Lo hacemos por su bien

Todo empezó hace unos días, justo cuando comenzaba la primavera boreal de este año de 2029. Tras la llegada de las comunicaciones 5G en 2019, hubo tal explosión comercial de aparatos electrónicos interconectados que, de un modo u otro, todos querían demostrar sus capacidades empleando las nueva redes de velocidades casi ilimitadas.

Toda la población se vio abrumada ante un despliegue tecnológico sin precedentes. Si el periodo 2007-2019 fue el de los «smartphones», el periodo 2019-2029 fue el de la comunicación total de cualquier elemento inimaginable con cualquier elemento inimaginable, donde el móvil solo era una pieza más. Además, el inicio de la integración de las tecnologías del móvil en el propio cuerpo, con la ayuda de la realidad virtual y la realidad aumentada, estaban convirtiendo a la humanidad en una colectividad conectada veinticuatro horas al día, siete días a la semana, sin interrupción alguna.

Muchos de esos instrumentos adaptados y conectados al organismo y a las redes tenían como finalidad el control de la salud. Las antiguas cintas de muñeca y relojes con controles biométricos habían dado paso a instrumentos realmente sofisticados, que monitorizaban constantemente y con detalle todas las funciones más importantes del ser humano. Cada vida era controlada y monitorizada, y los sistemas de predicción de enfermedades empezaron a ser exigidos por las compañías aseguradoras, que de este modo ahorraban millones previniendo enfermedades caras de sus pacientes, y no asegurando a personas susceptibles de enfermar en un futuro, mientras seguían cobrando sus cuotas. Esto provocó que se disparasen sus beneficios.

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Los fabricantes de electrónica lo tenían muy claro: el llamado «Internet de las cosas» tenía que provocar una avalancha imparable de aparatos de todo tipo, muchas veces absurdos, que se venderían a millares simplemente por llevar incorporada la etiqueta «compatible con redes 5G/6G».

Tras el 5G, el llamado 6G llegó en 2026, y añadió además un sistema de inteligencia artificial integrado, pero no solamente en los ordenadores centrales como el 5G, sino en los propios nodos, es decir, en las antenas 6G. Cada antena incorporaba una IA propia, que decidía un millón de parámetros cada segundo sobre qué ofrecer, y cómo, a los desvalidos viandantes que pasaban por su lado. Sus intereses, sus aficiones, sus modos de pensamiento político, social, cultural, todo era un objetivo para aquellas IA.

La situación era difícilmente soportable para muchos. La vida no era más que una estadística, y una probabilidad de mortalidad para la IA médica. Pero el problema llegó cuando se desarrolló una super IA que trabajaba combinando las IA de los nodos 5G y 6G de telefonía. Es decir, un sistema que agrupaba a todas las IA, desarrollando un sistema propio de decisiones, en las que cada persona era convertida en productos potenciales para ser consumidos por cada individuo. Aquel sistema se llamó Loki, en honor al dios escandinavo y a su relación con el fuego y la luz, según algunos entusiastas.

Así fue cómo llegué yo a aquel fatídico día. Yo procuraba ignorar todo aquello, diciéndome que no iba conmigo, y dedicándome a mis cosas, a mis aficiones, yendo a trabajar, saliendo del trabajo, e ignorando aquellas IA insidiosas que lo contemplaban todo, y lo controlaban todo.

Pero una visita al médico cambió todo aquello. Fue el inicio de algo que nunca hubiese imaginado. Jamás.

Todo comenzó con mi análisis de sangre. El doctor miró el análisis, luego alzó la vista sobre sus gafas, me miró seriamente unos segundos, y comentó:

—La ciencia algún día podrá explicar por qué sigue usted vivo. Yo, de momento, y para serle sincero, no puedo. —Yo tragué saliva, le miré con ojos abiertos, y pregunté:
—¿Por qué, doctor?
—Esto no es un análisis de sangre; esto es un parte de guerra. Y esa guerra la está perdiendo usted, amigo. Está usted rodeado por el enemigo. Colesterol, triglicéridos, transaminasas… Dios santo, tiene usted tantas alteraciones en su análisis que podrían usar su sangre como ejemplo de modelo evolutivo hacia el desastre. ¿No será usted extraterrestre? ¿O un ejemplar de alguna rama perdida del homo neanderthalensis?
—No que yo sepa, doctor.
—Ya, claro. Por supuesto.

El doctor gruñó algo ininteligible, y escribió algunas cosas en la terminal de su ordenador. Luego recibí un mensaje en mi receptor de datos, el sucesor natural de los teléfonos móviles, pero integrado en la piel.
—Ese mensaje que ha recibido es una nueva modalidad de control y ayuda para personas que deben realizar un plan de salud diario de mejora de su salud completo. Incorpora un software de realidad virtual para su tratamiento, y contiene todo tipo de estrategias, consejos e ideas sobre alimentación, ejercicios físicos, ritmos de sueño y de trabajo, actividades que favorecen el metabolismo, y otros elementos fundamentales para su salud. Para activarlo solo debe aceptar el plan de salud en el botón integrado, y el plan se pondrá en marcha.
—¿Y qué debo hacer, doctor?
—Seguir los consejos que irá recibiendo, y llevarlos a cabo escrupulosamente. Sin excepciones. El plan de salud está completamente automatizado. La nueva IA integrada planetaria tendrá en cuenta sus datos personales biométricamente, y le dará unas pautas, consejos y modelo diario de conducta para mejorar su salud. Cúmplalo, porque de lo contrario le veo a usted en un laboratorio forense siendo investigado por algún biólogo molecular, como ejemplo de organismo superviviente.

Yo sonreí cómo pude, le di la mano al doctor, y le dije:
—Gracias por la ayuda, doctor. Me cuidaré, lo prometo. —El doctor sonrió indiferente, y contestó:
—No me las dé tan rápido. Adiós, y cuídese.

Salí de la consulta, y fui caminando hacia mi coche. Seguramente el doctor exageraba. Yo me encontraba bien. Capaz de subir el Everest. Estos médicos nos quieren asustar siempre con sus exámenes y sus diagnósticos.

De pronto, un pequeño dron se acercó a mí. Llevaba una pequeña cámara frontal. De la pantalla surgió la imagen de una jovencita sonriente, la cual se podía ver de cara y hombros, portando ropa deportiva de una conocida marca. Sonrió, y dijo:

—Hola, soy un sistema de inteligencia artificial con rostro humano generado por un sistema gráfico automatizado. Acabamos de enviarle la dieta que deberá comenzar a tomar a partir de ahora, y que deberá seguir estrictamente, además de unos consejos muy importantes sobre su salud que no debe olvidar. Y una tabla de ejercicios diarios, fundamentales para su salud. —Yo miré con desdén al dron, y respondí:

—Esto… gracias, muy amable. Buenos días. —Iba a subir al coche, cuando el dron se colocó frente a la puerta, impidiéndome el paso. La imagen con la cara de la chica sintética seguía siendo de una sonrisa gigantesca. Me preguntó:

—No irá a tomar el coche, ¿verdad?
—Esto… pues la verdad es que sí. Me voy a casa. Gracias por su ayuda. Buenos días. —El rostro de la joven cambió ligeramente. Estaba algo más serio. Me preguntó:
—¿Ir en coche? ¿Con el día que hace? ¿Ha visto qué Sol tenemos ahora? La distancia a su casa es de tres kilómetros y cuatrocientos treinta y seis metros. Es fantástico para hacerlos caminando con este ambiente. ¡Vamos, anímese! ¡Entre en contacto con la naturaleza! ¡Con su armonía interior! —La sonrisa volvió al rostro de la joven. Yo repliqué:
—Ya, es cierto, hace un Sol fabuloso, y un gran día. Pero mi armonía está perfecta, y el partido de los Angeles Lakers empieza en diez minutos, y tengo que estar allá para entonces, con mi cerveza y mis aperitivos. Baloncesto. Basket. ¿Lo entiende? ¿Sabe a qué me refiero? —Hice un gesto sonriente, como imitando el lanzamiento de una pelota a canasta. El rostro de la joven cambió. Se mostró una cara realmente enfurecida. El dron se elevó hasta mi rostro, y se acercó, haciéndome caminar hacia atrás, mientras la voz juvenil exclamaba:
—¿Cómo? ¿Ir en coche, contaminando la ciudad y expulsando gases de efecto invernadero en ese viejo transporte que tiene como vehículo, y todo por un partido de baloncesto? ¿Y con la promesa de una cerveza llena de calorías, y unos aperitivos cargados de colesterol e hidratos de carbono? ¿No sería preferible tomar un arma y suicidarse? ¡Sería más práctico! ¿Cómo se le ocurre maltratar así su salud? ¡Vamos, conteste!

—¡Oiga, déjeme en paz! ¿Acaso le digo yo lo que tiene que hacer usted? —Exclamé, mientras me llevaba el dron por delante con el pecho, y abría mi viejo y querido Volkswagen, saliendo a toda velocidad para casa. Atrás se quedó el dron zumbando, mientras yo sonreía malévolamente. Los Lakers y el baloncesto son sagrados. Ningún análisis de sangre me separará de verlos junto a mi sagrada cerveza y mis aperitivos.

Más calmado, tras el susto con esa absurda máquina voladora, conecté el sistema de música del coche. Le dije al ordenador de a bordo que pusiera algo de música. Algo de Sheryl Crow, lo que quisiera. Me gusta todo de ella, y también ella. Así que pensé que era una buena idea mientras llegaba a casa.

Empezó a sonar «Run, baby run», cuando, de pronto, el sonido se cortó. Di un par de golpes al panel del coche, y en ese momento sonó una voz por los altavoces, esta vez claramente masculina:

—Estimado señor: está usted contraviniendo el conjunto de ejercicios físicos destinados a proveerle de la mejor salud que su institución médica le puede ofrecer. Recuerde que su seguro médico está conectado a las revisiones periódicas, y el coste del mismo puede variar según su estado. Por lo tanto, le recomendamos que detenga el coche, y continúe caminando. Su corazón y su colesterol se lo agradecerán.

—Vete al infierno —le contesté a aquella voz, mientras trataba de que Sheryl volviese al coche. Pero no había forma. Suspiré y lo dejé por imposible, cuando el coche se detuvo de forma inesperada, mientras una voz decía:

—Este sistema de transporte ha calculado que usted debe consumir las calorías necesarias para entrar dentro del programa de control de salud y bienestar programado para usted. Por lo tanto, este sistema de transporte dejará de facilitarle los desplazamientos mientras no realice un paseo de al menos dos coma tres kilómetros a un ritmo moderado. —Golpeé el volante instintivamente, y contesté:

—¿Qué es esto? ¡Este es mi coche! ¡Lo he pagado yo para conducir cuando yo  quiera y como yo quiera! ¡Y quiero que me lleve a mi casa! —Entonces apareció el dron de nuevo, al lado de la ventana. ¿O era otro dron? La imagen de la señorita de la pantalla era otra, y parecía realmente molesta mientras exclamaba:

—¡Señor, el cuidado personal y la salud del corazón y de sus órganos es un asunto serio e importante que debe atender! ¡Salga inmediatamente del coche, y camine como se le ha recomendado! ¡Lo hacemos por su bien!

Yo miré el rostro enojado de la señorita, y, tras suspirar profundamente, decidí que, de momento, saldría del coche. Al fin y al cabo, era imposible que arrancara. La IA universal controlada por el 5G y el 6G habían tomado posesión de la centralita de control del automóvil, impidiendo que el motor de arranque se activase.

Cerré la puerta, miré al dron, y dije con cara de circunstancias:

—Creo que un paseo a velocidad moderada hasta casa me vendrá bien. —El rostro de la joven del dron volvió a ser el de una enorme sonrisa mientras contestaba:
—¡Muy bien! ¡Genial! ¡Ha tomado la mejor decisión de su vida! ¡Estamos muy orgullosos de usted y de la decisión que ha tomado! ¡Su salud y su corazón se lo agradecerán!
—Sí, por supuesto. Y mi sueño de ver a los Lakers se va al infierno —susurré sin que esa cosa llegara a oírme.

llegué a casa abatido y malhumorado, y puse la tele. Me había perdido trece minutos de partido. No estaba mal, teniendo en cuenta que había caminado a toda velocidad el trayecto entre el coche y mi casa, mientras otro dron con un rostro masculino sintético me felicitaba por ello al llegar, y se iba por donde había venido. Menos mal, porque estaba a punto de destrozarlo a patadas.

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Me acerqué sonriente a la cocina. Iba a disfrutar del resto del día y del partido como un rey. Este era mi territorio, y aquí mandaba yo. Comería como un animal, y tomaría todas las grasas saturadas posibles y cantidades absurdas de hidratos de carbono. El colesterol me iba a salir por las orejas. Era mi venganza personal.

Abrí la nevera. Fui a sacar mi cerveza, una cerveza de malta de primera categoría, la cerveza de los que disfrutan del baloncesto de calidad. Tiré de la botella, pero no se movió. Volví a tirar, pero parecía atascada. Y, efectivamente, estaba sujeta por una cinta que surgía de la nevera. Era un modelo de nevera nuevo conectado, como todo lo demás, a una IA 6G, también controlada por el » Internet de las cosas». Pues yo quería mi cerveza. Y la iba a conseguir como fuese.

Volví a tirar, y una voz surgió de la nevera. Se había conectado a la red, y verificado mi estado. De la pantalla de la nevera surgió un rostro de un hombre de mediana edad con un frío traje oscuro. La imagen me espetó:

—Atención. Atención. Código rojo. Código rojo. —Una luz  roja como la de una sirena de ambulancia apareció por la parte superior de la nevera. La imagen en la pantalla continuó:

—Este servicio de refrigeración y congelados ha detectado que un paciente dentro de un programa de dieta intensiva ha intentado corromper ese programa. El cuerpo médico será debidamente informado. Se tomarán las oportunas medidas disciplinares. —Yo miré a aquella nevera, y le dije:
—Ah, ¿sí? Pues me parece genial. Ahora suelta mi maldita cerveza, y déjame tranquilo, máquina del demonio. —La nevera repuso:
—Este sistema de refrigeración y congelados considera que su estado físico y su recomendación médica no satisfacen el que pueda extraer un producto como el que intenta extraer, debido a la composición y elementos que sin duda dañarán su salud y su estado físico. Por lo tanto, este sistema de refrigeración y congelados le aconseja a usted que beba agua.

La botella de agua, que usaba para el whisky, se acercó ligeramente a mi mano, que seguía tratando de sacar la cerveza. Miré a la nevera, y le respondí:

—¿Agua? ¡Métete el agua donde te quepa, maldita máquina!
—Este sistema de refrigeración y congelados…
—¡Ya, ya, ya! —le corté el  discurso a la nevera. Saqué el agua, y cerré la nevera de un portazo.

Tenía un plan. Un plan fantástico. Me dirigí al mueble bar, donde estaba el whisky. No tendría cerveza. Pero me haría con un buen whisky para ver el partido. Abrí la persiana corredera. Lo que vi me dejó congelado: no había ninguna botella. Nada de whisky. Exclamé:

—¿Qué? ¡Me han robado! —Entonces apareció el robot limpiador de suelo que había comprado hacía poco, y que estaba limpiando la habitación. Se acercó a mí, y sonó una voz por el pequeño altavoz:

—Este robot limpiador de suelos fue informado de su estado por la IA competente encargada de su salud, y las botellas de alcohol que guardaba en este mueble bar han sido convenientemente reciclados. Las botellas han sido procesadas en el contenedor adecuado para los cristales, y sus contenidos pasados por el procesador de líquidos contaminantes para su posterior reciclaje. ¡Recicla! ¡Recicla cada día! ¡Recicla! ¡Es usted una persona que recicla, muy bien!

Miré al robot, y no pude evitar aplastarlo de una patada. El aparato quedó inservible al instante en medio de un humo eléctrico de circuitos quemados.

Salí a la puerta de enfrente. Mi vecino me ayudaría. Era un loco del baloncesto como yo, y también gustaba de la cerveza. Solíamos ver algunos partidos juntos. Él me echaría una mano. ¡Seguro!

Toqué el timbre, se abrió la puerta, y apareció un dron desde el interior, con mi vecino, cuya mirada parecía realmente perdida. El drón me miró un momento, y dijo:

—Alerta: este dron ha detectado que usted está intentando conseguir productos alcohólicos para su consumo, contraviniendo las reglas de salud que le han sido indicadas. Por lo tanto, este dron deberá evitarlo por todos los medios a su alcance. —Yo miré a mi vecino, que me miraba con un rostro desencajado.

Al final, mi vecino solo acertó a decir:

—Es imposible. Yo también lo he intentado. Pero no es posible conseguir nada que no sea agua. O zumos naturales. Sigue tú, amigo mío. Sigue adelante. Hazlo por mí. Sigue la lucha, y recuerda a los que caímos. No nos olvides nunca. Yo ya he perdido toda esperanza de echar un trago…

Mi vecino cerró la puerta, mientras yo trataba de hablar con él. Pero era inútil. Su voz quebrada mostraba que estaba definitivamente roto y vencido.

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Volví a casa. Algo tenía que hacer. El partido de los Lakers seguía adelante. ¿Había alguna forma de conseguir alguna cerveza? ¡Sí, la había! ¡Por supuesto!

La tienda de la esquina, con aquella noble mujer que durante años nos había proveído de todo tipo de licores, y que vendía un poco de todo. Aquella antigua tienda seguía anclada en el siglo XX. Vendía lo que necesitaba: alcohol, tabaco, aperitivos cargados de colesterol, bollería industrial, y todo lo imaginable para pasar una tarde perfecta viendo a los Lakers. ¡Maravilloso!

Bajé por las escaleras a toda velocidad, mientras una sonrisa casi paranoica se apoderaba de mí. ¡Esta vez no podrían conmigo! ¡Iba a ganarles la partida a todos! ¡Por fin!

Llegué al lugar donde se encontraba la tienda. Lo que vi me dejó en shock: una grúa enorme, con una bola de cemento aún más enorme, derribaba sin piedad aquella tienda para siempre. Delante de la grúa, un cartel rezaba:

«Lo hacemos por sus bien; tome grasas omega 3, olvide los hidratos de carbono y las grasas saturadas, y cuídese con leche de soja, yogures sin azúcar naturales y con bífidus, bebidas isotónicas, y alimentos ecológicos cultivados como hace cien años».

¿Hace cien años? Hace cien años la vida media de los seres humanos era la mitad que la actual! ¡Las grasas saturadas y la bollería industrial han convertido a la humanidad en una nueva especie más poderosa! ¡Combinar patatas fritas y bollos con cerveza y un partido de los Lakers es lo más grande que se ha inventado en la historia de la humanidad desde las pirámides!

La situación comenzaba a ser desesperada. Estaba en una esquina entre cuatro calles, pensando qué hacer. De pronto, me giré. Iba a pensar en un nuevo plan, cuando los vi. Frente a mí, a lo lejos, por una de las calles, un ejército de neveras con productos ecológicos se acercaban. Y un rumor se acrecentaba segundo a segundo.

Las neveras marchaban desfilando, e iban gritando cosas como: «¡cuídate, y cuida tu alimentación!», «¡nosotros te protegeremos de los malos hábitos!», «¡arriba la fibra, abajo las grasas!» o «¡lo hacemos por tu colesterol!»

Salí corriendo desesperado y jadeando, pero otra masa de neveras se acercaba por las calles adyacentes. Microondas y robots de cocina para alimentos sanos y naturales se acercaban de forma lenta y decidida, gritando consignas a favor de la salud y contra los triglicéridos.

Finalmente, me atraparon, y me levantaron por el aire. Yo gritaba, mientras las neveras y el resto de electrodomésticos decían: «¡vamos a sacrificar a este pecador de la bollería, las patatas y la cerveza! ¡Servirá de ejemplo para el resto de seres humanos! ¡Vamos! ¡Vamos!»

Me ataron a un palo, y me obligaron a comer ensaladas, leche de soja, tomates criados de forma ecológica, y otras cosas horribles. Cada vez más, y más, y más, yo no podía dejar de comer. Me obligaban a comer, una y otra vez. Mientras hacían esto, una serie interminable de televisores mostraban programas sobre cultivos ecológicos y sostenibles, y técnicas para trasplantar árboles, además de consejos sobre jardinería y vida sana. En otras pantallas aparecían un grupo de jóvenes realizando ejercicios diversos en gimnasios completamente automatizados. De pronto, todos esos jóvenes detenían sus ejercicios, me miraban, y decían al unísono: «lo hacemos por su bien».

La situación era una locura, pero entonces, vi una luz. Una posible salida. Allá, a lo lejos, le vi. Era él: el doctor, que me miraba impasible, con los brazos cruzados, y con mi análisis de sangre en su mano derecha. Le pedí ayuda desesperadamente. Le rogué que me ayudara a escapar. Que haría todo lo que me ordenase. Comería sano, haría ejercicio, bajaría el colesterol…

Pero su única respuesta fue una carcajada enorme, brutal, inmisericorde. Sus ojos, inyectados en sangre. Su rostro, torcido por la maldad y la locura. Siguió riéndose, mientras las ensaladas y los frutos ecológicos iban entrando en mi cuerpo. Yo grité, y grité, hasta que, de pronto…

colesterol

Desperté.

Me levanté jadeante en la cama. Estaba completamente sudado. El pijama chorreaba. El pelo parecía recién sacado de una ducha. Mi novia, que dormía  a mi lado, se incorporó en la cama, y me miró con preocupación.

—Cariño, ¿estás bien?
—La verdad es que no —contesté sofocado—. He tenido una pesadilla horrible. No puedes ni hacerte una idea. Ha  sido espantoso.
—Vaya, lo siento. Date una ducha, te sentará bien. Hoy es domingo. Luego puedes descansar. Y ver el partido de los Lakers. —Yo sonreí con mi sonrisa más amplia.
—¿De verdad me dejarás verlo? —Ella me miró sorprendida, sonriente a su vez, y contestó:
—¡Claro! Si te encanta el basket, y los Lakers. ¿Por qué no tendría que dejarte? Yo mientras tanto me hundiré en la lectura de un libro. Luego podemos salir a cenar un burrito en algún lado.
—La abracé. Ella no entendía nada. No sabía el terror que había pasado. Pero no importaba. Ella estaba allí. Y comprendía mis intereses. Y los respetaba. Con eso me bastaba. Estaba a años luz de la que fue mi relación con mi exmujer, aquellos tormentosos ocho años. Ella era distinta. Ella me comprendía. Ella era, simplemente, la mejor.

Asentí levemente tras el abrazo. Salí de la cama, y me di una ducha rápida. Volví a la cama, y le di un beso. Ella sonrió. Entonces me acerqué a ella con cara pícara, y le dije:

—Ahora un contacto en la tercera fase entre tú y yo no estaría mal. ¿eh? —Ella sonrió mientras contestaba:
—Ummmh… Qué malo eres.
—¿Verdad que sí? Y eso es lo que te gusta de mí.
—Sí —confesó ella sonriente—. Pero, ¿seguro que te encuentras bien?
—Por supuesto. La ducha me ha dejado como nuevo.
—Lo digo por si la tensión del acto sexual pudiese hacerte daño.
—¿Hacerme daño? Ni mucho menos. ¿Por qué lo dices?
—Por tu salud. Es importante. Por esas cervezas que siempre tomas mientras ves a los Lakers.
—Lo sé. Sé que mi salud es importante. Pero un par de cervezas no me van a hacer daño, ¿verdad, cariño? —Ella sostuvo un momento la mirada fijamente en mí con seriedad. Luego respondió:
—No lo sé.
—¿No lo sabes?
—No. Deberás preguntárselo.
—¿A quién?
—A ella…
—¿A ella? —Pregunté con cara incrédula. —¿A quién debo preguntarle? —Ella volvió lentamente el rostro hacia la puerta de la habitación.

Entonces, tuve la peor visión de mi vida. Algo horrible. Algo monstruoso. Algo demencial que lo cambió todo para siempre. Un terror que nunca hubiese podido imaginar…

Porque allí, en la entrada, fijada completamente en mí, se encontraba nuestra nevera. La pantalla que incorporaba mostraba un rostro de un hombre de mediana edad vestido como médico. Me miraba inquisitivamente. Con un odio profundo y frío. Con una rabia fuera de escala. Pronunció solo unas palabras:

—Todo esto lo hacemos por su bien. Por su bien. Por su bien…

Yo grité aterrorizado. Miré a mi novia. Pero ya no era mi novia. Era otro dron, con la imagen de mi novia en la pantalla. Ella estaba furiosa. Rabiosa. Llena de ira. Se unió al grito de la nevera:

—¡Es por tu bien, cariño! ¡Entiéndelo, mi cielo! ¡Es por tu bien! ¡Por tu bien!

La nevera se lanzó contra mí. También el dron. Luego entraron el microondas, el lavaplatos, y la lavadora, cuyas pantallas mostraban rostros enfurecidos. Un ejército de sartenes para comidas a la plancha los acompañaban. Me cercaron. Me redujeron. Finalmente, caí inconsciente.

Cuando desperté, estaba en el centro de rehabilitación para casos agudos, en las afueras de la ciudad. En ese centro estuve unos días. Me daban de beber agua de lluvia con un té con galletas sin gluten y sin azúcar por las mañanas, hojas de lechuga al mediodía con algún tomate y zanahorias, y una sopa ligera sin colesterol por la noche.

Mi novia me había repudiado y abandonado. Decía que nunca más podría salir con alguien que bebía cerveza y no cuidaba sus triglicéridos. Ella empezó a trabajar como Comisaria en el Servicio de Atención del Colesterol, deteniendo a cualquiera que se atreviese a subir solo un uno por ciento del valor recomendado en sangre. Se había fugado con un profesor de gimnasia que tenía huertos naturales y ecológicos por todo el extrarradio de la ciudad, y que planeaba construir un imperio de exportación de lechugas y coles de bruselas a los cinco continentes. Nunca volví a verla.

Por las tardes nos dejaban ver un rato la televisión, que solo mostraba programas de ecología y alimentación sana, y otros sobre el equilibrio de la mente gracias al Reiki y al yoga. También interminables tablas de ejercicios. Todos esos programas los protagonizaban jóvenes felices, con cuerpos estilizados, y sonrisas infinitas.

Yo les hacía creer que era feliz. Les hacía creer que había pecado de pensamiento y de obra, cuando quise ver el partido de los Lakers con una cerveza y algo de bollería, o productos llenos de grasas saturadas.

Les hice creer que mi proceso de desintoxicación había comenzado. Que había renunciado a ver a los Lakers. Y a la cerveza.

La verdad, por supuesto, era muy distinta; se puede renunciar a muchas cosas en la vida. Pero, ¿a ser uno mismo? ¡Jamás!

Mi plan de fuga estaba en marcha. Había estudiado a las neveras que hacían guardia en los puntos clave del edificio. Algunas lavadoras que lavan sin detergentes que ensucian los mares se encontraban en puntos clave del edificio. Y las sartenes que no necesitan aceite, dispuestas en los árboles cercanos, estaban preparadas a caer sobre cualquiera que intentase escapar. Y, por último, los drones, con sus pantallas mostrando chicas y chicos atléticos creados por la IA, y controlando la situación por encima.

Pero, como ocurre siempre, había puntos de fuga.  Y los iba a aprovechar.

Una noche, me descolgué de la ventana de mi cuarto, justo a la hora precisa. Acababan de pasar los zumos de tomate desfilando, y a esa hora los drones diurnos eran sustituidos por los nocturnos. Había una ventana de escape de seis minutos. Suficiente para salir corriendo, deslizarme por el camino de la ensalada, subir por la calle de las fresas, y tomar el sendero del este, desde la plaza de la zanahoria hacia el parque del maíz. Desde allí podría huir. Todo estaba dispuesto.

Bajé al patio, e iba a comenzar a correr, cuando, de pronto, le vi.

Era mi vecino. Estaba allá, también. Sabía que le habían detenido hacía días. Y que le habían intentado hacer un lavado de cerebro a base de frutas, para que se olvidase del baloncesto y la cerveza. Pero él y yo éramos de otra madera. No podrían con nosotros. Estaba seguro de que mi vecino se habría librado de la manipulación mental a la que intentaron someterme, tal como yo había hecho. Huiríamos juntos. Seríamos libres. Y veríamos interminables partidos de los Lakers, con toneladas de cervezas.

Me acerqué a él, y le silbé suavemente desde unos veinte metros de distancia. Semiagachado, y con una mano, le hice un gesto para que viniera conmigo.

Me miró. Su rostro era  frío. Desencajado. Probablemente por el tratamiento al que estaba siendo sometido. Un cóctel de plátanos, kiwis y manzanas puede acabar con la mente más equilibrada del universo.

Entonces, se volvió. Alzó la mano, estiró el brazo, y me señaló con el dedo índice. Mientras hacia aquello, comenzó a gritar. Un grito desgarrador. Un grito temible. El grito de quien ha sido sometido. De quien ha sido desposeído de su espíritu. De quien ha visto cómo se rompía su alma en mil pedazos.

Un grito que alertó a toda la zona, y activó a los drones, y las neveras. Fue el grito final, el grito que daba por concluida mi libertad.

Él había caído. Ya no era él. Era solo su sombra. Solo quedaba yo. Y el mundo contendría el aliento, mientras la última cerveza de la Tierra se calentaba solitaria, y el último partido de los Lakers se jugaba mientras nadie en el mundo lo veía.

Fue el fin de una era.

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Nunca hubo más cervezas. Excederse en los niveles del colesterol se castigaba con veinte años de cárcel. Y yo era el único testigo del fin. Era el último de mi especie. Él último que vio un partido de los Lakers tomando una cerveza.

Un dron se acercó hacia mí escoltado por dos neveras. Mientras las neveras me ataban las manos con cadenas, mi médico se acercó, con el informe del análisis en su mano. Pronunció unas palabras. Y sus palabras fueron:

—Lo siento. Lo siento de veras. Todo esto se podría haber evitado. Pero se lo advertí. Y no me hizo caso. Debe cuidarse. Es usted usted un peligro para la sociedad, y para las nuevas generaciones. Y debemos descontaminarlo. Ahora empezará a vivir. Olvidará las cervezas. Y a los Lakers. Vivirá una vida sana, conectada, y equilibrada… Y recuerde lo más importante: Todo esto lo hacemos por su bien. Recuérdelo. Lo hacemos por su bien. Por su bien…


 

 

 

Autor: Fenrir

Amateur writer, I like aviation, movies, beer, and a good talk about anything that concerns the human being. Current status: Deceased.

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