Nota: este texto es una introspección personal.
Uno de los signos más claros de que estoy en la etapa final de mi vida es el comportamiento de la gente a mi alrededor. En el tren, o en el metro, la gente se ofrece amablemente a cederme su asiento. Dos veces me ha ocurrido recientemente, y en la segunda han insistido tanto que casi me he visto obligado a aceptar.
Han pasado los años, y eso se ve y se nota, y quizás yo tenga una parte de responsabilidad, por haber vivido tantos años. Si me hubiese muerto, digamos, con cuarenta años, no habría tenido que pasar por esta situación de ver cómo me ceden el asiento. Pero no me morí con cuarenta años, y ahora estoy terminado y decrépito. Las veces que he pasado por el hospital y las tres ocasiones en las que casi dejé este mundo no ayudan, es evidente.

Mi padre me decía que su mundo era muy distinto al mundo que existía cuando yo era pequeño. Pero es que este mundo actual es también muy distinto al que existía cuando yo era pequeño. La tecnología de los ordenadores casi no existía. Se llamaban “cerebros electrónicos” y pesaban toneladas. El teléfono tenía una rueda, que había que girar. Las comunicaciones eran telefónicas, y por correo. Luego llegó primero el télex, y luego el fax, absolutas maravillas.
Del télex hay una anécdota de cómo nuevas tecnologías pueden desorientar a la gente mayor. Me contaba mi padre que, cuando pusieron los télex en su empresa, estos se asemejaban a máquinas de escribir. De hecho lo eran. Una noche, mientras la señora de la limpieza pasaba el trapo por las máquinas, estas se pusieron a escribir solas. La mujer, aterrorizada pensando que las máquinas estaban embrujadas, salió corriendo de la oficina. Tuvieron que explicarle cómo funcionaba, pero no estaba la mujer muy convencida. Hablo de mediados de los años setenta.

Cuando el otro día, hace pocos días, alguien me decía que no se creía para nada que el ser humano haya llegado a la Luna, yo recuerdo perfectamente la noche de la transmisión de la llegada a la Luna. Estaba con mi familia. Recuerdo muy bien lo que me dijo mi padre: «hijo, recuerda este momento, porque este momento es historia». Y lo he guardado desde entonces. En mi mente, y en mi corazón.
En los años sesenta, un primo de mi madre se aterrorizaba cuando veía cómo la puerta del autobús se abría y se cerraba sola. Pero es que mi madre vivió su juventud, antes de la guerra civil, en una casa sin agua corriente, sin luz, sin gas. Se iluminaban con candiles, e iban a buscar el agua a un pozo, a unos cientos de metros de la casa.

No hablo de mis antepasados. Hablo de mi madre. El mundo ha cambiado mucho. Ahora apretamos un interruptor, y una luz se enciende. La gente ha perdido el asombro ante tal maravilla. Lo vemos tan normal, que no podemos ni hacernos a la idea lo que sería perderlo. Y lo mismo ocurre con las comunicaciones. ¿Hablar con otro continente? Cuando mi padre hablaba con su hermano, mi tío, en Caracas, allá por los años sesenta, aquello era un milagro de la tecnología, con un precio absolutamente increíble. Cuando la familia de mi tío, mis primas de Venezuela, venían aquí, era toda una aventura. Ahora volamos a cualquier punto del mundo sin pensarlo.
El mundo ha cambiado. Y no somos conscientes de lo dependientes que somos de la tecnología. Una tecnología que muchas veces se ignora, e incluso se desprecia, pero sin la cual el mundo se caería a pedazos. Y el candil está frío, pero quizás sea buena idea no dejarlo demasiado lejos. Por si acaso.
Yo me crié sin tecnología, y las calculadoras pesaban kilos. Eran electromecánicas, y una multiplicación duraba varios segundos en medio de un ruido brutal de mecanismos y ruedas moviéndose. Luego llegaron las primeras calculadoras digitales, y luego las científicas, e incluso programables, y aquello fue una revolución brutal.

Luego llegaron los microordenadores, como el famoso Spectrum. Recuerdo que estaba en el centro comercial del “Pryca”, ¿se acuerdan del “Pryca», los que sean de España?, estaba como digo en ese centro comercial, y había un mostrador con un extraño objeto negro con teclas de goma. Un niño me vino y me preguntó qué era aquello. Le tuve que responder que no tenía ni idea. Parecía una calculadora pero muy compleja. La curiosidad me pudo. Y me puse a investigar qué era aquel trasto.
Luego me enteré que aquel trasto era todo un ordenador. Sencillo, pero un ordenador. Increíble. En pocos años habíamos pasado del “cerebro electrónico” de toneladas a aquella cosa pequeña.
Fue entonces cuando mi padre, viendo que yo era un bala perdida, y que quería estudiar cosas tontas y absurdas como historia o psicología, me dijo: “hijo, tú vas a estudiar algo con futuro, no esas tonterías de hippies, no sea que acabes en el partido comunista”. Así que me dio una soberana patada, y me puso a estudiar informática. Resultó que tampoco se me daba mal del todo, e incluso aprobaba los exámenes con unas notas que estaban por encima de las expectativas de mi padre. Increíble. El inútil de las matemáticas y la física aprobando informática. ¿Qué le ha pasado? ¿Habrá tenido un contacto con marcianos en la novena fase?
Luego me fui de casa tres años y no tuve contacto con mi familia. Esas cosas de jóvenes, ya saben, que se creen los amos del mundo, y luego el mundo les da tres bofetadas y los pone en su sitio. Yo volví a casa con el rabo entre las piernas y la cabeza gacha, y mi padre me miró como diciendo “tú es que no eres más tonto porque no entrenas”. Luego me puse a trabajar como informático. Y así durante cuarenta años.
Luego, por supuesto, llegó Internet, y yo conseguí tener acceso en casa en abril de 1996. Lo recuerdo porque la primera prueba de conexión la tenía que hacer contra alguna página. ¿Qué página probaba? Pues es obvio, alguna relacionada con temas importantes derivados de la ciencia y el conocimiento: mi elección científica fue Playboy.com. Y, efectivamente, la conexión fue positiva, y ahí apareció la conejita del mes de Playboy, Gillian Bonner, que por cierto era informática también. Por eso me conecté, para intercambiar con ella conocimientos y dudas sobre la materia. Todos esos rumores que dicen que era por las fotos son burdas mentiras que solo tratan de destruir mi imagen.

Tuve mi primera página sobre literatura aquel mismo año, una página cuya filosofía no era demasiado distinta a esta. Textos literarios con algunas reflexiones y pensamientos. Llegó a tener algún éxito, y de hecho esa página fue la causa de que viajase a Argentina para conocer a una lectora entusiasta de los textos. Por supuesto para hablar de arte y ciencia, no sean mal pensados. Bueno, séanlo un poco.
Y así, más o menos, llegamos a la actualidad. A este mundo de redes sociales que no soporto, donde se puede agigantar a un ser humano y convertirlo en ídolo de masas en minutos, y destrozar la vida de otro también en minutos. Donde la superficialidad es la marca fundamental del comportamiento, y donde aquellas reuniones con mis amigos en el pub ahora se hacen en salas virtuales.
No me siento identificado con este mundo. En mis tiempos de joven, cuando me iba a dar una vuelta con mi moto, el mundo desaparecía. Nadie podía localizarme. Era libre. No había cámaras, ni seguimiento, ni cookies controladoras. Solo yo, y mi moto, y nada más. Si quedaba con la novia, era el día anterior con una fecha prefijada, y tras colgar el teléfono no sabíamos nada el uno del otro hasta la tarde del día siguiente. Solo había una cadena de televisión, pero el conocimiento de lo que pasaba nos llegaba sobre todo por la radio, y sobre todo en onda corta, conectando con radios extranjeras que explicaban mil maravillas sobre política, ciencia, humanidades, y el ser humano. Con tertulias maravillosas con gente experta.

Ahora casi todo es inmediato y superficial. Este texto por ejemplo excede con mucho las recomendaciones de la longitud que debe tener una entrada en un blog. En una era donde triunfa el microrrelato precisamente por ser corto yo escribo novelas de seiscientas páginas. Y en un mundo que solo quiere superficialidad me dedico a explorar el alma humana. ¿Por qué lo hago?
Bueno, porque sé que, afortunadamente, hay otros como yo. Gente que quiere profundidad. Gente que quiere ir más allá del titular. Gente que quiere explorar el ser humano y su condición. No solo viejos como yo, también gente joven, a veces muy joven, chicos y chicas de veinte años dispuestos a entrar en el mundo del conocimiento y la experiencia que supone disfrutar de un buen libro, de un buen ensayo, de una buena biografía.
Lo cierto es que no comprendo este mundo, ni me interesa en muchos aspectos. Un ejemplo rápido: me han pedido realizar unos programas de realidad virtual para una empresa relacionada con temas de salud y bienestar. Ciertamente yo los estoy haciendo esos programas, y ya he entregado algunos, preparados para gafas virtuales. ¿Qué pienso mientras estoy probando esos programas? Porque obviamente debo ver que funcionan, y la empresa me ha dado las gafas correspondientes para ello. Pienso que todo eso no va conmigo. Lo hago porque no digo que no sea interesante en ciertos aspectos, y por supuesto porque suponen ingresos adicionales, claro que sí. Pero, ¿qué me aportan a mí esos mundos virtuales?
Nada. Absolutamente nada. La realidad virtual, de la que hablaré otro día, tiene sus ventajas, pero también un peligro: es una forma de huir a un mundo diseñado por uno mismo, donde todo sale bien y funciona bien, salvas a la chica, o al chico, y eres feliz. Y eso es peligroso. Porque, cuando la realidad virtual se perfeccione, algunos pueden querer vivir en ese mundo ideal.

No digo que este mundo sea peor o mejor que el que dejé atrás. Solo digo que este mundo no me interesa. En sus aspectos más generales. Me interesan las personas, me interesan los intercambios de ideas y conocimientos, y me interesan las noches en un pub, hablando de metafísica, de filosofía, o de cine, o de literatura, frente a una cerveza, y algo de música de Sheryl Crow. Algo que ya se estila muy poco.
Algunos podrían decir que es contradictorio que sea informático y que tenga esas ideas. Y es verdad. Soy informático por accidente. Mi verdadera vida son las letras, y el pensamiento. Pero con eso no se come. Pero sí se sueña. Y los sueños son los que me mantienen vivo. Esos son los sueños que comparto en este blog, y en mis libros. Algunos pueden considerar que son poca cosa. Pero son lo que da sentido a mi vida. A mí me vale. Y con eso soy feliz.
No necesito nada más. Bueno, quizás un par de lectores.
Nada más. Y nada menos. Muchas gracias.
¡Me encantó tu reflexión! Muchas gracias por compartirla
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Muchas gracias a ti, ¡saludos!
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Recién leo esta entrada tuya.
Creo que mi mundo es todavía más distinto, porque con 72 años he visto mucho que ya desapareció o están en un museo… Y esto de la aceleración es tal que tuve u»Communicator» de Nokia cuando tener algo así era insólito. Tanto que me preguntaban qué era ese trasto y decía que era muy grande para ser teléfono celular y muy pequeño (y lo abría mostrando su pantalla a colores y el teclado) para ser un computador… Hace unos diez años lo doné a la Pontificia Universidad Católica del Perú (donde enseñaba entonces) para su museo de informática. Tienes mucha razón cuando diferencias «antiguo» de «obsoleto». Como para tí, para mí ser antiguo es un honor. Espero no ser obsoleto nunca mientras viva. ¡Abrazo! 🙂 🙂
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Sin duda nada ni nadie debe ser obsoleto, incluso cuando lo es para la función que ejercía y pasa a serlo para una nueva función. Incluso la presencia en un museo demuestra que algo sigue siendo útil, como herramienta de enseñanza y de historia, tal como ocurre con ese Communicator. Un abrazo.
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🙂 🙂 🙂
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