Segunda parte en este enlace.
Primera parte en este enlace.
Esta es la tercera y última parte de un nuevo relato en tres partes, que formará parte de “Sandra. Orígenes”, libro que explica el origen de Sandra y su condicionamiento moral y ético inicial. El libro se compone de dos partes ya publicadas que son de lectura gratuita: “Trece almas” y “Cuatro Dos Negro“.
El motivo de esta tercera parte se basa en una conversación reciente con un lector sobre estos relatos, al cual le agradezco sus comentarios, y lo que se busca es cerrar algunos puntos que quedaron abiertos en los dos anteriores relatos, que permiten una mejor transición de la historia de Sandra hacia el libro posterior: “Operación Folkvangr“.
Ahora toca encerrarme en el templo budista de Shangri-La para terminar «La leyenda de Darwan IV: Idafeld», lo cual dará por acabada la saga de quince libros y la historia de Helen Parker y de Sandra Kimmel, las dos protagonistas de los libros. Muchas gracias.
Albert Clark se encontraba en su despacho solo. En la pantalla tridimensional se mostraba un anuncio con una imagen sugerente de una mujer. El texto era también sugerente, ofreciendo un servicio de alta calidad a un precio razonable.
De pronto, notó una presencia detrás. Instintivamente se dio la vuelta. Vio una imagen proyectada mediante holografía. ¿Cómo podía alguien proyectarse y conectarse a su sistema de comunicación sin permiso? El rostro sonreía mientras decía:
—Vaya, señor Clark, veo que sigue usted sus estudios de biología molecular avanzada que siempre soñó con llevar a cabo. Ese especimen de la imagen parece un buen ejemplar. —Albert Clark desconectó el monitor inmediatamente, se dio la vuelta, y preguntó:
—¿Cómo ha podido conectarse, Delfina? Se supone que el sistema es imposible de alterar.
—Imposible es aquello de los que unos hablan constantemente, mientras otros lo hacemos realidad de forma diaria. Pero dejemos eso ahora; venía a decirle que tengo a Sandra a mi disposición. La tengo tumbada aquí, y tengo un aerodeslizador preparado para embarcar, y llevarla a donde quiera.
—Perfecto. Ha hecho un magnífico trabajo. Tráigala, y cerremos este asunto. La recomendaré para un ascenso y una paga extra. —Delfina rió.
—No quiero de la G.S.A. ni un humilde «gracias». Lo que quiero es saber por qué Sandra ha tenido que volverse loca por culpa de gente como usted, o como Rojas, o como Velasco.
—¿Qué dice? Sandra no puede volverse loca. Además, el mundo no es un lugar amable. Ni sencillo.
—No lo es. Y está lleno de sorpresas. Por eso voy a ocuparme yo personalmente de Rojas. Voy a terminar el trabajo que empezó Sandra.
El rostro de Albert cambió por completo.
—¿Qué? ¡Déjese de historias, Delfina, y traiga a Sandra inmediatamente!
—¿Para qué? Ya se le ha hecho bastante daño. Ella tenía razón. Tenemos que aportar una diferencia, dejar un legado en este mundo. Eso es lo que ella ha estado intentando decirme todo este tiempo. Y yo me basaba en las normas, y en esa canción constante que nos repiten: «no puedes cambiar el mundo, porque el mundo te cambiará a ti». Eso era lo que yo he vivido. Pero Sandra me ha despertado. Me ha hecho entender que sí se pueden cambiar las cosas. Quizás no del todo. Quizás no de forma definitiva. Pero podemos señalar un camino, para que luego otros lo sigan. Tenemos un deber. Y no debemos ocultarnos en imposibles.
—Ese discurso moralista y soñador es fantástico —apuntó Albert—. Ahora saque la guitarra, y cante unas canciones protesta, por favor. Pero no somos nada; solo somos ejecutores de los poderes que gestionan este maldito mundo.
—Eso mismo me decía yo. Y era un engaño. Sandra tiene razón: hay que luchar. Hay que combatir. Hay que demostrarle al mundo que no nos plegamos a sus designios, a sus normas, que nos convierten en humildes peones a su servicio.
—Delfina, deje ya eso, y vuelva aquí con Sandra. No volveré a repetirlo.
—Adiós, Albert. Siga disfrutando de sus anuncios de contactos. Nos veremos en el infierno.
La comunicación se cortó. Delfina se encontraba en el aerodeslizador, volando hacia el sur. Llamó a Lydia, la jefa del grupo de combate de Sandra. Había podido captar la frecuencia que usaban durante el combate. Y ahora quería hablar con ella. Una imagen apareció en el receptor.
—¿Quién es…? —Lydia asintió—. Ya veo, es esa mujer que apareció de repente de la nada en la última operación. ¿Es usted la responsable de la desaparición de Sandra? Si es así, puede contar con que… —Delfina levantó la mano, y la cortó diciendo:
—No hay tiempo, Lydia. Mi nombre es Delfina. No me conoces, ni yo te conozco a ti. Sandra está bien, pero ha sufrido un problema. Se pondrá bien. Pero ahora no puede actuar. Vamos a seguir el trabajo donde lo habéis dejado. Os he observado. Sois buenas. Y podéis hacer algo por Sandra.
—No tengo por qué fiarme de ti.
—Ni yo tengo por qué fiarme de ti. Pero me viste hablando con Sandra. Viste que tenemos una amistad. De todas formas, te he mandado un archivo con las operaciones que hemos gestionado juntas. Están firmadas digitalmente por ella. —Lydia suspiró levemente.
—Me habló de ti alguna vez. Fue un fallo de seguridad por parte de ella. Solo espero que esto no sea una traición. Necesitamos a Sandra.
—Ahora mismo lo que necesitamos es seguir el trabajo de Sandra. Ella ha arriesgado todo por acabar con ese monstruo de Rojas. Vamos a terminar ese trabajo. En su honor.
—Está bien. Cuenta conmigo, y con mi grupo.
—Te llamaré. Tengo una visita que hacer ahora en San Francisco. Luego te daré datos precisos de la misión.
—¿Sabes dónde está Rojas?
—Sé que todas esas operaciones contra campamentos lo habrán asustado, y obligado a esconderse en lo más recóndito de sus lugares secretos. Nos vamos a aprovechar de esa circunstancia.
—¿Vas a hablar con alguien? ¿Habrá alguien más implicado en la operación?
—Sí. Vasyl Pavlov. —El rostro de Lydia se torció.
—Por Dios, veo que este tema va muy en serio. Si ese monstruo psicópata está implicado en esto, junto con el otro monstruo psicópata de Rojas, aquí tenemos algo realmente explosivo.
—Es cierto. Pero es necesario a veces apagar el fuego con fuego. Sobre todo en estas situaciones y circunstancias.
—Estoy de acuerdo.
—Seguimos en contacto.
Un bar de San Francisco.
Vasyl Pavlov solo tenía tres lugares donde se sentía mínimamente cómodo: el viejo apartamento donde vivía en Sausalito, una casa de una amiga británica en Londres, y un viejo y gastado bar hacia el norte de San Francisco. Se encontraba en la barra cuando gritó:
—¡Peter! ¡Hace dos minutos que te he pedido otra cerveza! ¿Por qué tengo que aguantar a estos trastos mecánicos? —El camarero, que era en realidad un androide de servicio con el mismo aspecto del dueño del bar, respondió:
—Lo siento, Pavlov. He tenido que ir al servicio. —Pavlov rió pesadamente.
—¿Al servicio? ¿A cambiar los fluidos hidráulicos?
—Los androides también tenemos nuestras necesidades, Pavlov. Toma tu cerveza.
Pavlov dio un trago directamente de la botella, cuando notó una presencia detrás. Se volvió, y vio el rostro sonriente de Delfina. Dijo al fin:
—Te equivocas de hombre. Si es una aventura lo que quieres, yo no soy tu hombre.
—Engreído, como indica el informe psicológico. —Pavlov dejó la botella en la mesa de un golpe.
—¿Informe psicológico? ¿Eres de la maldita agencia, de la G.S.A.?
—Sí, y no.
—Vete al infierno. Estoy ocupado con esta rubia —comentó señalando a la cerveza.
—¿Así vas a capturar a Rojas? —El rostro de Pavlov cambió por completo. Dijo en un susurró:
—¿Qué dices? ¿Cómo se te ocurre hablar así?
—Mírate. El hombre duro. El terror de la G.S.A. El destructor. Y luego, en primera persona, eres patético. Dan ganas de lanzarte dos monedas y comprarte un bocadillo. O invitarte a ir a un centro de acogida de niños perdidos para te que adecenten un poco.
Delfina fue a dar una bofetada a Pavlov. Este, sin embargo, detuvo el golpe, dobló el brazo de Delfina, y la puso de rodillas al suelo diciendo:
—No me gustan las niñas bravas, ni las demostraciones. Pero si es eso lo que querías, es lo que tienes.
Pavlov empujó a Delfina ligeramente, haciendo que esta cayera al suelo, mientras él tomaba otro sorbo de cerveza.
Luego se levantó, y se dirigió a Pavlov de nuevo.
—Bueno, al menos aún reaccionas. Algo es algo.
—Piérdete. No estoy de humor. Tengo que localizar a Rojas.
—¿No estás de humor? Pobrecito. ¿Mamá te ha castigado? ¿O es que estás triste porque violaron y descuartizaron a tu mujer mientras tú no hacías nada por impedirlo?
Pavlov saltó de la silla, y fue a darle un puñetazo a Delfina, que sonreía sin moverse. Luego aquel dijo:
—Iba a romperte la nuca. Pero eso que has dicho es la pura verdad. Y la verdad no merece ser golpeada. Ahora, hazme un favor, y lárgate.
—Muy bien. Veo que soportas bien los ataques directos. No lo decía en serio lo de tu mujer.
—Lo sé. Sé que era una prueba de carácter. Si no, estarías muerta ahora mismo.
—¿Y si yo te dijese que sé dónde está Rojas ahora? —Pavlov miró con incredulidad a Delfina.
—¿Es una broma? Nadie sabe dónde está.
—Sabrás que hay alguien más detrás siguiéndole, destruyendo sus instalaciones.
—Sí, lo sé. Un grupo de locas fanáticas, con una líder aún más loca. Probablemente les quitaron su crema hidratante, o su tarjeta de crédito para comprar sus vestiditos, y se enfadaron con Rojas.
—Puede ser eso. El caso es que Rojas se ha escondido.
—Y me lo han puesto realmente difícil. Esas estúpidas…
—Estoy de acuerdo en que no es un buen plan ir quemándolo todo para encontrar a Rojas. Pero vamos a aprovecharnos de esa circunstancia.
—¿Cómo?
—Yo ahora mismo soy una fugitiva de la G.S.A. Desde hace un par de horas. Vamos a trabajar juntos.
—Siempre trabajo solo. Y, especialmente, no trabajo nunca con mujeres.
—En cierto modo, no será una colaboración. Vas a detenerme. Al fin y al cabo, eres un agente del gobierno a sueldo de la G.S.A. también. ¿No es así?
Pavlov miró extrañado a Delfina. Aquella mujer sin duda era especial. De pronto, escuchó una voz que venía de una mesa:
—¡Eh, Vasyl, menuda mujer te has ligado, amigo! ¡Si no te gusta preséntamela! ¡Yo sé tratar a las mujeres como debe ser!
—¡Cierra la boca, Pitt! ¡Y vuelve a tus sueños de grandeza! —gritó Pavlov. Luego se volvió a Delfina, y susurró:
—Creo que voy entendiendo…
El gran héroe americano.
Oficina central de la G.S.A. al día siguiente en San Francisco. Ocho y media de la mañana. Un vehículo terrestre se detuvo frente a la puerta principal. Del mismo salió Pavlov, que abrió la puerta trasera, y empujó fuera a una mujer de algo más de treinta años. Se trataba de Delfina, esposada y con las manos atrás. Un grupo de mujeres con carteles que reclamaban la igualdad y el fin del maltrato a la mujer le abuchearon. Pavlov se volvió y les gritó:
—¡Idiotas! ¡Tendríais que estar en casa fregando, en lugar de protestar tanto! ¿No tenéis maridos o hijos de los que preocuparos? — preguntó Pavlov en tono desafiante. Una de las mujeres le contestó:
—¡Cerdo! ¡Vete tú a fregar! —Otras mujeres se acercaron silbándole e insultándole. La gente que pasaba miró la escena sorprendida, y algunas mujeres apoyaron la protesta, mientras Pavlov siguió caminando, llevando a Delfina esposada al edificio.
Al entrar, el guardia de seguridad se dirigió a Pavlov.
—¿Y este… paquete?
—Cierra el pico —ordenó Pavlov—. Traigo a una prisionera que está siendo buscada desde ayer por la G.S.A. Quiero hablar con el chino.
—El señor Kim no puede ser molestado.
—Dile que Pavlov tiene a Delfina Tremblay aquí. Y si no reacciona, o no le interesa, te doy mil dólares. ¿De acuerdo?
El guardia de seguridad asintió levemente. Hizo una llamada. De pronto, comenzó las excusas, y los «síes». Colgó el teléfono, y comentó:
—Vaya al sótano tres. Le están esperando.
Dos guardias se apostaron a ambos lados de Delfina, y los cuatro entraron en el ascensor. Cuando la puerta se abrió en el sótano tres, cuatro guardias más esperaban, fuertemente armados. Acompañaron a Pavlov y a Delfina hasta el despacho de Kim, el director general de la G.S.A para Estados Unidos. Dos guardias entraron, el resto se mantuvo fuera.
Kim se levantó sonriente, y se dirigió a Pavlov estrechándole la mano.
—¡Maldita sea, Pavlov, esto sí que es eficacia! ¡Eres el gran héroe americano de hoy! ¿Cómo la has podido atrapar tan rápido?
—Verá, señor, solo existe un problema: ella no es mi objetivo. Mi objetivo es Rojas.
Kim se quedó congelado. En ese instante, Pavlov extrajo su arma con silenciador, y mató en un instante a Kim y a los dos guardias. Rápidamente liberó a Delfina, y le dio el arma de Kim.
—No pensé que ibas a hacerlo, grandullón.
—Es curioso que me llames así.
—¿Por qué?
—Por nada. Date prisa.
Delfina se colocó en el terminal tridimensional de Kim. No estaba bloqueado, porque no lo había bloqueado Kim, y Delfina entró en el sistema de control de entradas. Al cabo de dos minutos, dio con el dato principal: un prisionero había estado entrando y saliendo varias veces, a las mismas horas, en los últimos doce días.
—Lo tengo —aseguró Delfina—. Está en el sótano cinco.
—¿Cómo lo sabes? —Preguntó Pavlov.
—Un prisionero de características iguales, que entra y sale de las instalaciones cada día casi a la misma hora. Tiene que ser él.
—¿Y cómo sabías que estaba aquí? ¿Vas a contármelo ahora? —Delfina sonrió, y contestó:
—No lo sabía; pero, ¿qué mejor lugar para ocultar a Rojas, el mayor confidente de la G.S.A., que en la propia G.S.A.? Todo con el fin de protegerle de Sandra. Aquellos que querían matarlo eran los que querían protegerlo. Matarlo era un beneficio; mantenerlo vivo, un beneficio aún mayor. Este lugar era perfecto; se ha usado ya alguna vez para proteger temporalmente a gente buscada por causas mayores con delitos federales.
—Cerdos… —susurró Pavlov.
La puerta se abrió. Los guardias de fuera comenzaron a sospechar que algo pasaba. las cámaras interiores no funcionaban. Lo que se encontraron fue el arma de Pavlov, y, desde un lateral, el cuchillo de Delfina. El resto de guardias cayeron. Delfina luego se colocó un transmisor en el oído.
—Lydia, ¿me recibes?
—Alto y claro.
—Fase dos. Repito: fase dos. Nivel menos cinco. Repito: nivel menos cinco.
—Recibido. Procedemos.
De pronto, las mujeres protestando por la igualdad de la mujer enfrente del edificio extrajeron algo de los carteles reivindicativos, lanzaron estos al suelo, y entraron al edificio de la G.S.A., la mitad por la puerta delante, y la otra mitad por la puerta lateral. Portaban armas paralizantes no letales, con las que dispararon a los guardias que custodiaban el edificio.
Justo en ese momento Delfina desconectó las alarmas y los bloqueos de las puertas, y parte del equipo de Lydia bajó al sótano cinco. Con cargas de explosivo C4 se abrieron paso hasta la zona de celdas. Finalmente, dieron con la que tenía a Rojas en su interior. Una celda completamente equipada, y con todo tipo de lujos.
Rojas disparó, y acabó con dos mujeres del equipo de Lydia. Fue esta la que le disparó con el arma paralizante, mientras otras mujeres aseguraban el nivel.
En unos segundos llegaron Pavlov y Delfina. Esta se acercó a Rojas, le torció el brazo, y le gritó:
—¡Maldito cerdo! ¡Protegido por aquellos que le persiguen! —Albert Clark apareció en ese instante, sujeto por dos mujeres. Estaba en el edificio aquella mañana. Había bajado de su despacho al conocer que había problemas en el edificio, y sospechando lo que podría ocurrir. Miró a Pavlov, y le dijo:
—Estás acabado, Pavlov. Acabado. —Pavlov negó con la cabeza, y contestó:
—Tengo la orden directa de la G.S.A. para buscar a Rojas, y matarlo. Es lo que estoy haciendo.
—Sí. Pero has asaltado un edificio gubernamental con esa zorra. Y has matado al director Kim. Te van a colgar del árbol más alto. —Pavlov extrajo un papel. Lo leyó:
Este es el documento que la G.S.A. me hizo llegar:
«Por la presente etc etc etc, se le comunica que tiene que eliminar a Rojas etc etc etc», y aquí viene lo importante, «usando todos los medios a su alcance. Cualquier personal que sea un freno para terminar con el objetivo debe ser eliminado. Cualquier organismo, persona, institución, o empresa que proteja a Rojas podrá ser eliminado sin necesidad de solicitar permisos a sus superiores».
Pavlov miró a Albert, y le dijo:
—Son sus palabras. Escritas en este papelucho. Y ahora, señor Clark, dígame solo una cosa: ¿es usted un freno para que el objetivo sea eliminado? Dígamelo, y si es afirmativo, tendré mucho gusto en matarle de inmediato, según indican las instrucciones de este documento.
Albert farfulló algo. Pero, finalmente, repuso:
—No soy un freno.
—Suponía eso.
—Pero Delfina viene conmigo. —Pavlov negó, y repuso:
—Definitivamente, se está convirtiendo en un freno para la operación, señor Clark. Delfina ha sido clave en este trabajo. O se la deja en libertad, y se la envía lejos, y con una identidad completamente nueva, completamente protegida, y completamente a salvo, y se le da un sueldo equivalente al de cinco años de trabajo, o me veré en la obligación de filtrar esta situación, junto a las pruebas, a la prensa. A partir de ahí, que cada cual se salve como pueda.
—Es usted un cerdo, Pavlov. Un maldito cerdo.
—Ese es mi trabajo. Para eso me pagan: para ser un cerdo. Ustedes quieren eso de mí. Y eso es lo que tienen. Y que quede claro que conservaré los datos de todo esto. Hay copias de toda esta información programadas para ser enviadas a distintos medios si no las desprogramo. Al más mínimo roce a Delfina, todo saldrá a la luz. Y, si todo eso ocurre, usted será llevado ante un pelotón, Clark. Ya sabe cómo funciona esto en la G.S.A. Pueden hacerse trabajos sucios. Pero nunca permitir que salgan al exterior.
Albert Clark masculló algo. Luego dijo:
—Váyase, Delfina. Recibirá los datos de su nueva identidad, y el dinero en una cuenta nueva a nombre de su nueva identidad, con un billete a Europa. ¿Le gusta Francia?
—Me encanta.
—Sé que habla francés. Allá luego podrá resituarse si quiere.
—Francia está bien. Amiens en concreto.
—Está bien. Lárguese.
Delfina se acercó a Rojas, y le increpó:
—Una amiga mía ha sufrido mucho por tu culpa. Y muchísima gente. Te mataría yo. Pero la misión es de Pavlov. El honor se lo debe llevar él.
Rojas iba a contestar. No pudo. Pavlov descargó tres tiros en su sien. Cayó muerto al instante. Todos observaron el cuerpo. Nadie pareció especialmente impresionado.
Albert dio órdenes de no proceder contra aquellas mujeres soldado y su comandante, Lydia. Eran libres de irse, igual que Delfina. Esta se acercó a Lydia, y la llevó fuera de la sala. La abrazó, y le dijo:
—Sandra estaría orgullosa de vosotras. Lamentablemente, solo recordará todo esto como en un sueño. Hay que borrar todo lo relacionado con estas últimas semanas. O volverá a caer. Sí recordará a Ana, y todo lo demás. Pero no a ti, no esta última parte. —Lydia asintió, y dijo:
—Lo importante es que nosotras la recordaremos a ella. No habremos acabado con esto; pero hemos dado un paso. —Delfina asintió, y dijo:
—Tú sabes, sin embargo, que esto no es justicia. ¿Verdad?
—Lo sé. Pero era la voluntad de Sandra. Y hemos liberado a cientos de prisioneras. Personalmente, no me siento feliz. Pero me siento satisfecha.
Lydia dio una orden. Todas salieron del edificio, subiendo calle arriba, hasta que se dispersaron.
Fuera, en un vehículo oficial, Delfina esperaba para ser trasladada. Pavlov entró un momento en el interior, y dijo:
—No está mal. Para ser una mujer.
—No está mal. Para ser un idiota.
—¿Quién era esa mujer a la que admiráis tanto? ¿Cómo se llama?
—No puedo decírtelo. Pero es alguien grande.
—Debe serlo, sin duda. Pero nunca trabajará conmigo. Yo trabajo solo. Y mucho menos con mujeres.
—Por supuesto.
Pavlov bajó del vehículo. Este se fue, mientras Pavlov lo veía perderse en la distancia. Y, por una vez, desde que perdiera a su mujer, sonrió.
Epílogo.
Leena entró en la sala, donde Scott jugaba a un videojuego. Este se levantó de inmediato.
—No hace falta tanto salto. Hoy no te convertiré en burro.
—Qué bien.
—No lo haré, porque ya lo eres. ¿Terminó todo bien?
—Sí. Sandra está recuperada. El proceso fue bien. Ella vuelve a ser la de antes. No volverá a caer, a no ser que sufra una presión excesiva.
—¿Y Delfina? Al final te acostaste con ella.
—¡Ella me obligó!
—Por supuesto. Y yo soy Cleopatra.
—Todo terminó bien. Me drogó, y cumplió su cometido. Ahora vive en Amiens. Trabaja en una casa de campo de un almirante retirado, un tal Bossard. Es su secretaria ejecutiva. Bossard está asombrado de sus capacidades, y enseña artes marciales a la hija del almirante.
—Muy bien. ¿Y tú?
—¿Yo? ¿Qué?
—Tú sabías todo esto, ¿verdad? Te dejaste drogar. Le facilitaste el aerodeslizador. La apoyaste en todo momento.
—Ella fue quien gestionó todo el asunto.
—Sin duda. Pero no eres tan tonto como para dejarte drogar por el beso de una mujer. ¿O sí lo eres?
Scott no respondió. Leena asintió levemente, y se fue. Tras unos instantes, Scott siguió jugando. Era su juego preferido: un juego de estrategia: el objetivo: la galaxia. Y luego: el universo…
La historia continúa en «Operación Folkvangr«.
Un comentario en “Dos almas en el infierno (y III)”
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