Llegué a casa a no sé qué hora de la noche, después de otra jornada de lo que yo denomino del tipo «blanca-nada». Blanca por el color de la ginebra de aquel tugurio, y nada por lo que había obtenido gracias a ella. Esas noches en las que hasta la Luna decide bajar de su palacio un momento para burlarse de la suerte de uno. En estos casos solo queda agachar la cabeza, virar ciento ochenta grados, y poner proa al segundo tugurio más importante de mi vida tras aquel bar: mi viejo apartamento. Aquella hora a la que llegué era tan nocturna que todavía no se había inventado una posición en la aguja del reloj para representarla.
Saqué la máquina de escribir portátil de mi viejo Volkswagen, abrí la puerta de casa, y tiré la máquina al sofá, mientras balbucía algunas palabras muy poco cristianas, y me servía un nuevo gin-tonic, continuación de esa saga de gin-tonics que había tomado en el peor tugurio de la ciudad, intentando olvidar aquellos ojos de fuego que aún me miraban con falsa ternura.
Tenía que hacer algo. El tiempo pasaba. Y el libro seguía en blanco. ¿Pero qué pensaba ese maldito editor de esa maldita editorial? Le había entregado tres libros, que habían sido grandes éxitos de ventas. Y él se había llevado la mayor parte del beneficio, mientras yo me arrastraba en un apartamento con tantas cucarachas como para declararla zona ecológica protegida. Y ahora, ese maldito bestia quería que le entregara un nuevo manuscrito, porque había prometido a la dirección de la editorial que el nuevo libro vendería tres veces más que la suma de los anteriores.
Y, mientras tanto, ahí estaba yo, con la cabeza en blanco, el papel en blanco, y sin una sola idea que llevar a la máquina. ¿Por qué tuve que firmar ese maldito contrato? Los contratos son cadenas para los escritores. ¿Por qué lo firmé? Porque soy estúpido. Porque tengo que comer, quizás.
Me relajé viendo los anuncios de la tele. ¿Sabe que con la preciosa joya «Flor de loto», extraída de los últimos confines de la tierra, su amada no podrá resistirse a tanta belleza? Y si llama ahora, obtendrá un cincuenta por ciento de descuento más una cafetera para poder digerir esa compra inútil que acaba de hacer… Yo les diría a esos estafadores lo que pueden hacer con esa piedra de cristal que tratan de hacer pasar por un diamante.
Pero, mientras miraba el anuncio de televisión, la máquina de escribir seguía ahí. Me observaba con una mirada lasciva y burlona, como diciendo: «ven, estoy preparada, hazme tuya, te llevaré a un paraíso de placeres que no podrás ni empezar a soñar».
Abrí la máquina de escribir, la coloqué sobre la vieja mesa carcomida de madera, y entonces la máquina explotó en una risa fría, oscura, dantesca.
—¿Quieres inspiración? ¡Pues vete al infierno con tus deseos! —me gritaba la máquina cada vez que le colocaba un papel al rodillo. Entonces el papel, que tenía un par de frases inconexas que había acabado de escribir de lo que debía ser la nueva novela, salía de mi mano mientras lo arrancaba, despedido en pedazos, los cuales quedaban esparcidos por un suelo lleno de frustraciones anteriores, en forma de ideas siempre vagas y perdidas.
Me serví un whisky, y me disponía a salir a buscar algo de compañía en algún lugar perdido, donde alguna mujer pudiese declararme un amor eterno y tan falso como las historias de mis novelas. A eso se había reducido mi vida sentimental.
Pero, cuando iba a abrir la puerta, la cerré de un portazo, y me senté en la máquina de nuevo. La miré un momento con ira mientras colocaba el papel, y mientras ella sonreía con un gesto burlón, casi esquizofrénico.
—No escribirás nada, estás perdido —dijo al fin la máquina entre sonrisas—. Llegará la fecha de entrega, y no habrás escrito ni una maldita línea. ¡Fracasado! ¡Ha llegado el momento de ser lo que siempre has sido! ¡Un fracasado!
Yo ignoré sus comentarios, y empecé a escribir unas líneas…
Era una noche oscura y tormentosa. Lidia miraba por el balcón, mientras veía cómo su nuevo amante, al que había conocido en una fiesta de la alta sociedad, llegaba en aquel deportivo rojo. Comenzó a desnudarse, mientras el sujetador le caía grácilmente por la espalda y la cintura, y su mirada se encendía con la pasión de otra noche de fuego…
—¡Pero qué basura es esta! —Grité, mientras arrancaba con furia el papel, y lo convertía en nuevos trozos con un odio enfermizo. Los restos quedaron esparcidos por el suelo, con mis anteriores ideas literarias frustradas. La máquina de escribir rió de nuevo, e hizo algún comentario relacionado con mi frustración literaria y sexual. Yo no le hice caso, y ella siguió burlándose de mí.
Solo tuve tiempo, antes de quedarme dormido en la silla, por el efecto del alcohol, de pronunciar unas palabras. Creo que fueron: «malditas musas, me habéis abandonado. ¿Es que no podéis haceros cargo de un viejo escritor venido a menos?»…
De pronto, abrí los ojos. ¿Dónde estoy? ¿He vuelto a beber demasiado? ¿Qué lugar es este?
Me levanté de un camastro en el que estaba tirado, y me acerqué a algo que tenía un cierto aspecto humano. ¿Era una mujer? ¿O era un hombre? ¿O era un monstruo? Aquel ser me miró con cara de circunstancias, y gritó:
—¡Eh, jefe, mueve el culo! ¡El «señor escritor frustrado» se ha despertado! ¿Es que quieres que cargue yo con tus trabajitos? —Se escuchó una voz a lo lejos:
—Muy graciosa, Talía, muy graciosa, como siempre. ¡Ya voy, ya voy! ¡Y deja ya de agobiarme!
Yo pregunté a aquel ser:
—Disculpe, ¿dónde diablos estoy? —Aquel ser me miró con rostro indiferente, y me contestó:
—Lo siento cielo, pero te han asignado al jefe. Se ve que eres un caso difícil. Y yo no voy a mover ni un pelo por ti, ni por un asunto que ni me corresponde ni me importa.
Iba a contestar, cuando entró un ser que, definitivamente, parecía lejanamente un hombre. Solo que no lo era. Entendí que la tal Talía tampoco era una mujer. Pero entonces, ¿qué eran?
Aquel ser, el jefe, se acercó hacia mí dando unos pasos inmensos, los cuales hacían temblar aquella sucia habitación llena de muebles de madera viejos. Aquel ser debía medir unos dos metros cuarenta, llevaba una espesa barba y estaba cubierto de pelo, mientras fumaba un cigarro puro que apestaba a la peor cloaca que pueda encontrarse en la peor ciudad de la Tierra. Al fin se detuvo, me miró con desdén, y dijo:
—Vaya, aquí está el señor escritor que pide ayuda. ¡Y algún imbécil considera que se la merece, y se la otorga! ¡Y lo peor de todo, me asignan a mí el caso! ¿Por qué siempre conceden ayuda a los imbéciles, habiendo verdaderos genios tirados en la calle?
—Oiga, que yo… —El ser me señaló que me callara con un gesto rápido, y me ordenó seguirle con otro gesto con el dedo. Salimos de aquella habitación, y pasamos por varios despachos. En las puertas, escrito con letras de fuego: Clío, Urania, Euterpe… ¿De qué me sonaban esos nombres?
Llegamos al despacho del jefe. Su nombre era Calíope. La mesa era enorme, y también la silla donde debía sentarme. Afortunadamente había una silla donde colocarme para poder subir a la silla definitiva. El tal Calíope se puso al otro lado de la mesa. Movió unos papeles, dio un par de caladas al cigarro, escupió algo de tabaco, y dijo:
—Está bien, vamos a ver si ventilamos este asunto rápidamente, que tengo timba de póker luego. Caso 20539 barra 19, muy bien. Dígame: ¿qué le pasa? ¿Qué necesita? Vamos, que no tengo toda la tarde. —Yo me quedé extrañado. Respondí:
—¿Qué necesito? ¡Nada! —El tal Calíope resopló en su silla.
—Ah, ¿no? ¿Y este expediente que tengo en mi mesa sobre usted, qué? ¿Me está sugiriendo que me lo meta por algún lado?
—¡Oiga, no se ponga así! ¡Yo…! —Aquel ser dio un golpe en la mesa. Tembló toda la habitación.
—¡Usted ha pedido ayuda a las musas! ¡Y le han concedido el deseo! ¿Y ahora va a rajarse? ¿Sabe cuánto tiempo esperan algunos artistas para una maldita entrevista? —Yo me quedé perplejo.
—¿Usted… usted es la musa Calíope? —Aquel ser me miró fijamente. Finalmente, respondió:
—No. Si le parece, soy la Princesa Prometida. ¿Acaso quiere usted hacerme perder la paciencia?
—Pero… las musas… las musas son…
—¿Son qué? ¿Bellas figuras femeninas, delicadas y de aspecto de porcelana, que flotan alrededor de los artistas, susurrándoles el arte que necesitan crear y representar? ¿Es eso lo que usted quiere decirme? —Yo le miré con los ojos como platos, y respondí lo que pude:
—Eh… sí… —Aquel ser, Calíope, resopló como un elefante.
—Ya estamos con esas estupideces. Los humanos siempre os inventáis una historia cuando la realidad nos os convence, no os gusta, o no os complace. ¡Pues no! ¡Soy la musa Calíope, y quien le ha recibido es la musa Talía. Y no somos diosas jovencitas delicadas flotando entre artistas. ¿Pasa algo? —Yo tragué saliva mientras Calíope me miraba inquisitivamente. Respondí:
—No, claro… Pero entonces, ¿cómo inspiran a…?
—¿A los humanos? ¿Pues cómo va a ser, idiota? Con lo último en tecnología.
La pared de atrás del despacho se fue levantando mientras Calíope se volvía en su silla. Lo que vi entonces me dejó completamente consternado: una sala gigantesca, con una máquina gigantesca, y varios operarios a su alrededor. Algo entraba por un lado de la máquina, y algo salía por el otro lado, en medio de engranajes, ruidos, humo, y mecanismos diversos. Calíope señaló la máquina. Me indicó que me acercara, y me dijo:
—Esa es la Máquina. Último modelo, con todos los adelantos. La compramos en el día sin IVA. Un buen negocio.
—¿La «Máquina»?
—Sí. La Máquina Inspiradora. Vamos a verla.
Se abrió un portón con una escalera, y bajamos a la sala. Calíope me fue indicando los elementos de la máquina.
—Es muy sencillo. Esta máquina es alimentada constantemente por las disputas, las guerras, las controversias, los celos, la ira, los sueños, las pesadillas, los miedos, y los terrores de la humanidad. Se recopilan, se empaquetan, y se traen hasta aquí. ¿Una guerra? La empaquetamos. ¿Pesadillas? Las empaquetamos. ¿Frustraciones y delirios? Empaquetados. ¿Terrores y temores de la población? Los empaquetamos. ¿Sueños de un mundo mejor? Empaquetados. Luego los procesamos, los depuramos, y los metemos en la Máquina.
—¿Y entonces?
—Es muy sencillo. La Máquina procesa todo ese material, y lo integra en el cerebro de artistas. ¿Un pintor? Le inspiramos con pesadillas. ¿Un fotógrafo? Le traemos inspiración de la guerra de turno. ¿Un escritor, como usted? Le metemos en la mente temores, traiciones, y pesadillas de los seres humanos. Por ejemplo, observe esa escritora.
—¿Qué escritora?
—¡Esa, hombre! ¿No la ve, a través de la pantalla de la máquina?
Miré por la pantalla. Se veía a una joven, tendría unos dieciséis años. Estaba sentada en la biblioteca del instituto. tenía unas hojas en blanco sobre la mesa. Chupeteaba la punta de su lápiz, mientras miraba distraída a todas partes. Aunque la mirada se iba regularmente en cierta dirección.
—Esa niña no está inspirándose —comenté—. Está mirando a ese chico del fondo.
—Así es. Pero hay que inspirarla. Son las órdenes, que llegan de arriba. ¿Y sabe usted lo que cuesta inspirar a una joven enamorada a esa edad? ¿Sabe lo que cuesta superar las barreras hormonales que lleva en la sangre para que comience a escribir?
—Puedo imaginármelo.
—Pues de eso se trata. Tenemos que inspirar a gente que dice que quiere inspiración, pero que tiene la cabeza en cualquier sitio menos donde debe tenerla: en la atención de la creatividad, de la historia, del desarrollo de los personajes…
—Entiendo. ¿Y qué tiene que ver la máquina en todo esto?
—Tiene que ver todo. Observe.
De la máquina apareció un cañón con una torreta. Parecía la parte superior de un viejo tanque T-34 soviético de la segunda guerra mundial.
—Oiga —advertí—. Eso parece una torreta de un antiguo tanque.
—¡Porque es una torreta de un antiguo tanque, idiota! —exclamó Calíope—. ¿No le he dicho que usamos material de todo tipo nacido de la mente humana? Pues bien, ahora alzamos el cañón, apuntamos bien, y…
Del cañón apareció una especie de rayo cósmico, o quizás era agua de lavadora tras un lavado de ropa muy sucia, no lo sé bien. El chorro le dio en toda la cabeza a la joven. De repente, esta dio un salto en la silla de la biblioteca, y empezó a escribir:
Oh, el amor, el amor que todo lo puede,
el amor que todo lo vence,
qué cosa más grande es el amor…
Yo leí el texto a través de la pantalla. Miré a Calíope. Luego le dije:
—¿A eso le llaman ustedes inspiración? —Calíope alzó los hombros ligeramente con cara de circunstancias, y contestó:
—Hacemos lo que podemos. ¿Qué esperaba, con esa juventud, y ese estado en el que se encuentra esa niña? ¿Acaso esperaba que escribiese la continuación de «Romeo y Julieta» de Shakespeare?
Asentí levemente. Tenía razón. Yo también había tenido la edad de esa niña, y había escrito panfletos imposibles de leer pocos años después sin sentir vergüenza ajena. Calíope mientras tanto me indicó de nuevo la pantalla. Se veía a otra mujer. Esta estaba en la cincuentena. Miraba el papel blanco con un aire entre triste y llena de amargura.
—Esa imagen me recuerda a mí mismo —confesé—. Creo que esa mujer se encuentra como yo: completamente falta de inspiración.
—Así es. Vamos a lanzarle uno de los rayos. Pero esta vez añadiremos al rayo algo de filosofía y ética, y algunas reflexiones sobre el devenir del ser humano. A ella le encanta.
El cañón disparó de nuevo, y le dio a la mujer en la cabeza. Tembló ligeramente, y escribió:
Qué oscura es el alma humana, y qué poco entiende de futuro,
cuando se aferra a un pasado que ya no existe,
y se burla de un presente que escapa de entre sus dedos…
Leí el texto. Reflexioné:
No está mal. Pero demasiado contemporáneo en mi opinión. —Calíope me miró con cara extraña, y preguntó:
—¿Qué significa «demasiado contemporáneo»?
—No lo sé exactamente. Pero si algo no gusta, es bueno decir que es demasiado contemporáneo, para restarle valor, como si todo lo pasado tuviese más valor por el mero hecho de ser pasado. Y ahora, si me lo permite, ¿va decirme qué hago exactamente aquí?
Calíope gruñó y masculló algunos sonidos raros. Luego me dijo:
—Mire la pantalla.
Observé de nuevo la pantalla. Era yo. Estaba en el apartamento, dormido. Me volví a Calíope, y le pregunté:
—¿Es esto un sueño?
—¡Naturalmente que no, idiota! —respondió airado—. Esto es la respuesta a su petición de inspiración. Le hemos traído aquí al estilo Star Trek, ¿comprende?
—No. Es que yo soy más de Star Wars.
—Ah, vaya, es de esos. Bien, en todo caso, vamos a emplear el cañón con usted.
—¿Conmigo?
—Claro, pedazo de inútil. ¿Para qué le hemos traído aquí, si no es por su petición? Ha pedido inspiración, y se le ha concedido. ¿Ha firmado el contrato?
—¿Qué contrato?
—¿Cómo? ¡El contrato! ¿Cree usted que por estar en un mundo entre universos se van a acabar los contratos? ¡Firme ahora!
—¿Con sangre?
—¡No sea estúpido! Eso vale para las películas y las novelas. Se firma con tinta.
Calíope me pasó una pluma. Firmé. Inmediatamente tomó el contrato, y dijo:
—Y ahora calle la boca, y reciba su ración. Y aprovéchela, porque, con la crisis, el coste de fabricar inspiración ha aumentado una barbaridad, y la Junta de Accionistas de la Inspiración ha amenazado con cortar todo tipo de idea que no tenga como finalidad fines militares, o la creación de fortunas de forma ilegal. Así que aproveche su oportunidad, porque no tendrá otra.
Sin decir nada más, el cañón del tanque T-34 ruso se transformó en otro cañón, esta vez de un tanque también antiguo, el cañón de un tanque americano de tipo M4 Sherman. Mi padre me había regalado uno de juguete cuando era pequeño.
El cañón disparó. Y, de pronto. Me desperté. En ese momento no recordaba nada. Solo sabía que tenía un fuerte impulso de sentarme delante de la máquina de escribir, y comenzar a pulsar teclas casi compulsivamente.
Y lo hice. Escribí como si estuviese poseído. Terminé el libro. Lo llevé al editor a tiempo. El editor me miró con cara de desprecio. Leyó el libro, lo publicó, y fue un éxito inmediato. Me dio las migajas de los beneficios, y ello me permitió sobrevivir unos meses más, hasta el siguiente libro. El editor quería otro libro más.
Pero ese nuevo libro nunca se escribió. De nuevo la inspiración me había abandonado. Rogué a los dioses una voz, una idea. Pero solo hubo un silencio.
Una tarde, tiempo después, mientras sobrevivía como podía, se presentó alguien, o algo, en mi puerta. Tenía un aspecto raro, desgarbado. Me dijo:
—¿Es usted el escritor?
—Así es. ¿Qué desea?
—Vengo a llevarme su alma.
—¿Por qué?
—Por los servicios prestados. ¿Recuerda? —Aquel ser hizo un gesto con la mano y apareció una pequeña luz, como la chispa de un encendedor. Entonces lo recordé todo. Pregunté:
—¿He vendido mi alma al Diablo? —Aquel ser rió, y contestó:
—¿Al Diablo? Qué desactualizado está usted, amigo. El Diablo quebró hace mucho tiempo. Ahora las almas para el infierno las gestiona un holding de empresas con una junta de accionistas, y un consejo de dirección. Y el contrato por su alma lo ha gestionado un importante gabinete de abogados infernales. Pero sí, vengo a llevarme su alma. Es el precio a pagar por la ayuda prestada.
—Pero yo no pedí ir a ver a las musas.
—Pero no rechazó su ayuda, y se lucró con un libro directamente inspirado por las musas. El precio es el alma tras tres años de disfrutar de la vida. Tenga, aquí tiene la factura y el contrato donde se indica, contrato que firmó al aceptar la ayuda.
Leí el contrato. Estaba muy claro. Nunca leemos la letra pequeña. Y eso lo sabe muy bien el mundo onírico y espiritual que controla y vigila a la humanidad. Entonces observé a aquel ser, y le pregunté:
—¿Y podré seguir escribiendo en el infierno? —Aquel ser sonrió. Se acercó a mí, me puso una mano en el hombro, y me dijo, en tono coloquial:
—Eres escritor. Has vivido por y para las letras. Tú siempre has escrito en el infierno, amigo. Antes, en el infierno de tu mente. Ahora lo harás en el infierno de tu alma. Pero, te lo aseguro: nunca notarás la diferencia. Porque el infierno de un artista se lleva dentro. Esto es solo un traslado de escenario. El verdadero horror comienza con la primera palabra escrita.
Asentí levemente. Su lógica parecía clara. Tomé mi sombrero, y mi gabardina, y me dispuse a salir. Antes de cerrar la puerta de mi apartamento por última vez, miré la máquina de escribir. Una máquina que esperaría a otro escritor, desesperado por algo de inspiración de los dioses. Y comprendí que la inspiración no proviene de los dioses. Proviene del infierno que todo escritor lleva dentro.
Ellos me habían engañado. Como siempre te engañan en el infierno. Pero era demasiado tarde. Demasiado tarde para liberar mi alma. Y mis letras…
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