Dos almas en el infierno (I)

Segunda parte en este enlace.

Nota error: el libro completo es «Sandra. Orígenes». Ya se ha corregido.

Este es un nuevo relato en tres partes que formará parte de «Sandra. Orígenes», libro que explica el origen de Sandra y su condicionamiento moral y ético inicial. El libro se compone de dos partes ya publicadas que son de lectura gratuita: «Trece almas» y «Cuatro Dos Negro«.

El motivo de esta tercera parte se basa en una conversación reciente con un lector sobre estos relatos, al cual le agradezco sus comentarios, y lo que se busca es cerrar algunos puntos que quedaron abiertos en los dos anteriores relatos, que permiten una mejor transición de la historia de Sandra hacia el libro posterior: «Operación Folkvangr«. Muchas gracias.

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Leena entró en la habitación. Allá se encontraba Scott con, como de costumbre, una compañía. Scott se levantó de un sofá, y se puso de pie como Dios lo trajo al mundo. La compañía se tapó ligeramente, mientras miraba sorprendida.

Leena se acercó a aquella joven. La miró unos instantes, y preguntó:

—Dime, querida: ¿qué has visto en este… hombre, para acceder a sus deseos carnales? —La joven miró a Scott, que alzó los hombros ligeramente. Luego miró a Leena, tomó la ropa en sus manos, y salió corriendo hacia el baño. Leena se volvió a Scott:

—Lo que hagas con tu vida fuera de estas instalaciones no me importa, Scott. Pero aquí dentro no vas a volver a hacer esto.
—Pero ella…
—Ella es un riesgo de seguridad. ¿Y si era una espía? —Scott rió:
—¿Ella? Pero si solo tiene…
—Veinticuatro años, dos meses, y seis días. Y he visto a mujeres de dieciocho años robar los datos más secretos y guardados de instalaciones mucho más protegidas que esta. Y tú eres un estúpido que no tienes cerebro excepto para adorarte a ti mismo, y para acostarte con la mitad de la población femenina de la ciudad. No es mi problema, como te he dicho. Pero fuera de estas instalaciones. Tus demostraciones de gran macho alfa te las guardas para tus ratos de ocio y de placer. ¿Te ha quedado claro?

La joven salió vestida del baño mientras Scott se colocaba la ropa interior. De pronto, la joven se quedó bloqueada, como si fuese un fotograma de una película que se hubiese detenido. Tras unos instantes, miró a Scott y a Leena, y preguntó:

—¿Qué hago aquí? ¿Quiénes son ustedes?
—No te preocupes, querida, no temas nada —contestó Leena amablemente—. Mira, esa puerta y el pasillo llevan a la salida. No recordarás nada. Ni siquiera esta conversación. Es lo mejor para ti. Tienes toda una vida por delante como para perderla con este idiota. Cuídate mucho.

La joven vio cómo la puerta se abría sola. Salió corriendo. Scott miró a Leena, y le espetó:

—Le has borrado la memoria. Ahora no recordará mis capacidades…
—Le he hecho un favor, créeme. Hacer que seas olvidado es el mejor favor que se le puede hacer a una mujer. Y, como te dije, tus ligues de bar y tus sórdidas aventuras sexuales no me interesan, excepto si ocurren en este lugar. Esta es la última vez. Y ahora, dime: ¿qué ha pasado con Sandra?
—¿Con Sandra? Se está divirtiendo. Nada más.

De pronto, Scott notó un vacío en el estómago. Al instante siguiente, estaba pegado a la pared del fondo de la sala, ligeramente girado hacia un lado, y sin poder mover ni un músculo. Leena se acercó lentamente, y dijo:

—No estamos aquí para divertirnos, Scott. Deberás aprender esto de una vez. Nos divertimos en el futuro, destruyendo el universo, y creando uno nuevo, en esa guerra absurda. Ahora debemos centrarnos en el hoy, y en el ahora. ¿Me he explicado bien? Recuerda que puedo aplastarte contra la pared, hasta que seas más delgado que una hoja de papel.
—Te has explicado bien —contestó Scott mecánicamente.

Scott cayó al suelo. Leena comentó, mientras se levantaba:

—Hemos perdido el control de Sandra. Totalmente. Ese tonto de Héctor tenía razón.
—Sandra no ha perdido el control, Leena —aseguró Scott mientras movía los brazos y los dedos para desentumecerlos—. Ella es… un espíritu libre.
—Vete al infierno con tu poesía. Quiero que arregles esto enseguida, Scott. Y cuando digo enseguida, me refiero a ya. ¿Me has entendido? O te borraré también la memoria a ti como he hecho con esa joven. Te borraré tu memoria hasta el día antes de nacer. Y tendrán que ponerte pañales durante los próximos dos años. Y no podrás volver a hacer de macho alfa durante mucho, mucho tiempo. Eso si no me divierto contigo y te convenzo de que eres un dromedario africano.

Scott asintió. Se vistió, y salió de la habitación sin decir nada. Leena murmuró:

—El infierno es caos puro, y luego está la mente de Scott…

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San Francisco. Dos semanas más tarde.

Un edificio semiabandonado, poco después de los sucesos que llevaron a Sandra y a Delfina a una isla artificial para rescatar a Ana Velasco. La operación fue fructífera. Hasta cierto punto.

Albert Clark fumaba un cigarrillo, que apagó en un cenicero colapsado de colillas. La vieja puerta de madera y cristal, con el nombre de Clark pintado, recibió unos golpes de nudillos. Albert alzó la vista levemente, y susurró:

—Pase. Está abierta.

Por la puerta entró una mujer enjuta, de algo más de treinta años, con cara seria. Albert le indicó que se sentara. Ella lo hizo. Miró el cigarrillo que acababa de encender Albert. Este se dio cuenta, y lo apagó, no sin un ligero gruñido. Luego miró la pantalla, donde el rostro de aquella mujer se encontraba dentro de una ficha ciudadana.

—Delfina Tremblay. Una honrada ciudadana que actualmente trabaja como administrativa en una oficina de una empresa de transportes en San Diego. Su trabajo real consiste, básicamente, en operaciones de búsqueda y eliminación, obtención de pruebas por cualquier medio, extorsión, robo, secuestro, manipulación e instalación de bombas, tortura, suplantación de personalidad, hacker de nivel B3, y experta en armas blancas. Deportista consumada, gran atleta, con una vida sexual muy activa, y amante del baloncesto. ¿Me dejo algo?
—Sí. No soporto las visitas donde se revisa mi vida, especialmente los detalles privados, sin que sepa por qué y a qué viene. Y ahora vamos a centrarnos y a aclarar algo: ¿quiere decirme quién ha escrito ese estúpido informe? ¿Realmente les importa con quién me acuesto? ¿Es ese un asunto de seguridad nacional? —Albert alzó las cejas, y contestó:
—No lo sé. No sé quién escribió todo esto. El típico funcionario, supongo.
—Pues yo no soy una asesina, ni soy nada de eso que pone ahí. Es increíble; si pillo a ese estúpido que escribió esas tonterías le mataré.
—Ya veo.
—¿Quiere dejarse de fichas, y decirme qué estoy haciendo aquí?
—Usted trabaja para Héctor, desde hace tiempo.
—Efectivamente. Para Héctor, y solo para Héctor.
—Sin embargo, él me ha recomendado a usted. Va a trabajar para mí en esta ocasión. La Global Security Agency contrata sus servicios temporalmente.
—¿Para qué? —Albert suspiró detrás de su mesa. Finalmente, preguntó:
—¿Qué sabe de Milán Rojas?
—Lo que dan por la tele. Es el jefe de un cartel de narcotraficantes muy peligroso, o algo así. Quieren hacer una serie basada en él para televisión. Pensé en presentarme al casting. ¿Cree que puedo hacer el papel de narcotraficante con convicción?

Albert miró a Delfina un momento con el ceño fruncido. Fue a sacar un cigarrillo, pero una mirada de ella le hizo cambiar de idea. Luego continuó:

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—Milán Rojas es, como usted sabe perfectamente, el jefe de los cartel de drogas de gran parte del continente americano. Un hombre que, hasta ahora, ha colaborado con ciertos gobiernos en la consecución de metas, digamos, más nobles y altas.
—Entiendo. El gobierno de Estados Unidos y de otros países pactan con Rojas acuerdos de colaboración para capturar y gestionar redes de empresas, narcos, mafias y políticos corruptos, en una simbiosis de la que ambos salen beneficiados.
—Yo no lo habría descrito mejor.
—Genial. Dígame algo que yo no sepa.
—Se lo diré. Rojas ha empezado a… digamos… endiosarse. Ha empezado a creer que su poder es tal que puede tomar sus propias decisiones, y llevar a cabo sus propios negocios, sin tener en cuenta otras fuerzas. Imponiendo su opinión y sus condiciones.
—Ya, vamos, lo típico con estos individuos, Juan Velasco fue el último en creerse Dios. ¿Y no es lo que hace el gobierno de los Estados Unidos constantemente?
—No es lo mismo. —Delfina rió.
—No, claro que no.
—Por supuesto que no. El gobierno de Estados Unidos es elegido democráticamente cada cuatro años, en plena igualdad de derechos y deberes, y se debe a sus ciudadanos y a los derechos humanos. —Delfina rió aún más escandalosamente.
—Oiga, ni yo soy una niña a la que le están contando cuentos para dormirla, ni usted me ha traído aquí para hablarme de la doble moral de la política estadounidense. ¿Quiere centrarse, y decirme para qué me ha traído aquí?

Albert miró a Delfina atentamente. Era tal como la describía el informe técnico psicológico. Quizás no era tan mala opción, después de todo.

—Está bien. Vamos a centrarnos. Usted tiene cierta amistad con Sandra Kimmel.
—Sí. Éramos compañeras del colegio.
—Ahora es usted la que no se centra, e intenta reírse de mí. Repito: son amigas. ¿Qué tipo de amistad?
—No de esas que está usted imaginando en sus sueños eróticos.
—Por favor, conteste a la pregunta.
—Digamos que me importa. Sandra es el pedazo de hierro más humano que he conocido.
—Exacto. Es esa cualidad humana la que nos preocupa.
—¿A quiénes?
—A ciertas autoridades. El caso es que Sandra ha decidido acabar con Milán Rojas. —Delfina gritó:
—¿Qué? ¿Es eso cierto?
—Me temo que sí. De pronto, algo le sucedió. Y comenzó la cacería. Ha elegido a un grupo de mujeres soldado, les ha dado un entrenamiento especial rápido, y ha organizado un grupo operativo de búsqueda y eliminación. Está atacando indiscriminadamente a grupos del cartel por todo el subcontinente sudamericano. Y está teniendo éxito. —Delfina sonrió.
—Claro que está teniendo éxito. Yo misma le enseñé algunos trucos. Esa es mi Sandra. Espero que acabe pronto con ese cerdo de Rojas. ¿Puedo irme ya?
—No. Usted deberá detenerla.
—¿Qué dice? ¿Detenerla yo? ¿Por qué?
—Porque Sandra es un elemento completamente perturbador e inestable en todas las operaciones que el gobierno de Estados Unidos lleva a cabo en Sudamérica. Está fuera de control. Que elimine a Rojas nos podría beneficiar, es cierto. Pero luego podría tomar decisiones que vayan en contra de los intereses de Estados Unidos y sus aliados. No queremos destruirla. Si podemos evitarlo. Y, como queremos evitarlo, al menos de momento, necesitamos a alguien preparado, y que conozca el terreno. Pero tiene que ser, además, alguien que la conozca. Alguien en quien Sandra confíe.
—Y esa soy yo.
—Exactamente. Y esa es usted. Y debe comprender el alcance de esta situación. Nosotros tenemos a nuestro propio operativo para acabar con Milán Rojas. Un operativo aprobado por las más altas instancias, que actúa de acuerdo con las normas establecidas.
—Ya. Esas normas que cambian ustedes cada vez que les interesa.

Albert no contestó. El proyector holográfico de Albert lanzó una imagen. El rostro de Delfina se torció.

—¿Qué? ¿Está usted loco?
—No dice eso mi informe psiquiátrico más reciente. Este es el hombre al que debe apoyar indirectamente, para que pueda acabar con Rojas, sin la interferencia de Sandra.
—¿Y usted se atreve a definirme como una asesina? Ese hombre es…
—Vasyl Sergei Pavlov.
—¡Exacto! ¡Y ustedes hablan de inestabilidad! ¡Ese hombre es el mayor peligro que ha sufrido el planeta desde la caída del asteroide de los dinosaurios! ¡Es un monstruo! ¡Es… es…!

La imagen desapareció. Albert sacó un caramelo. Ofreció instintivamente otro a Delfina, que ni siquiera lo rehusó. Luego dijo:

—Vamos, Delfina. Compréndalo. Pavlov es nuestro mejor operativo para esta misión. Y, además, sigue nuestras instrucciones al pie de la letra. Pavlov también está demasiado hundido psicológicamente, desde que violaron y mataron a su mujer, como para pensar en montar su propia vendetta fuera de las instrucciones que le da el gobierno. Y está demasiado cansado de vivir como para preocuparse del riesgo que corre en cada misión. Él es el hombre ideal para acabar con Rojas. Usted deberá contactar con Sandra, hacerla entrar en razón, si eso es posible, y convencerla de que deje su plan de acabar con Rojas.
—¿Y si no acepta?
—Entonces, debo informarle oficialmente de que deberá acabar con ella.

El rostro de Delfina cambió por completo.

—¿Qué ha dicho usted?
—Usted es una profesional, Delfina. Dejará de lado sus sentimientos, y sus emociones. Sabemos que lo hará. Ante la disyuntiva de convencer a Sandra, o acabar con ella, hará lo imposible por convencerla. Y es la única que creemos puede hacerlo. Por su amistad, reciente pero sólida. También creemos que Sandra solo cambiará de actitud por usted. Sabemos que la aprecia. Y sabemos que usted cumplirá su misión. A pesar de sus sentimientos y opiniones personales. Porque es una profesional. Y lo será hasta el último día de su vida.

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Albert cerró una carpeta con documentos en papel. Luego miró a Delfina, y añadió:

—Vamos, Delfina, no ponga esa cara. Usted es la persona perfecta. Sacará a Sandra de circulación, de un modo u otro, y dejará el camino libre y expedito a Pavlov, y nos traerá a Sandra hasta nosotros, para que podamos ver qué le ocurre. Si ella accede a venir, no le haremos daño. Solo queremos saber qué ha ocurrido dentro de su cabeza para que se dé ese comportamiento tan extraño. ¿Lo hará?

Delfina se mantuvo mirando al infinito unos instantes. Luego se volvió a Albert, le miró unos segundos, y contestó mecánicamente.

—Sí. Lo haré. —Albert sonrió.

—Magnífico. Sabía que podría contar con usted. Además, así no tendremos que matarla a usted, por haber puesto en duda su lealtad para con nosotros.
—Qué bien —susurró Delfina con sarcasmo.
—Tiene toda la información en su centro de datos subdermal. Allá podrá ver los detalles, y últimos movimientos de Sandra, y de ese grupo de mujeres soldado que la acompañan. Se pone en marcha de inmediato. Todos los recursos disponibles de la agencia están a su disposición sin restricciones por supuesto, incluidos satélites, sistemas de seguimiento, drones, etc.
—Fantástico. Ahora tengo mi propia juguetería tecnológica.
—Nada más. Muchas gracias por su tiempo. Puede retirarse.

Delfina se levantó de la silla. Salió, y se fue directamente a la cafetería, y de allí al baño, donde estuvo a punto de vomitar.

Luego salió del edificio, y analizó los datos que estaba recibiendo de Sandra. Se pondría en marcha. La investigación estaba en marcha. Y Sandra era el objetivo. Algo raro le ocurría a Sandra, eso era evidente. Pero, ¿qué era? Tendría que averiguarlo.

La vida era un infierno mayor que el propio infierno. Y ahora tenía que buscar a Sandra, por quien había arriesgado la vida recientemente. El mundo parecía oscurecerse a su alrededor. Y la mirada azul de Sandra se clavaba en su mente con una sola pregunta. ¿Por qué? ¿Por qué había aceptado aquella locura?

Son esas las paradojas de la vida; y ella misma se lo había dicho a Sandra, no hacía tanto tiempo: «nunca te la juegues por mí, y yo nunca me la jugaré por ti«. Ahora el destino teñía de realismo aquellas proféticas palabras…


 

 

Autor: Fenrir

Amateur writer, I like aviation, movies, beer, and a good talk about anything that concerns the human being. Current status: Deceased.

2 opiniones en “Dos almas en el infierno (I)”

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