Nuevo relato de Sandra ambientado en el siglo XXIV, y que forma parte del grupo de relatos para el libro XII de la saga Aesir-Vanir: «Sandra. relatos perdidos». Cada relato es independiente, pero conforman una historia mayor, que explica los hechos anteriores a las Crónicas de los Einherjar, en los libros de “La insurrección de los Einherjar”.
Dos semanas más tarde, y mientras los padres de Jules estaban fuera visitando a unos amigos, este fue a casa, tras dejar a Michèle, y encontró a Sandra en el pequeño taller que tenía su padre en el sótano. Parecía bastante atareada, algo que le llamó la atención. Entró, y preguntó:
—Hola Sandra. ¿Qué haces? —Sandra miró de reojo y sonrió. Luego volvió a lo que estaba haciendo.
—Ya ves. Encontré tu telescopio en el taller.
—¿Mi telescopio? Pero si está destrozado. Lo compré casi como chatarra, con la esperanza de arreglarlo. Pero estaba en demasiadas malas condiciones. El espejo, sobre todo, está demasiado rayado.
—Sí, lo sé. Lo he visto. ¿Qué te parece ahora? —Sandra alzó el espejo. Jules se acercó, y lo observó detenidamente. Comentó:
—Es … imposible. Está perfectamente pulido. No tiene ni un rasguño. ¿Cómo lo has hecho?
—Con el láser del dron, un pulido, y una nueva capa reflectora con una aleación personal.
—Increíble. Estás llena de trucos. Bueno, perdona, tú me entiendes…
—Claro que te entiendo. —Sandra extrajo el dron del brazo. Este se movió flotando hasta colocarse frente al rostro de Jules. Entonces, desde el dron surgió una voz, que tenía el tono, la flexión, y la pronunciación de Pierre, su padre:
—¡Jules! ¡Deja ya de soñar en tonterías, y ponte a trabajar en cosas de provecho y con futuro! —Jules no pudo reprimir una sonora risa. El dron saludó, y volvió al brazo de Sandra, que colocó el espejo en su sitio en el telescopio. Lo sujetó, y calibró el espejo con el pequeño telescopio buscador. Se trataba de un sencillo telescopio reflector de tipo Newton. Viejo, pero de una calidad aceptable. Luego revisó los oculares. Finalmente, comentó:
—El telescopio estaba bien, pero hay que tener un cuidado extremo con el espejo. Al parecer alguien lo quiso limpiar, y lo destrozó. Pero era reparable, usando las herramientas adecuadas.
—Es… impresionante. No hay límites a lo que puedes hacer. —Sandra rió, y contestó:
—Te aseguro que tengo muchos límites. Soy una máquina, Jules. Diseñada por seres humanos. Las personas me humanizan porque tengo el aspecto de una joven de algo más de veinte años. Tú mismo, tiendes a hablar conmigo como si fuese real. Pero no lo soy, puedes estar seguro. —Jules negó categóricamente la afirmación de Sandra.
—Ni hablar. No creo ni una palabra de lo que dices. Mi madre dice que eres humana. En muchos aspectos. Y yo la creo. Solo hay que verte.
—Esta conversación ya la tuve con Yvette. Ella decía lo mismo que tu madre.
—Y mi madre tiene toda la razón.
Sandra sonrió levemente. Para Jules era casi imposible imaginar que, detrás de aquel rostro que tenía frente a sí, había en realidad un complejo sistema de circuitos y tecnología, basados en una computadora cuántica avanzada.
—No me importa lo que seas por dentro, Sandra. Me importa lo que eres por fuera. Lo que sientes, lo que vives. El interés, y el cariño que demuestras al preocuparte por los demás.
Sandra miró al infinito. Esas palabras las había oído antes. Se las había dicho, hacía muchísimo tiempo, un joven solo algo mayor que Jules: Robert Bossard. Robert se había enamorado de ella, y le había asegurado que el amor, cuando es real, no conoce de diferencias entre pieles blancas o negras, entre hombres o mujeres, entre razas y credos, o entre amor orgánico o cuántico. Cuando el amor aparecía, era real, y no podía tamizarse por un simple detalle físico. Ella lo había negado categóricamente, y le había abandonado, destrozando su vida. De aquello hacía tanto tiempo…
Sandra despertó de aquellos recuerdos. Miró el telescopio, y a Jules. Preguntó, mientras con cara de complicidad le guiñaba un ojo:
—¿Quieres que lo probemos?
—¡Claro! ¡Vamos arriba, a la azotea!
—¿Qué dices? A pesar de que la luz escasea en la ciudad, sigue habiendo mucha contaminación lumínica. Vamos fuera, a algún lugar alto, donde no haya peligro, y sí mucha oscuridad.
—¿Lo dices en serio? ¡Mi padre me mataría si hiciese algo así! ¡Incluso mi madre!
—Tu padre es muy buena persona, y te quiere mucho. Se preocupa por ti. Y son los padres los que dan alas a sus hijos; pero es el destino el que les enseña a volar. Y el destino te ha traído hasta mí ahora. Quiero que veas que el mundo es mucho más que esta ciudad, que esta guerra, que todo este dolor. Y quiero que veas dónde está Yvette, tu antepasada. Eres un Fontenot. Corre por tus venas la sangre de alguien que marcó mi vida, aunque fuese un instante. —Jules miró con los ojos abiertos a Sandra, sin saber qué decir. Sandra continuó:
—El aerodeslizador de tu madre está en el garaje. ¡Vamos!
Jules quiso negarse. Pero la tentación de la propuesta de Sandra era demasiado grande. En un instante estaban volando, en dirección este. Se posaron en el macizo de Les Bauges, en el antiguo Parque Natural de Bauges, a cien kilómetros al este de Lyon. Era un lugar hermoso, aunque ahora estuviese dejado y descuidado. Pero la naturaleza salvaje seguía ahí, y el macizo continuaba siendo una vista poderosa. Era una noche clara, con Luna en cuarto creciente. Jules había estado alguna vez hacía años, aunque nunca de noche, y nunca en lo alto del propio macizo.
Sandra extrajo el telescopio y el soporte, y lo montó. Hacía algo de frío, pero Sandra, con antelación, había llevado un abrigo y agua para Jules. Luego alzó el dedo, y señaló hacia arriba. Jules miró, y Sandra comentó:
—El Can Menor. El Can Mayor, con la estrella Sirio. Y Orión. ¿Los ves?
—Sí. Tengo un libro en casa con las constelaciones.
—Muy bien. Ahí, en la constelación de Orión, hay tres estrellas. ¿Las ves? Son el cinturón de Orión.
—Sí, son Alnitak, Alnilam y Mintaka. Alnilam es una gigante azul, muy brillante.
—¡Muy bien! Veo que te lo has estudiado a fondo.
—Por supuesto. Siempre que puedo echo un vistazo.
—Naturalmente. Y ya que estás tan bien informado, ¿qué hay debajo?
—La nebulosa de Orión. Una condensación de gas y de nuevas estrellas.
—Muy bien. —Sandra le indicó que mirase por el ocular, y añadió:
—Ven, lo he colocado para que veas la nebulosa. A simple vista se ve una sola mancha. Pero con el telescopio la visión es mucho mejor, aunque no esperes verlo como si estuvieses allá. La computadora de control de movimiento está inoperativa, eso lo arreglaré mañana. Pero ahora lo controlo yo.
—¿Tú estás conectada al telescopio?
—Sí. Vamos, mira.
Jules miró por el ocular. Pudo ver claramente la nebulosa, como una mancha azul rojiza alrededor de varias estrellas.
—Es… impresionante. Sandra ajustó la ampliación.
—Si te fijas bien, ahora puedes ver la parte que se denomina Cabeza de Caballo. Allá, en la parte de arriba de la nebulosa.
—¡Sí, lo veo! ¡Es genial! Pero se supone que este telescopio no puede mostrar tanto detalle.
—Normalmente, no. Pero le he hecho algunas mejoras a la óptica, y al procesador de imagen.
—Eres sencillamente increíble. Maravillosa. No hay nada que no puedas hacer. —Sandra rió, y contestó:
—Que no, pesado. Hay muchas cosas que no puedo hacer. Por ejemplo, no puedo aguantar tanto halago.
Sandra varió la posición del telescopio. De pronto, apareció una imagen muy nítida en pantalla. Jules exclamó:
—¡Impresionante! ¿Eso es la estación espacial Neretva II?
—Exacto. ¿Y ves lo que hay a los lados?
—¡Son cruceros de batalla clase Altair! Impresionante.
—Exacto. Veo que también conoces estos temas. Las naves están repostando y cargando personal para la batalla que se lleva a cabo en Marte, en el Monte Olimpo.
—Dicen que esa batalla no va muy bien para el Gobierno del Norte —susurró Jules.
—Eso parece. Tengo la impresión de que a Richard se le está yendo todo de las manos. Y eso es preocupante. —Jules dejó de observar por el telescopio. Miró a Sandra, y comentó:
—¿Por qué?
—Porque Richard es un psicópata con una enorme megalomanía, y, cuando las cosas le van mal, le lleva a cometer verdaderas locuras. Mira ahora. —Jules volvió a mirar. Era la Luna, y una base lunar muy conocida.
—¡Es la base lunar Clavius! ¡Parece que está al lado!
—Sí. Ahí, la Coalición del Sur desarrolla nuevas armas y tecnologías. Richard la ha intentado destruir varias veces, pero sus defensas son inexpugnables, o eso parece de momento.
Jules miró de nuevo a Sandra. Comentó:
—Debes de haber visto mucha guerra. Muchos… horrores.
—Sí, Jules. Ya se lo comenté a tu madre. El mundo es un caos, y las cosas se están complicando mucho. Pero hemos de tener esperanza.
—¿Qué esperanza? A veces pienso que mi padre tiene razón. Que mi madre es una soñadora. Pero los sueños por sí mismos no acabarán con la guerra.
—Ahora hablas como tu padre. Los sueños de paz no acabarán con la guerra. Pero nos ayudarán a encontrar caminos para una paz real. Es difícil. Pero puede hacerse. O eso espero. Porque perder este mundo por la locura de la guerra es una forma terrible de acabar con una civilización que ha logrado tantas grandes cosas.
—Y tan terribles cosas —añadió Jules.
—Es cierto. Pero la humanidad debe valorar si quiere hundirse en este mundo de destrucción o caos, o valorar sus grandes logros, y encontrar un camino para la paz.
Jules miró de nuevo. Vio cómo una nave entraba en la base Clavius. La reconoció. Era una corbeta de la Coalición del Sur. Había visto una maqueta en casa de un amigo, traída de forma ilegal desde el sur. Luego observó a Sandra, y comentó:
—Tú eres parte de ese camino de salvación. —Sandra le miró extrañado. Jules continuó:
—Yvette lo dijo en su carta. Y yo creo que es completamente cierto. Tú eres una parte fundamental en la historia de este mundo.
—No es así, Jules. En absoluto. Yvette es una mujer muy inteligente, y muy especial; pero se equivoca conmigo en ese aspecto. Yo no soy ninguna salvadora, ni tengo en mi mano nada, excepto mi voluntad de aportar lo que pueda para terminar esta guerra. Pero soy solo un androide. No tengo superpoderes, ni poderes mágicos, ni soy capaz de cambiar el futuro de este mundo.
—Sí puedes. Yvette lo sabía. Lo sabe. Te he visto estas semanas. Tú estás destinada a ayudar a la humanidad. Estoy seguro. En todo este tiempo, he ido entendiendo las palabras de Yvette. Lo que nos quería decir en su carta. Ella nos dijo que cuidásemos de ti. Pero también dijo que eras importante para el futuro de este mundo. También nos has dejado ver que Yvette sigue viva, pero te niegas a decirnos dónde, y cómo está. Solo que es un ser especial. Y hablas de todo eso, incluso de la nebulosa de Orión, como si hubieses estado allí. Ahora, dime: ¿has estado allí?
Sandra se sorprendió ante una pregunta tan directa y clara. Contestó:
—Qué tontería, Jules. No confundas tus relatos de ciencia ficción con la realidad. Cómo podría yo haber estado allí. Es imposible viajar a las estrellas.
—Eso dicen. Pero guardas muchos secretos. Tu relación con Yvette. La ayuda que ofreciste a mi madre. Tu repentina llegada, perseguida por todos. La misteriosa carta de Yvette…
—Tienes una imaginación desbordante, Jules…
—Es posible. Pero también sé atar cabos. Y hay rumores. Se habla de un hombre que predijo el fin del mundo. Y tú hablaste de ese hombre, al que llamaste Scott, en tu carta de despedida. Dijiste que ese tal Scott transformó a Yvette de alguna manera. Pero no que fuese sometida a ese tratamiento para alargar la vida. Y, se dice, que Richard tuvo contacto con seres de otros mundos.
—¿Seres de otros mundos? ¡Jules, por favor! ¿Cómo se te ocurre creerte esas patrañas de marcianos? Y lo de Scott es un cuento viejo. Él es real, es cierto. Pero eso no prueba nada. No hay marcianos, Jules. —Jules se acercó a Sandra. La miró detenidamente, le tomó la mano, y preguntó:
—¿No prueba nada? ¿Por qué me has mostrado la nebulosa primero?
—Porque pensé que te gustaría. Es bonita.
—No lo creo. Inconscientemente, has querido mostrarme Orión por alguna razón. Y es porque has estado allá. Porque es importante para ti.
—Jules, no digas tonterías, todo esto es absurdo… —Jules se acercó más a Sandra. La miraba con fuerza. Apretaba sus manos contra las de ella. Añadió:
—Hay algo en ti. Algo poderoso. Hablas de las estrellas, del universo, de Yvette, como si todo ello te fuese tremendamente familiar. Siento que te es familiar. En casa, hace un rato, lo has dicho: «quiero que veas dónde está Yvette, tu antepasada». Y me has traído aquí, a mostrarme las estrellas. Ahora dime que es mentira. Dime que estoy equivocado. Que estoy loco. Dímelo, y te creeré. Dime que no has estado en Orión. Que Richard no sabe nada de otros mundos. Que nunca has viajado a las estrellas. Que Yvette no está allá. Dime que todo es falso. Que no sabes nada de otras guerras. De otras luchas. Dímelo. No volveré a insistir. Creeré en lo que digas. Te doy mi palabra. Pero quiero la verdad.
Sandra miró detenidamente y con gran sorpresa a aquel joven. Era realmente brillante. Muy perspicaz. Y tenaz. Las historias de extraterrestres se venían contando entre las gentes desde tiempos inmemoriales, especialmente desde el siglo XIX. Siempre había sido todo falso. Nunca hubo platillos volantes. Ni áreas 51 con cuerpos de extraterrestres. Ni ninguna de aquellas historias de abducciones.
La realidad, como solía ocurrir casi siempre, era más demoledora. Más directa. Más inmediata. No era como la gente la contaba, por supuesto. La verdad, como solía suceder siempre, era más compleja. No había marcianos grises, o con antenas. Pero tampoco había un vacío infinito de nada. Ella lo había tenido que vivir doscientos años atrás. Y, por mucho que se escondió todo en su momento, los sucesos en Titán, en 2153, con el descubrimiento de aquella nave enterrada, y los de 2156, cuando estuvo a punto de darse a conocer todo a la opinión pública, habían dejado una huella en la retina de la humanidad. Por primera vez, en la historia de la especie humana, una historia de vida de otros mundos podría parecer real.
Jules insistió:
—¿Vas a contarme la verdad?
Sandra le miró en silencio. La mirada de aquel joven era como un caudal de fuego y poder imparables. No podía resistir aquella mirada, que buscaba la verdad. No podía traicionar esa mirada. Porque, tras aquella mirada, estaba Yvette. E Yvette era la voz que la había guiado en un momento crítico de su vida. Y le había salvado la vida. Por aquel joven corría su misma sangre. No podría nunca traicionar ni mentir a Yvette. No podría, por la misma razón, traicionar ni mentir a Jules. Así que, sin darse cuenta, respondió:
—Yvette es inmortal. Y vive en algún lugar que no comprendo, entre las estrellas. Ella sufrió una transformación, fruto de una experiencia increíble. Esa experiencia la transformó para siempre. No fue ese proceso que alarga la vida unos años. Lo de ella fue muy distinto. Fue un contacto con una especie tremendamente poderosa, cuya sola presencia transforma la vida para siempre. Ahora , Yvette es lo más parecido a una diosa que puedas imaginar. No es una diosa en el sentido filosófico o teológico, pero lo es conceptualmente. Cuando llegué, me preguntaste qué, o quién era, Yvette. Y esta es la respuesta que te puedo dar. Porque yo no tengo todas las respuestas. Pero sí sé, y te lo puedo asegurar, que Yvette reina entre las estrellas. —Jules se mantuvo pensativo. Aquella información era mucho más de lo que podría haber imaginado. Sandra continuó:
—Ya entonces, cuando leíste la carta, sospechaste la verdad. Tu intuición es impresionante. Lo noté enseguida, en cuanto te vi. Ahora vuelves a hacerlo. Y tienes derecho a saberlo. Por Yvette. Y por ti. Y la verdad es lo que te he de dar. A ti. Solo a ti. Porque eres capaz de ver más allá. Más allá que los demás. —Jules se mantuvo pensativo unos instantes, y reflexionó:
—La carta llegó al buzón. No tenía origen. Pero Yvette no está aquí, en la Tierra. Ni siquiera en el sistema solar. ¿Es así?
—Así es.
— ¿Y cómo es posible?
—Yvette no necesita estar aquí para entregar una carta. De dónde salió la carta, no lo sé.
—Es… realmente inexplicable.
—Lo es, sin duda. Y es mejor que no intentes entenderlo demasiado, porque no tiene explicación. No al menos según la física que conocemos actualmente. No es magia. Pero una explicación racional queda por ahora fuera de mis posibilidades. Como te he dicho, su naturaleza actual es un misterio para mí. Solo sé que es posible.
—Gracias, Sandra, por decirme la verdad —comentó Jules asintiendo levemente.
—Te la mereces. Aunque solo sea por esa intuición increíble que demuestras tener. Tienes razón en todo. Y no me veo capaz de ocultártelo, aunque decírtelo sea una completa locura. Es cierto: yo estuve en la nebulosa de Orión, en una ocasión. De hecho, entre aquellas nubes conocí a Yvette. Yo la salvé a ella. Y ella me salvó a mí. Ambas vivimos una historia de guerra y amor, que durará una eternidad. Esa es la verdad. Esa es toda la verdad. Quieres la verdad. Y no puedo hacer otra cosa que ofrecértela. Pero conocer la verdad, no lo olvides, conlleva siempre un alto precio. Y lo tendrás que pagar algún día.
—Prefiero morir ahora sabiendo la verdad, que vivir mil años en una eterna mentira.
Ambos se miraron un momento. De pronto, Jules se acercó a Sandra, y la besó. Un beso que duró unos segundos, pero que fueron una eternidad. Luego, Jules se separó de ella, se sentó en una piedra, y susurró:
—Lo siento. No debía haber hecho eso. He sido un estúpido. —Sandra se acercó a él, y se sentó al lado.
—No te culpes. Fue un impulso. Todo esto te está trastornando. Y es normal. Eres muy joven. Necesitabas besarme. Fue un impulso fruto de toda esa adrenalina y esa energía que te recorren al saber la verdad. Y yo no te negué el beso. Lo requerías. Y lo acepté.
—Sí, pero Michèle…
—Michèle es la joven a la que amas. Tu amor.
—¿Tú lo crees así? Entonces, ¿por qué…?
—¿Sientes que la has traicionado? —Jules movió la cabeza, en un mar de confusión.
—No lo sé. La verdad, no lo sé. Me acabas de decir la verdad. Y es cierto: en estos instantes me encuentro en medio de una enorme confusión. De ideas, y sentimientos. De pronto, mi pequeño universo basado en mi ciudad se ha ampliado hasta las estrellas. La verdad es una losa que pesa sobre quien la lleva.
—Naturalmente. Saber que conoces la verdad, y comprobar que estabas en lo cierto, pero que incluso esa verdad va más allá de lo que sospechabas, es algo que te va desestabilizar. Y deberás calmarte, y reflexionar.
—¿Calmarme? ¿Ahora que soy consciente de algo tan increíble? ¿No te das cuenta, Sandra? Yo pertenezco a las estrellas. Siento que vivo, respiro, y he nacido para pertenecer a las estrellas. Y ahora, las estrellas han venido a mí. Y yo no sé si reír, si llorar, si saltar, o si gritar… —Sandra sonrió.
—Naturalmente. Haz todo eso: grita, salta, llora, ríe… Solo te mereces la verdad. Aunque eso tiene un precio muy alto. Pero, cuando te veo, veo a Yvette. No pude ocultarle nada a ella. Tampoco puedo ocultarte nada a ti.
—¿Y mi madre? ¿No debería…?
—Tu madre sufrió mucho durante su juventud. Y ella prefiere no saber. Si lo quisiera de verdad, me la habría arrancado, como has hecho tú. Pero, en su corazón, prefiere no saber. Sabe que la verdad libera a quien la conoce, pero supone una carga que se lleva toda la vida. Y ella ya lleva una carga demasiado pesada. Sabe que esa carga te corresponde a ti. Y está orgullosa de ello.
Jules asintió. Se levantó, y Sandra se levantó también. Jules se dio la vuelta. La miró un instante, y comentó:
—Eres tan impresionante. Tan grandiosa. Tan majestuosa…
—No debes halagarme tanto. No lo merezco. De verdad.
—¿Por qué? Has vivido mil historias increíbles. Y me has contado la verdad. Eso es algo que la gente no acostumbra a hacer, y menos conmigo. Me has enseñado el universo esta noche, y me has tratado con respeto y con cariño, algo que muy pocas veces he visto en mi vida. Cada día me enseñas algo nuevo. Cada día descubro algo nuevo e increíble a tu lado. Has cambiado mi vida completamente en estas semanas. Y yo… yo ya no sé ya qué pensar. —Sandra tomó la mano de Jules, y respondió:
—Te estás dejando llevar por algo que se llama admiración. Y que es muy noble y bello. Pero es eso: admiración.
—¿No dicen que la admiración es la antesala del amor?
—A veces. Pero tú quieres a Michèle. Solo que toda esta experiencia de esta noche, el telescopio, el lugar, las estrellas, por supuesto todo lo que te he contado, te han llenado el corazón de pasión, de fuerza, de sueños. Estás saturado de sensaciones. ¿Y qué mejor manera de demostrar a quien te enseña el camino, que mostrarle tu gratitud con un beso?
—No creo que otras chicas dijesen eso si las besara —comentó Jules.
—Eso depende de la chica, y de la situación, y del contexto del momento. No eres el primer chico que besa a una chica por primera vez. Vamos a ver: ¿te dio la impresión de que yo no quería ser besada?
—No. Creo que, si no hubieses querido, no habría ocurrido. Tú no lo habrías permitido. Y yo no te habría besado.
—Exacto, Jules. Antes de dar un beso a alguien, sabes que puede haber una predisposición por la otra parte, o puede no haberla. Por eso el primer beso es también un sello entre dos seres humanos. Sabes que yo no iba a negarte el beso. Por eso me besaste. Por eso, tu beso ha sido una declaración de amor y de amistad. Un valor eterno que hemos firmado los dos esta noche. Pero no para convertir nuestra amistad en una relación, sino para que esa relación sea más cercana, más viva. Sabes que Yvette me besó también, ¿verdad?
—Vaya, sí, eso averiguó mi madre. Os vieron en un bar.
—Exacto. Estábamos en un bar de San Francisco. Pero, cuando nos besamos, estábamos en otro universo. Ella me besó como me has besado tú. Ya te dije que os parecéis en muchos aspectos. Me mostró su cariño, su afecto, su amor. Y tú me has mostrado el tuyo. ¿Vas acaso besando a cada chica que ves por la calle? —Jules rió.
—No había besado nunca a una chica. Nunca. Hasta Michèle. Y ahora…
—Y ahora besas a quien amas, que es Michèle, y a quien te muestra un universo de posibilidades. No te culpes, Jules. No has traicionado a Michèle. Ni ha sido un error besarme a mí. Tú la quieres, ¿no es así? —Jules asintió levemente.
—Sí. Pero tú estás ahí cada día, mostrándome las infinitas posibilidades del universo. Y has cambiado mi vida.
—Deja de castigarte. La historia es muy simple: yo sabía que querías besarme. Yo lo acepté. Fin de la historia. Eso se siente, Jules. Se siente en la mirada, y en el corazón. Y pocos chicos más nobles y de buen corazón he conocido aparte de ti.
—»Chico». Eso es lo que soy para ti.
—Ten en cuenta que tengo trescientos años. Te llevo cierta ventaja.
Jules sonrió levemente. Luego, se sentó de nuevo, y se llevó las manos a la cara. Estaba llorando. Sandra se sentó a su lado, y le pasó el brazo por el hombro.
—Jules, no te recrimines nunca por sentir amor, y por querer mostrar ese amor de una forma sincera y pura. Eres un verdadero sol, un ser lleno de amor, de vida, y de bondad. Te has visto sobrepasado por esta noche, probablemente yo sea algo responsable de eso. Pero no has hecho nada malo. Al contrario.
—Me gustaría que Michèle conociera todo de ti. Pero no puede ser.
—Cierto. No puede ser, porque la pondrías en peligro. Y no podemos ponerla en peligro. No lo merece.
—¿Volverás algún día a las estrellas? —Sandra negó con la cabeza.
—No. De hecho, me pidieron que me quedara con ellos. Pero me negué. Mi sitio está aquí. En la Tierra. Intentando salvar este mundo. Aunque, ya sabes. Nunca se sabe qué te puede deparar el destino.
—Si alguna vez vuelves allá, y yo sigo vivo, ¿no me podrías llevar contigo? Quisiera viajar contigo… Viajar hasta la nebulosa de Orión. Tocarla con mis manos. Sentir el calor de sus estrellas. Y conocer a Yvette. Le presentaría a Michèle. Viajaríamos ambos para siempre, entre las estrellas.
Sandra recordó aquella antigua propuesta que Deblar, el guardián de la Tierra, le hizo a Robert y a Yvette, doscientos años atrás: viajar para siempre entre las estrellas, a cambio de ayuda. El universo a veces se llena de extrañas paradojas. Le tomó la mano antes de responder.
—Eso no será posible, Jules. Quienes viajan a las estrellas no pueden volver a la Tierra. Es una ley eterna, que todo aquel que parte de la Tierra hacia esos mundos debe cumplir. Yvette fue una de ellas. Viajó más allá de Orión. Y ahora no puede regresar. Ni tú puedes ir a buscarla.
—¿No es ella algo parecido a una diosa?
—Lo es. Pero su presencia en la Tierra desencadenaría una marea de fuego y destrucción en el planeta. La Tierra es un planeta prohibido. Y hay leyes en la galaxia que hasta los dioses deben cumplir.
—No parece justo.
—No lo sé, Jules. No lo sé. No sé si es justo, la verdad. Pero es el orden de las cosas. Ni yo, ni nadie, podemos cambiar eso.
—Tú volviste.
—Sí. Yo obtuve un permiso especial, por haber conseguido que la galaxia entera disfrutara de nuevo de la paz, tras una guerra terrible, de la que fui responsable en parte. Y de nuevo estoy hablando demasiado. Pero soy una excepción, Jules. Tú debes vivir tu vida. Con Michèle.
—Sé que un día te irás, Sandra. Y me dolerá hasta el infinito. Y nunca, nunca, te olvidaré.
Sandra abrazó a Jules, y le besó en la mejilla. Él también la abrazó. Luego ella sonrió, le miró a los ojos, y dijo:
—Anda, sécate esas lágrimas. ¿Volvemos a casa? Se hace tarde.
Jules asintió. Recogieron el telescopio, lo guardaron, y ambos subieron al aerodeslizador. La aeronave se elevó. La noche era brillante. Jules miró a las estrellas de la noche, y susurró:
—Cuántos secretos se guardan en esas pequeñas luces. —Sandra observó, asintió levemente, y respondió:
—Así es. Millones de vidas, de sueños, de luchas, de ilusiones, se esconden entre los rayos de esas estrellas. Con jóvenes llenos de amor y pasión por la vida. Como tú, Jules. Como tú.
Jules miró de nuevo al cielo. Sonrió levemente.
Al día siguiente, Jules vio a Michèle, y, sin decirle nada, le dio un profundo abrazo. Ella le miró sorprendida, y preguntó:
—¿Qué te pasa con ese abrazo tan largo y esa mirada? ¿Has visto algún ángel?
—Algo así, Michèle. Algo así.
INTERESANTE RELATO
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Muchas gracias, pronto publicaré el conjunto de relatos para el nuevo libro, un placer que te haya gustado, saludos cordiales.
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