Este fragmento pertenece al inicio del segundo libro de «La leyenda de Darwan II: La ira de Freyja». Ambientado en un lejano futuro, cuando la Tierra es solo un resto ardiente frente a un Sol moribundo. La humanidad se había extinguido. Pero ha vuelto, por razones que se explican en el primer libro.
Después de los sucesos del primer libro, en esta segunda parte opté por empezar a aclarar todos los aspectos que habían quedado pendientes en la primera parte, así como desarrollar los conceptos planteados.
El fin de una civilización por mano de ser humano es algo que hemos visto muchas veces, quizás demasiadas. Se hace ostensible que el homo sapiens sapiens acabó con otras especies humanas, como los Neardenthalis, y sí, es cierto que tenemos sus genes, pero también es cierto que hay muestras de cómo su número decreció claramente cuando aparecimos nosotros.
Actualmente el trabajo de la especie humana es acabar con miles de especies todos los años, y ya aparecen las primeras víctimas de 2020. Estamos arrasando con todo, ayer vi una foto de un cazador con un oso polar ensangrentado y muerto en la nieve, mientras el cazador posaba orgulloso. Estamos destruyendo toda vida en la Tierra. Estamos condenando nuestro futuro, el futuro de nuestros hijos y nietos. Y quienes pueden actuar no hacen nada, excepto hablar y hablar, sin llegar a nada.
Quiera el destino que esta pesadilla de horror y muerte acabe pronto, y surja, quizás, una nueva humanidad más avanzada, más solidaria, más humana. Por nuestro futuro. Por el futuro de todas las especies, por favor, que termine ya esta locura de destrucción. Por un mundo solidario. Por un mundo para todos. Demos una oportunidad a la Tierra. Porque eso nos dará una oportunidad a todos. Muchas gracias.

El último amanecer.
Los Nirkawen eran un milenario pueblo, orgullosos de su presente y su pasado. Adaptados al ambiente marino, y dominadores del inmenso mar que poblaba su planeta, habían evolucionado desde organismos adaptados a aquella inmensidad de agua, y a aquella atmósfera de nitrógeno, metano, dióxido de carbono, y algunas trazas de oxígeno. Las pocas islas que cubrían el planeta eran usadas como plataformas de control del espacio aéreo exterior. En ellas habían emplazado armamento esperando la llegada de las naves humanas.
Una negra nave humana había aparecido unas semanas antes y había destruido, como era habitual, una importante infraestructura Nirkawen, a modo de advertencia. Y, como era habitual, había dado un ultimátum a sus dirigentes para que aceptasen el gobierno de la especie humana, así como el inicio de la terraformación del planeta. Los Nirkawen se negaron en redondo, y habían colocado algunas naves de combate en órbita. Nunca se doblegarían ante ninguna especie, y, ya en un lejano pasado, habían luchado por su mundo y vencido. Ahora lo harían de nuevo, y triunfarían donde otros habían fracasado.
Al menos, eso es lo que su propaganda decía.
Finalmente, una mañana aparecieron doce naves humanas, dispuestas en cuatro grupos separados noventa grados. De forma inexplicable, antes no estaban ahí, y, un instante más tarde, habían salido de una aparente nada, sin ningún tipo de detección previa por parte de los potentes instrumentos de detección. Los Nirkawen entendieron que las informaciones de los LauKlars sobre la imposibilidad de detectar las naves humanas cuando se aproximaban eran ciertas, y no un producto de su incompetencia como habían creído.
Dituba aleteó inconscientemente al alzar la vista hacia el cielo, mientras daba su paseo de cada mañana, retozando entre las olas como cuando era joven. Había servido en una nave de carga, pero ahora vivía retirado del todo, en un periodo de descanso que formaba parte de un plan de reposo médico. Los Nirkawen no suelen mirar al cielo directamente, sino con sus instrumentos, debido a la posición inferior de sus ojos, adaptados a la vida marina, pero Dituba quería ver con sus propios ojos aquellas naves humanas. Por encima de la superficie del agua vio a tres de esas naves aproximándose. Eran inmensas, e incluso a la altura a la que se encontraban, en los límites de la atmósfera, seguían teniendo un aspecto imponente. Las naves parecían clavadas al cielo, inmutables. Así fue durante unos minutos, mientras veía cómo las defensas planetarias lanzaban decenas de misiles y potentes proyecciones de alta energía desde las islas cercanas y desde el fondo del mar. Se elevaban a gran velocidad para impactar contra las naves, excepto que las naves no estaban ahí cuando los misiles llegaban a su destino. Todos los misiles explotaron sin ningún resultado, y los haces de energía simplemente no encontraron ningún objetivo. Vio también algunas naves de su pueblo caer desde el cielo en llamas. Dituba vio entonces cómo las naves humanas, que habían desaparecido para evitar los misiles y haces de energía, reaparecieron de nuevo exactamente en el mismo punto. Era evidente que no se ocultaban; era algo distinto. Algo mucho más sofisticado.
Las negras naves acabaron con los restos de la flota de combate Nirkawen que se encontraba en órbita, y comenzaron a moverse, proyectando cada una de ellas un inmenso campo de luz oscura. Los tres campos se unían a la altura de la superficie del agua, y se sumergían varios cientos de metros, llegando a las estructuras artificiales más profundas de los Nirkawen.
Dituba pudo ver su ciudad, y las estructuras cercanas, que desaparecían como si nunca hubiesen existido. Era asombroso. Por donde pasaba aquella luz oscura, la materia brillaba, y desaparecía. Pero no, era incluso peor; el propio suelo del océano quedaba convertido en una alfombra de partículas, exactamente donde la luz oscura acababa. Y el agua… El agua también desaparecía, produciendo un extraño efecto de cascada. El mar, detrás de la columna de luz oscura, reentraba de nuevo en la zona vaciada que antes ocupaba la luz oscura, produciendo un gigantesco estruendo, y creando una enorme agitación y olas de cientos de metros. La luz oscura producía literalmente un hueco en el mar, con dos columnas de agua laterales que luego eran de nuevo rellenadas por el océano.
Dituba alzó de nuevo la vista al cielo, por encima del mar. Vio las otras nueve naves humanas. Todas convergían sobre la zona en la que él estaba. Las doce naves negras habían barrido todo vestigio de la que una vez fue una poderosa y orgullosa especie subacuática, que había controlado el mar, la tierra, y finalmente, el espacio exterior.
De todo ello no quedaba nada. Su civilización acababa de ser literalmente borrada, en una expresión que nunca tuvo tanto de verdad.
De pronto, Dituba tuvo una extraña sensación; el tiempo pareció detenerse en su mente.
Era el último de su especie.
Fue un momento. Un momento que pareció eterno, y en la que recordó la historia de su mundo, de su civilización y de sus logros a lo largo de miles de años… Un momento hasta que la primera sombra de la luz oscura comenzó a llegar hacia él. Recordó los miles y miles de años de historia de su pueblo. Cómo se desarrolló desde especies inferiores acuáticas, cómo lograron controlar el mar, cómo crearon sus primeras herramientas, el lenguaje, las primeras ciudades, los primeros documentos escritos, el nacimiento de la cultura, del arte, los sueños de toda una especie…
Toda una civilización. Miles de lenguas, millones de seres, muchos millones de sueños truncados… Todo quedaba borrado, desintegrado, por aquella brutal y monstruosa luz oscura. Por la Muerte Negra.
Maldijo a los humanos y a sus descendientes. Maldijo su nacimiento, maldijo su origen, y maldijo cada átomo de ellos. Maldijo al universo, y maldijo a sus dioses, que no les habían protegido. ¿Dónde estaba Narukke, Dios de los mares y protector de su pueblo? ¿Dónde estaban aquellos que proclamaban que la ira de los dioses caería como fuego y sangre sobre sus enemigos? Y, por último, y una vez más, rogó a sus dioses que dieran caza incansable a esa raza violenta para que les confiriera la peor de las muertes.
Finalmente, llegó, hasta él, la luz oscura. Una luz tenue, suave, delicada. De pronto, no tuvo miedo. Sintió una gran paz interior. De repente, no importaba nada. La muerte venía a recibirle, y él la aceptaría, y se fundiría para siempre con su planeta, con su universo, que tanto había amado.
Y cantó. Un canto profundo se transmitió por el agua. El mismo canto que convocara a sus ancestros para iniciar el viaje anual a miles de kilómetros de distancia para el apareamiento y la celebración de la vida. Cantó por última vez, el canto que durante miles de años llamaba a la paz y la concordia. El canto que celebraba el nacimiento de un nuevo día. El último día de su especie. El último aliento de vida que mostraría para siempre su mundo, olvidado luego, convertido en cenizas, y transformado en un mito de la historia. En una leyenda perdida de un pueblo perdido de la Galaxia.
Mientras cantaba, notó cómo su cuerpo desaparecía. Era casi mágico. Sentía cómo se fundía en un vacío inmenso de nada. Una mezcla de partículas, que antes formaban parte de su cuerpo y del mar que le rodeaba. Era una extraña sensación de fundirse con el mar. Un último regalo de la vida: unirse a lo que más amaba.
Tuvo un último pensamiento: que algún día, de alguna forma, la muerte de su especie fuera vengada. Con ese pensamiento se desintegró finalmente, convertido en partículas simples dispersas por la superficie del planeta. Nunca sabría qué resultado tendría su sentimiento de venganza, y de ira. Nunca.
El eco de su canto se transmitió por el mar. Pero ya nadie podía oírlo. No quedaba nadie para escuchar la última voz de un pueblo condenado. Desde ese momento, sólo el gemir de las olas barrería los mares y las costas.
El silencio dio paso al vacío. Y el vacío, al fin de una civilización. Millones de seres condenados. No hubo canciones que cantaran el último amanecer. Ni hubo ofrendas a los dioses. Ni hubo héroes que pudieran forjar una leyenda para ser narrada a los jóvenes guerreros.
Solo un mar muerto, un planeta muerto, y el último día de la historia de un pueblo…