Hace muchos, muchos años, y esto no es un cuento, escribí una canción con mi guitarra que se titulaba «Trovador de siglo XX». Aún anda la partitura por algún lado. El caso es que es cierto. Ahora, escuchando el disco «I Robot» (Yo Robot) de Alan Parsons, inspirado en el libro del mismo nombre del Maestro Isaac Asimov, me pregunto: ¿dónde ha quedado mi época? ¿Qué hago en este siglo XXI que ni entiendo ni puedo asimilar?
El siglo XX pasó, y las nuevas generaciones no conocen aquellos tiempos. Hablando hace poco con un chico que ahora acaba de cumplir 26 años, me daba cuenta de que le hablaba de grupos, de escritores, de sucesos, que ni conoce, ni probablemente le importan en su mayor parte.
Los grandes héroes de mi vida son ahora un recuerdo lejano para la humanidad en el mejor de los casos. Incluso en mi empresa vivo ahora una especie de vía muerta, haciendo el trabajo que nadie más hace, anclado en los viejos programas de software que están destinados a ser retirados. Los retirarán, y a mí me retirarán con ellos; ambos obsoletos. Ambos gastados. Ambos con fechas del siglo XX. Ambos con una etiqueta: «para reciclar. Material obsoleto del siglo XX. Peligro: no tocar, puede sentir nostalgia».
Hablaba con alguien en Twitter de la película de «Yo robot». Un joven, o quizás una joven, no lo sé, que estaba entusiasmado, o entusiasmada, con la película «Yo robot». De hecho, la película no está mal, pero se queda en nada comparada con la magnífica, impresionante, e increíble obra de Isaac Asimov del mismo nombre, el gran escritor neoyorquino del siglo XX, que entre otros recórds tiene el de más libros publicados. Un hombre que fue premiado con el Doctor Honoris Causa de letras y ciencias a la vez, porque era un maestro en ambas ramas. Ocurrió en los años setenta. ¿Qué título le damos? Se preguntaron en el claustro de la universidad. «Dales los dos» dijo alguien. Todos estuvieron de acuerdo. El gran Maestro Asimov se merecía ese reconocimiento. Hombre de letras y ciencias por igual.
Yo crecí pegado a sus libros. Fueron mi condimento, mi sal, mi vida, durante mi juventud. Sus libros de ficción fueron el motor de mi imaginación. Y sus ensayos fueron la fuerza que desató en mí el amor por la ciencia y el conocimiento. Junto a Carl Sagan, Asimov alimentó mi vida. Fue mi padre espiritual, y su libro «Nueva guía de la ciencia» abrió en mí una fuente de conocimiento y de poder como nunca pude imaginar.
Hoy en día su recuerdo yace olvidado por los jóvenes. He preguntado por él a varios lectores y escritores. Casi nadie le conoce. ¿Cómo puede perderse ese poder, esa fuerza? ¿Cómo podemos permitir que una de las mentes más preclaras del siglo XX se pierda en la sombra de la noche? ¿Cómo podemos ni siquiera soñar con dejar de amar su literatura, su pensamiento, su arte, su ciencia?
Décadas después, me siento desplazado y solo en un mundo que no comprendo ni puedo asimilar. Toda esta tecnología me abruma. Todas estas redes sociales me agotan. Toda esta información absurda que fluye como un río constantemente, pero que tiene la profundidad de un dedo, me frustra. Gigantescas masas de información que cada día aparecen con noticias que, como máximo, tienen una duración de tres minutos, para desaparecer luego, sustituidas por otras tantas noticias estériles y vacías.
Este mundo superficial me duele. ¿Dónde ha quedado el momento para la reflexión calmada? ¿Dónde nos hemos ido con este mundo que corre hacia ninguna parte a una velocidad que nadie puede seguir? ¿Qué sentido tiene toda esta creación de información constante que no va a ninguna parte, que no alimenta ninguna alma, que no admite debate ni reflexión? ¿Dónde ha quedado la mente que analiza una obra durante semanas, meses, años? ¿Dónde se concibe que una obra se consuma al doble de velocidad, para luego pasar a otra, y otra, y otra, es una constante rutina devorando todo tipo de información, que solo permanece en la mente un instante?
No. Definitivamente este mundo no es el mío. No puedo, ni quiero, ni debo comprender un mundo donde la información es una simple fuente que mana vacío y soledad. Una fuente de datos absurdos que se contradicen constantemente, y que se van por el desagüe, para nunca volver.
Este no es mi mundo. Toda esta locura constante de información me abruma, y me hace entender que debo volver. Debo volver al siglo XX. Ahora mismo suena la canción que he incluido abajo en esta entrada, de Alan Parsons, y su disco «I Robot». Yo debo volver a ese mundo. Debo volver a saborear el conocimiento profundo del alma que busca conocer la verdad del universo. La verdad del ser humano. La verdad del futuro de la vida y la muerte.
Solo así seré libre. Solo así tendré una oportunidad de ser feliz. Me han aparcado en mi trabajo, me han aparcado en las redes sociales, me han aparcado en mis libros antiguos, que se llenan de polvo y recuerdos. Pero no cejaré de buscar la verdad. De conocer la verdad del universo. Y de reflexionar sobre el ser humano y su futuro.
Otros vendrán que comprenderán que esta velocidad nos lleva a ninguna parte. Que no por correr más llegamos antes al destino. Que no es el destino lo que importa, sino el viaje. El viaje, y la mirada serena de una compañía amiga que nos toma la mano y nos dice: «date una oportunidad. Dale una oportunidad al futuro».
Ese es mi camino. Y esa es mi meta. Fuera ruidos. Fuera superficialidad. Quiero ahogarme en un mar de conocimientos. Ese es mi destino.
Volveré al siglo XX. Del que no debía de haber salido. Y podré descansar en paz. Con mis recuerdos. Con mis libros. Y con mis sueños. Y con mi mentor, Asimov. A él le debo todo lo que soy. A él, y a todo lo que caminé con sus libros.
Ahora me han prestado un telescopio. El mío está viejo y destrozado. Estos días volveré a ver las estrellas. En el fresco de la noche, volveré a contemplar la Luna, los planetas y nebulosas. Seré feliz entonces. Junto a mis amigas las estrellas. Sin redes sociales. Sin fuentes que se secan.
Ya les contaré mi viaje a las estrellas. Promete ser emocionante. Como siempre lo son ellas.
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