que trabajaba para un cartel de la droga de la competencia, que buscaría establecerse en Lyon. Pero lo peor eran sus padres. No podían enterarse, o le dejarían sin nada. Esperaba que murieran pronto, y hacerse con todas sus propiedades. Así que sacó las pastillas con el ZLN-31, y la navaja, y se las dio. Sandra tomó la droga, y la navaja. Se las guardó en el bolsillo trasero del pantalón, y comentó:
—Perfecto. Recuerda: la próxima vez no seré tan amable. Ahora diles a tus amigos que os tenéis que ir deprisa, que se te ha ocurrido que aquí no tienes nada que hacer. O tendré que enfadarme. Y no te gustará verme enfadada. ¡Vamos!
Thierry se acercó a sus dos amigos, que miraban la escena desde lejos, y les dijo:
—Venga, nos vamos.
—Pero Thierry…
—¡Cállate! ¡Dejad a esos tres idiotas, y vámonos ya!
Thierry salió caminando a paso ligero, mientras los dos amigos le seguían sin entender nada de lo que estaba pasando. Luego se enterarían de que Thierry ya no tenía la droga, y de que la comisión que esperaban por vender una parte del ZLN-31 había volado. Eso provocaría problemas adicionales a Thierry, que, al fin y al cabo, era el jefe porque era el que tenía el dinero primero, y la droga después. Sin dinero, y sin droga, no era más que un pobre desgraciado más, hijo de un potentado, un hijo caprichoso, y obsesionado con el dinero, el sexo, y el poder. De hacerse el duro también sabían ellos dos. Y se lo iban a demostrar fehacientemente en algún lugar solitario, y con la ayuda de unas cadenas y un taladro, que era como se vengaban las traiciones en el negocio de la droga.
Cuando desaparecieron, Sandra se acercó a Jules y a Michèle sonriendo, y les dijo:
—Ese inútil no os molestará más. Al menos, no a vosotros. No porque no quiera, sino porque temerá que aparezca yo de nuevo, o que haga efectiva mi amenaza, o ambas cosas.
—¿Qué amenaza? —Preguntó Michèle extrañada.
—No importa, Michèle. No le auguro un gran futuro a ese tal Thierry. De hecho, no le auguro ningún futuro. Lo importante es que estéis bien, vosotros dos. Eso es lo que me interesa. —Michèle miró un momento a Sandra con detenimiento, y comentó:
—Eres una chica muy rara y misteriosa. Pero nos has ayudado. Otra vez. Y empiezo a sentirme acomplejada. ¿Cómo puedo agradecértelo?
—No tienes que agradecerme nada, Michèle. Solo espero que, el próximo día, el beso que os deis sea un poco más, cómo diría yo… ¿Atrevido? —Michèle y Jules se miraron con cierto aire de vergüenza. Pero luego ella se acercó a él, y le dio un beso en la boca, que dejó totalmente sorprendido a Jules. Sandra comentó:
—Perfecto. No era tan difícil, después de todo. Al final, o tomamos nosotras la iniciativa, o estos hombres no terminan nada importante en la vida. —Michèle se volvió sonriendo, mientras Jules estaba completamente rojo, y contestó:
—Esa es una verdad como pocas, Sandra. Y te lo agradezco. Creo que vamos a ser buenas amigas. —Sandra asintió levemente, y contestó:
—Puedes contar con ello.
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