«Somos los reyes de la creación. La mayor consecución del universo. Dios nos ha elegido».
Básicamente, esa ha sido la premisa del ser humano durante toda su historia; el concepto de que el ser humano es único, irrepetible, y elegido por los dioses, o por un dios único, para un destino sagrado.
La verdad, por supuesto, que niega el noventa por ciento de la especie humana, es que somos unos recién llegados, que somos primitivos, brutales, aunque también capaces de grandes logros y maravillas. Pero estamos solos, perdidos, asustados, temerosos, y no hay nada más peligroso que un ser humano con miedo. El miedo es la causa de la mayor parte de los horrores que la humanidad ha construido durante los últimos dos millones de años. «Contact», la obra de Carl Sagan, nos habla de todo eso. Y de mucho más.
Somos un instante de tiempo. Y como hemos venido, así desapareceremos. Y nuestros sagrados templos, y nuestros libros sagrados, serán polvo en el viento. Los dioses inmortales yacerán olvidados, sus templos convertidos en cenizas, y sus oradores habrán orado en vano por la salvación.
Dios no tiene tiempo para perderlo en una especie olvidada de una estrella olvidada, en una galaxia olvidada de cuatrocientos mil millones de galaxias conocidas, cada una de ellas con una media de doscientos mil millones de estrellas. Y eso solo en la parte conocida del universo: doce mil mil millones de años luz. Recordemos que el universo total se estima tiene unos cincuenta y ocho mil millones de años luz. Miles de millones de galaxias ocultas por la velocidad de la luz.
¿Somos el centro del universo? El centro del ego, eso sí es posible que sea el ser humano. Nada más. Y nada menos.
De todo ello trata «Contact», libro del increíble Carl Sagan, que fue el constructor de tantos soñadores de las estrellas, yo entre ellos. Y la película, una gran obra de cine, con una magnífica Jodie Foster de protagonista. Una mujer a la que siempre he admirado, porque tiene una personalidad tremendamente poderosa y magnética que lo invade todo.
Podría escribir un libro sobre «Contact» y aún me quedaría tiempo para dos más. Es una magnífica recreación de las ambiciones, los miedos, los temores, y la falta de fe en el ser humano.
Cuando se recibe una señal extraterrestre para construir una máquina que permitirá viajar a las estrellas, la humanidad crea dos de estos aparatos. Uno de ellos es destruido por un fanático religioso, que teme que la constatación de vida en otros mundos rompa su falso universo de cristal inventado por el miedo humano. El otro aparato es construido para que un viajero de las estrellas sea el primero en contactar con seres de otros mundos.
Y aquí entra el primer detalle: ha de ser un creyente. ¿Qué posibilidades tiene un ser que cree en dioses míticos en contactar con especies inteligentes, con millones de años de evolución? Seres que han aprendido a enterrar sus temores, y que han entendido que la colaboración, la empatía, la hermandad, y el apoyo mutuo son el camino para el progreso, no de una especie, sino de miles especies. Todas ellas hermanadas en un objetivo común: sobrevivir, evolucionar, y convertirse en parte de ese universo del que todos formamos parte, porque todos somos, literalmente, hijos de las estrellas. Nuestros átomos de carbono y hierro se formaron en la forja del interior de supernovas, hace diez mil millones de años. Sus restos forjaron el camino a la vida, y la vida forjó el camino a un principio básico: el del universo, tomando conciencia de sí mismo.
Somos universo consciente. Somos el universo preguntándose por su naturaleza. Sin embargo, olvidamos este principio básico, y nos atribuimos poderes místicos y reglas autoritarias que nada tienen que ver con nuestros orígenes, ni con nuestro destino. Somos hermanos, porque somos descendientes de un universo joven, que formó las primeras moléculas de las que saldría la vida primitiva, y luego, por evolución, la humanidad, como un camino. Pero no el final, sino el fin del principio.
Nuestro lugar, por lo tanto, no está en la Tierra. La Tierra, como dijo alguien en el siglo XIX, es la cuna del ser humano, pero ningún animal permanece en su cuna. La meta del ser humano es reunirse de nuevo con las estrellas. Son ellas nuestros orígenes. Y ellas deberán ser nuestro legado, y nuestro camino en pos de una nueva especie mejor, que olvide para siempre las guerras, el hambre, las luchas, las banderas, el odio, y camine como una sola, a reunirse con esas especies amigas que nos esperan, más allá de las estrellas.
Ese es el mensaje de «Contact». Y también otro: la silla que incluyen en la esfera que debe llevar a la protagonista a las estrellas. No está en los planos. Pero el ser humano, en su arrogancia extrema, desafía los planos de seres con millones de años de adelanto tecnológico, y colocan una silla, que a punto está de matar a la protagonista.
Esa silla es el ejemplo perfecto de ese orgullo humano por querer saber más que la propia naturaleza. Esa silla es una muestra de que debemos ser humildes ante las maravillas del universo, y entender que somos una mota en el espacio. Importante, sin ninguna duda. Pero una mota al fin y al cabo.
De nosotros dependerá salir adelante de este caos en el que vivimos, con tantas guerras y tanto dolor absurdos, y comprender que tenemos una meta mucho más grande, mucho más importante, mucho más poderosa, que discutir por unos territorios, por unas ideas, por unas religiones, o por unas banderas.
Solo cuando superemos esas carencias, cuando entendamos nuestro lugar entre las estrellas, estaremos preparados para ser parte de ellas.
Hasta entonces, seguiremos esperando. Pero el tiempo no es eterno. El camino debe hacerse con el primer paso. Quien lo dé abrirá un nuevo camino para la especie humana. Y ese paso debe darse ya. O será demasiado tarde. Y solo quedarán cenizas, viento, y la destrucción en todo el planeta.
No lo permitamos. No seamos tan arrogantes. Seamos sensatos. Caminemos, de una vez, a las estrellas.
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