Para la primera parte del relato pulse en este enlace.
Esta es la segunda parte del nuevo relato de «La luz de Asynjur» dentro del universo de la saga Aesir-Vanir. El título definitivo de este tercer relato es «La tierra de nuestros antepasados».
Queda por lo tanto el libro de «La luz de Asynjur» compuesto por tres partes:
- La luz de Asynjur (que da título al libro).
- La isla de las mil promesas.
- La tierra de nuestros antepasados.
Agradecer a los lectores que se tomaron la molestia de leer la primera parte. Ahora este tercer relato está completo, y el libro queda realmente cerrado, para luego dar paso a «La insurrección de los Einherjar I: el manto de Odín» que es la continuación de este libro. Muchas gracias.

Skadi, Tyr y la escolta que habían partido de Helgi acamparon al anochecer al norte del lago Rotoiti, muy cerca de una antigua población de los Antepasados llamada St Arnaud. El aire era tenso, y Skadi miraba con preocupación a los lados. Tyr, que la observaba de reojo, comentó, mientras afilaba la espada:
—No has de temer nada. —Skadi le miró con incredulidad.
—¿Que no tema nada? Temo hasta el viento que mueve mi cabello.
—No. No temas nada, no todavía. Las tropas de Yngvi y sus generales guardan estas tierras tras las montañas. Están apostadas en las laderas del noreste, diseminadas y a la espera.
—¿A la espera de qué?
—Esperaban a la reina. Pero los mensajeros ya les habrán informado. Ahora te esperan a ti. Esperan tus órdenes. Y tus planes para una eventual guerra. —Skadi no pudo reprimir un vuelco a su corazón, cuando escuchó la palabra «guerra».
—¿Guerra? ¿Esperáis que yo dirija una guerra? ¿Es que os habéis vuelto loco?
Tyr miró seriamente a Skadi. Dejó la espada sobre una gran piedra, junto al fuego, y respondió:
—Tu misión original era hablar con Frigg, reina del Reino del Norte, y solo con ella, ya que el rey murió recientemente. Pero Frigg está débil y agotada, y parece haber delegado su tarea en su hijo Bálder. Últimamente Bálder parece tener una relación con una tal Electra, de la provincia de Niflheim. Electra es una de las hijas de Forseti, un hombre noble que siempre ha deseado la paz. Pero Electra no parece contemplar esos planes, y es la heredera de gran parte del control de los ejércitos del Norte. Si es así, eso significará que las nuevas generaciones tendréis en vuestras manos un tratado de paz, y si es así, de comercio. Durante tu visita no habrá nada que temer.
—Solo perder mi cabeza —susurró levemente Skadi.
—No será así. Tu padre acordó con el rey del Norte que no habría más cabezas cortadas de vuelta al sur, cuando las negociaciones fracasasen. Pero, una vez de vuelta, la guerra se desatará sin remedio, si no hay un acuerdo. Yngvi ha dispersado nuestras pocas tropas existentes en la zona, para realizar pequeñas escaramuzas. Conocen bien los terrenos escarpados, y una tropa de gran tamaño no se puede defender bien; al contrario. Se entorpecen unos a otros. Yngvi lo sabe. Pero también sabe que tú tienes la última palabra sobre la estrategia a seguir. Si tu negociación fracasa, por supuesto.
—Por supuesto —repitió Skadi con cara de circunstancias—. Mi madre enferma, no sé nada de ella, y yo aquí, pensando que iba a pasar el día de la partida de mi madre en la biblioteca, y practicando tiro con el arco. Y ahora estoy aquí, lista para que me corten la cabeza. Porque no creo ni una palabra de las promesas de la gente del norte.
—Recuerda a tu padre, que evitó guerras en el pasado, y luchó defendiendo nuestras tierras en otras. Y a tu madre, que supo llevar adelante a las tropas en batalla, y gestionar crisis con una habilidad sorprendente. Ningún general se puede comparar con la destreza de tu madre comandando tropas.
—Lo sé. Han puesto el listón muy alto. Y yo he de superar a ambos. —Tyr volvió a su espada, y comentó:
—Lo harás. Con tu fuerza, y tu tesón, lo harás.
—Tienes mucha fe en mi, Tyr —susurró Skadi. Tyr respondió:
—Tengo fe en los dioses. En ti tengo la certeza de que serás digna de la sangre de tus padres.
—Hablas como mi padre, a pesar de tu juventud. Eres sin duda un regalo de los dioses para el reino.
—Tengo veintiséis años. Y el regalo es tener gobernantes y oficiales que hagan justicia y escuchen a su pueblo sin palabras vacías y sin falsedades. Si en eso puedo parecerme a tu padre, será un gran regalo para mí y los míos.
A la mañana siguiente, Skadi partió con su grupo de escolta hacia el norte al trote, mientras llegaban confusas noticias de movimientos de tropas del Reino del Norte. Al parecer algunas unidades avanzadas habían penetrado en zonas poco pobladas, e incluso se hablaba de algunos combates localizados. Tyr había mandado dos mensajeros el día de la partida, que llegaron cinco días después, mientras se aproximaban a la zona donde parecía se encontraban las tropas más avanzadas del Reino del Norte. Uno confesó que había esquivado flechas. El otro traía un mensaje de los nuevos proclamados reyes del Norte, del rey Bálder, y otro de la reina Electra.
El de Bálder decía:
«Estimada princesa Skadi, acabamos de saber de la enfermedad de tu madre. Queremos mandarte un sentido abrazo desde el Reino del Norte, y esperamos negociar contigo un tratado de paz que pueda ser satisfactorio para ambas partes. Un afectuoso saludo: rey Déblar».
El texto de Electra era más directo:
«Estimada Skadi, lamento profundamente la situación de tu madre. Pero tiene su lado positivo; ella ya no deberá llevar el peso de haber perdido los puertos y territorios de la Isla del Sur que por derecho nos pertenecen. Tú llevarás ese peso. Y lo harás con honor. Te esperamos. Ah, posdata. La vida de Njord y su padre no corren peligro. Ya sabes que en estos tiempos aciagos los riesgos son incontables, pero nosotros les protegemos. Un abrazo.»
Skadi leyó los textos, y se los pasó a Tyr sin decir nada, con cara de consternación. Tyr los leyó seriamente, y tras unos instantes, afirmó:
—Al parecer han tomado a Njord y a su padre Yngvi como rehenes. Esto confirma que han llevado a cabo incursiones de cierta importancia. Es evidente que quieren negociar desde una posición de hechos consumados, y de amenaza de vidas amigas.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —Preguntó Skadi aterrada. Tyr la miró un momento, y contestó:
—No es a mí a quien corresponde decidir eso. Sino a ti.
—¿A mí? Yo no tengo ni idea. Tú sabes de estas cosas. De movimiento de tropas, de estrategias, de tácticas…
—El experto es Yngvi. Pero incluso él te diría lo que te voy a decir yo: es a ti a quien corresponde tomar decisiones. Un líder puede pedir consejo para actuar con la información más diversa; pero la decisión final ha de ser suya, y solo suya, así como la responsabilidad de lo que acontezca por esas decisiones. Solo recuerda lo que decía tu padre: «la guerra es el arte de mezclar la estrategia más cuidada con el caos más irracional, para confundir al enemigo más precavido y llevarlo a la mayor de las derrotas».
Skadi no quedó muy convencida ante aquello. Aquella noche tuvo extrañas pesadillas. Vio escenas de dolor, de guerra, de hambre. Y vio algo que la sobrecogió: una joven que parecía arder en un extraño infierno, mientras dos rostros, de un hombre y una mujer, la observaban.
Cuando despertó, al amanecer, sabía que había llegado el día en que tendría que contactar con Bálder y Electra. Miró a su alrededor, y fue al oficial de guardia que vigilaba el campamento. Le preguntó:
—¿Dónde está Tyr?
—Señora, Tyr salió esta noche, con una pequeña escolta, para rastrear el terreno. Deberían de haber vuelto hace dos horas.
—¿Qué? ¿Deberían, dices? —Exclamó Skadi—. ¿Se fue sin mi permiso?
—Mi princesa, es su atribución, como jefe de escolta, atender a la seguridad de la princesa, y eso puede incluir inspecciones sobre el terreno.
—Pero, ¿por qué fue él?
—No lo sé. ¿Queréis que prepare una batida para buscarlo?
—¿Estáis loco? ¡De inmediato! ¡Partid enseguida! ¡Y llevad refuerzos suficientes!
—Pero mi princesa…
—¡Llamadme Skadi, no estoy para títulos de princesas ahora!
—La llamaré señora.
—¡Tengo veintiún años!
—No sería procedente… —Skadi suspiró, y contestó:
—¡Está bien, llamadme como querais! ¡Pero múevete! —El oficial saludó, y contestó:
—Sí, mi señora!
Skadi se dirigió al segundo oficial tras Tyr, llamada Sif, la cual comandaba un grupo de mujeres especialmente preparadas para incursiones de alto peligro. Siempre solían viajar de forma que no llamaran la atención junto al rey o la reina en zonas peligrosas, incluso a veces vestidas como hombres, para no atraer las miradas de las tropas enemigas hasta el momento del ataque. El Reino del Norte siempre se había opuesto a que hubiese mujeres soldado, pero el padre de Skadi no tuvo reparos una vez las vio en acción. Sif, además, había sido amiga de juegos con Skadi años atrás. De hecho Skadi sabía varios trucos especiales con la espada gracias a Sif.
—Sif, necesito hablar contigo. —Sif se cuadró, y contestó:
—Siempre a sus órdenes, princesa Skadi. —Skadi rió un momento. Luego vio que Sif continuaba rígida y seria. Susurró, con voz pesada:
—Supongo que las cosas ya nunca serán lo mismo. Ahora soy la líder del reino, aunque sea quizás temporalmente, y tú una oficial de la guardia.
—Ahora eres nuestra guía, princesa Skadi. Los tiempos de los juegos y de las risas infantiles se han acabado. En tiempos de crisis, no hay sitio excepto para el trabajo duro, la nula improvisación, y la lucha por la libertad y la justicia de nuestro pueblo.
Skadi bajó la cabeza, y asintió ligeramente. Tyr le había dado una primera patada en el trasero la noche anterior con su discurso sobre sus responsabilidades, y ahora Sif hacía lo mismo, dejándole claro cuáles eran las nuevas prioridades. Los tiempos de las risas y la diversión parecían algo lejano del pasado. Frente a sí tenía una dura tarea. Y estaba sola. Completamente sola. Se dirigió de nuevo a Sif.
—Sif, Tyr ha desaparecido, como ya sabes. Tendrás que acompañarme ahora, y ocupar su lugar en esta expedición, hasta que reaparezca. Si reaparece vivo claro.
—Mi señora, ya que he oído que os vamos a dar ese trato, yo no puedo acompañaros. Los reyes del Norte no admiten mujeres con armas, ni mucho menos escoltas femeninas, en los encuentros oficiales. Además, mi grupo siempre ha sido una institución de perfil bajo. No nos dejamos ver, ni escuchar. Actuamos rápidamente, y desaparecemos. No es prudente que se conozca mucho de nosotras. Mucho menos nuestra condición de mujeres guerreras. Tendréis que actuar sin mí. A no ser que explícitamente me ordenéis que os acompañe.
Skadi vio que el panorama todavía se complicaba más. Asintió, y entendió que tenía que empezar a tomar decisiones. Su padre siempre se lo decía: «cuando has de tomar decisiones en un momento de crisis y con gran presión, todas te parecerán malas. Pero habrás de tomar alguna».
Por fin Skadi lo entendió. Tenía que hacer frente a aquella situación. Tenía que dejar de quejarse, y enfrentarse a la realidad. Se dirigió al grupo de la Guardia Real, y ordenó:
—¡Levantad el campamento, vamos inmediatamente a encontrarnos con los reyes del Reino del Norte! ¡Solo me acompañará una escolta de cuatro hombres! —El oficial al mando intervino:
—¿Cuatro hombres? Señora, en caso de que os ataquen, con cuatro hombres…
—¡Cuatro hombres! ¡No más!
Los soldados obedecieron, y pronto partieron para el norte. Skadi llevó consigo a cuatro de los hombres que habían sido de la máxima confianza siempre de su madre. Salieron a galope a caballo, hasta que encontraron el lugar donde se hallaban Bálder y Electra, al este de Rapaura, en un campamento militar. Pronto fueron rodeados por un pequeño ejército de soldados. Todos fueron desarmados, aunque nadie se atrevió a quitarle a Skadi el arco y el carcaj que siempre portaba. Solo la espada le fue retirada.
—Ellos se quedan aquí. Tú vienes con nosotros —le dijo un oficial del norte a Skadi. Y añadió:
—Me darás tu arco y tu carcaj.
—Me los quitarás tú si te atreves —contestó Skadi mirándolo fríamente. El soldado iba a contestar, pero aquella mirada tenía un poder y una convicción que le impresionó. Optó por decir:
—Al primer movimiento para usar tu arco…
—Sé a lo que te refieres. Ahora calla, y llévame ante tus reyes.
Los cuatro soldados de Skadi fueron obligados a quedarse en la entrada de la tienda donde se alojaban los nuevos reyes del Norte. Tras unos pasos, Skadi entró en una pequeña estancia. Allá, sentados, con aspecto que pretendía ser protocolario, se encontraban Bálder y Electra. Él sonrió ligeramente. Ella se limitó a mirarla de arriba a abajo, en un examen nada disimulado. Fue Bálder quien se levantó, y habló primero.
—Princesa Skadi, qué alegría. Nos honras con tu visita. —Electra intervino:
—¿Cómo te han dejado pasar con el arco y el carcaj? Voy a tener que tomar medidas drásticas con la guardia. —Skadi intervino entonces:
—No se han atrevido a tocarme. Al parecer, la princesa bendecida por la propia divina Atenea, la de los ojos claros, no puede ser tocada sin sufrir las consecuencias de la ira de la diosa.
—Eso dicen —susurró Bálder—. Que tienes el beneplácito de los dioses. Y, más concretamente, de la divina Atenea. Pero ella no aparecerá para ayudarte en este momento, ni para darte consejo. Sí tendrás que entender que nuestras reclamaciones son legítimas, y un legado pendiente del Reino del Sur a nuestro reino.
—Lo primero que quiero saber es dónde se encuentran, y en qué estado, Yngvi y su hijo Njord. —Electra sonrió, y contestó:
—Veo que das paso primero a tu corazón que a tu papel como princesa representante del Sur. —Skadi no se amilanó con la insinuación de Electra.
—Sé que se sabe que Njord y yo mantenemos una relación sentimental. Es cierto. Y él será pronto el heredero de la corona, junto a mí. Pero ahora no pregunto por él como amante, sino como princesa. —Bálder respondió:
—No has de temer por ellos. Están en buen estado. Serán devueltos sanos y salvos una vez hayamos firmado el acuerdo.
—Si hay acuerdo —advirtió Electra—. Si no, también os los devolveremos, pero no merecerá la pena ver sus cuerpos mutilados. —Bálder intervino:
—Electra, no hace falta ser tan explícita.
—¿Por qué no? Que la princesa del Sur sepa lo que haremos. ¿No queremos fomentar un diálogo abierto entre nuestros respectivos pueblos? Pues bien, esta es una simple muestra de ese deseo.
Bálder no dijo nada. Skadi prefirió no contestar, y preguntó:
—¿Cuáles son vuestras reivindicaciones?
—La isla de Arapawa, y todos los territorios al noroeste de la isla. Y el territorio hasta el límite de Rapaura. —Skadi asintió levemente.
—Entiendo. Esas son las antiguas reivindicaciones que ya hiciera tu padre al mío, y tu abuelo al mío. La respuesta siempre fue la misma. Y ahora no atenderé a ningún cambio a esa vieja reivindicación. —Electra intervino:
—Esas reivindicaciones han costado dos guerras.
—Y dos guerras más deberán cubrir estas tierras si es preciso. Pero la tierra es nuestra.
—¿Arriesgarás a una guerra por unos cuantos acres y unos puertos? —Preguntó Bálder.
—Sabéis bien que no son unos cuantos acres, ni esos puertos. El problema no es ceder ahora. El problema es que, si cedo ahora, luego marcaréis una nueva línea, más al sur. Y luego otra. Hasta que el Reino del Sur se concentre en el fiordo de Piopiotahi. Y luego nos echaréis al mar. —Electra miró con gesto seco a Skadi.
—No tienes otro remedio. Desde que murió tu padre, tu ejército se ha esquilmado. Tu madre ha dedicado recursos a la mejora de la población, construcción de nuevos caminos, y a la mejora de los sistemas de riego. Pero ha olvidado que un reino que baja sus defensas es un reino dispuesto a ser tomado. Nosotros, sin embargo, no haremos eso. Firmaremos el tratado de comercio que negociaban el padre de Bálder y tu padre, y luego tu madre, y la población del Reino del Sur podrá tener libre paso por el territorio que nos habrás cedido. Será un pacto beneficioso para ambas partes. No tomaremos más terreno que el que nos pertenece.
Skadi iba a contestar. Pero, de pronto, supo que la descripción que daba era cierta. El ejército del Reino del Sur había declinado. Las fronteras se habían guardado con tres y hasta cuatro veces más tropas en el pasado de las que había en la actualidad. Se sabía que las tropas del Norte habían crecido en soldados, equipamiento y entrenamiento. Y Njord y su padre Yngvi estaban en manos de Bálder y Electra.
¿Cómo habían llegado a esa situación? ¿Cómo pudo su madre permitir algo así? Ahora lo tenía claro; era una locura. Pero ella no había sido consciente de ello. Ella había vivido en su mundo de juegos y sueños. Y la realidad se había hecho evidente y directa de un día para el otro, de forma casi brutal. Y ahora tendría que tomar decisiones. Y lo haría.
Skadi se mantuvo en silencio. Entonces intervino Bálder:
—No tienes que tomar la decisión ahora. Vuelve con tus tropas, y pide consejo a tus consejeros y a la noche.
—O quédate aquí a dormir —añadió Electra. Skadi entonces alzó la vista, miró a Electra, y contestó:
—Dormir aquí es invitarte a que yo tome la decisión bajo tu atenta mirada, y puede que con estímulos extra. No. Volveré, y mañana, al alba, traeré mi decisión. —Electra asintió, y contestó:
—La única decisión posible. Si has de evitar la guerra.
—Dos son necesarios para evitar una guerra —aclaró Skadi—. Y yo no seré quien la invoque. En el nombre de nuestros padres, de nuestros antepasados, y de la tierra de nuestros antepasados, lucharé por la paz. Ahora, y siempre.
Skadi se retiró, y fue escoltada por los cuatro guardias que la habían esperado. Llegó a una pequeña construcción que servía de refugio a las tropas de aquella zona. Sif se acercó entonces:
—Señora, hemos localizado a Yngvi, y a Njord. —A Skadi casi le dio un vuelco el corazón. Preguntó:
—¿Dónde están, y en qué estado se hallan?
—Están en la fortaleza de Rarangi, que ha sido tomada por tropas del Norte. Su estado es bueno. Están fuertemente custodiados. Pero una infiltración nocturna con mi grupo podría liberarlos.
Skadi se mantuvo en silencio. Liberarlos sería hacer justicia, pues eran prisioneros, y estaban siendo empleados como moneda de cambio. Pero eso podría provocar una guerra abierta con el Reino del Norte.
—¿Cuánto tiempo tengo para tomar una decisión?
—Una hora, dos máximo. Luego no podremos asegurar la operación, necesitamos noche cerrada antes de terminar la operación.
—Preséntate dentro de una hora. Y te daré mi respuesta.
Sif se cuadró y saludó militarmente, retirándose luego. Parecía que era ayer cuando ellas dos jugaban como locas por los campos y el castillo de Helgi. Ahora las risas y las locuras daban paso a un mundo frío y tétrico. Un mundo de amenazas de guerra y muerte. El tiempo es el juez final que juzga todos y cada uno de nuestros actos en vida.
Skadi se sentó en el camastro. Pensó en su padre, y en su madre. ¿Cómo estaría ella? Las noticias que habían llegado no auguraban nada bueno. No pudo reprimir unas lágrimas. Aquello era un golpe brutal. En solo unos días había visto enfermar gravemente a su madre, y había visto al Reino del Sur ponerse de rodillas frente al poder del Norte. Y sobre ella descansaban las decisiones que podrían evitar una guerra, a cambio de perder una parte del Reino, o iniciar una contienda, con la pérdida de incontables vidas inocentes.
De pronto, notó una presencia. Iba, como de costumbre, a buscar su espada. Pero algo le dijo que no era necesario. Levantó la vista, y allá, en el fondo, y en penumbras, vio una presencia. En unos instantes, aquella figura dio dos pasos, y quedó levemente iluminada por los tres candiles de la habitación. Se trataba de una mujer morena, de cabello largo y oscuro, y ojos azulados, con una dulce sonrisa de paz. Con un aspecto de tener algo más de veinte años, vestía con una toga blanca tocada de un cinturón de plata, y unas zapatillas también de plata con cintas de oro alrededor de los tobillos. Skadi se levantó, y exclamó:
—¡Divina Señora, Atenea! ¡No os veía desde el Rito de la Ascensión! ¡En qué momento más acertado hacéis notar vuestra presencia! —Skadi se acercó, y se arrodilló frente a la diosa. Esta le respondió:
—No soy un ídolo de piedra o madera que deba ser adorado hincando las rodillas en el frío suelo. Levanta, pues no se han de arrodillar los hombres y mujeres frente a sus dioses, sino estos ante el sacrificio y el dolor de los mortales a los que atienden. Tales palabras le dije a tu madre, y ahora tú deberás seguirlas también.
—Mi madre… ¿Sabéis cómo está mi madre?
—Tu madre es una mujer mortal, Skadi. Y la mortalidad define al ser humano. Que muera o no, no es algo que yo deba decirte. Ni siquiera los dioses somos libres de enfrentarnos a nuestro destino llegado el día. Solo puedo decirte que, no estando ella, tú eres quien toma las decisiones.
—¡Pero la guerra se acerca! ¡Y yo seré quien quede manchada en la historia si cedo ante los reyes del Norte! ¿Qué puedo hacer? —Atenea sonrió. Puso su mano derecha en la mejilla de Skadi, y contestó:
—No hay manchas en ti, ni puede haberlas, mi pequeña Skadi. Tu corazón es noble, y tus intenciones siempre buenas. Puedes errar y equivocarte. Pero eso es también propio del ser humano. Son las ofensas, la ira, el odio, la venganza, quienes mancillan el alma del ser humano. Con tu voluntad y deseo de un mundo mejor puedes ganar o fracasar. Pero nunca mancillar la historia de tu reino, ni de tu pueblo, ni de ti misma.
—¿Y qué me aconsejáis? ¿Debo avisar a Sif para que libere a los prisioneros? ¿Debo ceder ante los reyes del Norte?
—Debes escucharte a ti misma, y no tanto sopesar lo que sientes tú, sino también lo que sienten ellos, los reyes del Norte. ¿Qué te dice tu corazón?
—Que los reyes del Norte conocen nuestra debilidad. Y que nos aplastarán si no cedo.
—De acuerdo. Entonces, parece claro qué debes hacer. ¿No es así? —Skadi suspiró. Miró a la diosa, y dijo:
—Sí. Ceder. Que tomen el territorio que exigen. Así salvaremos miles de vidas. Y liberaremos a los prisioneros sin represalias.
—De acuerdo. ¿Y entonces?
—Entonces continuarán llevando a cabo sus planes. Tal como les dije que harían.
—¿Y qué ocurrirá?
—En poco tiempo el Reino del Sur habrá desaparecido, convertido en un vasallo del Reino del Norte.
—¿No lo ves, Skadi? Tú misma te estás contestando. No necesitas a los dioses.
—Sois la luz que ilumina mi mente, mi señora. Con vos lo veo todo claro.
—No, Skadi. Conmigo solo exteriorizas tus emociones, tus miedos, tus preocupaciones. Pero eres tú, y solo tú, quien gestiona esos sentimientos. Yo solo soy una fuente que te permite concentrarte en tus preocupaciones. Pero quien busca las soluciones y el camino eres tú, y solo tú. Y así ha de ser.
—Pero señora… —Atenea puso un dedo en los labios de Skadi, y añadió:
—Demasiadas palabras, y demasiados hechos para un día tan duro y largo. Duerme ahora. Yo misma avisaré a Sif de tus planes. Y esos planes son…
—Que debe liberar inmediatamente a los prisioneros. No permitiremos ninguna humillación, y ni un solo prisionero contra su voluntad. Jamás cederemos nuestras tierras sin lucha.
—Muy bien. Esa es tu voluntad. Hablaré con ella. Ahora duerme.
—¿Dormir? ¿Cómo puedo dormir?
—Duerme. Descansa.
De pronto Skadi se sintió pesada. Se echó en la cama, y quedó profundamente dormida. Atenea la observó, y susurró:
—Hoy has tomado la primera gran decisión de tu vida. Otras vendrán luego. Pero esta siempre será recordada como la más importante. Porque fue la primera. Y la primera decisión es siempre la más importante, porque es la que abre el camino a un nuevo futuro, y a un nuevo mundo. Descansa ahora, princesa Skadi.
A la mañana siguiente, Skadi se vistió rápidamente, se puso el uniforme de combate, y salió rápidamente a caballo con su escolta de cuatro soldados. Sif le informó del éxito de la operación para liberar a Njord y a su padre. Skadi se alegró, pero no había tiempo para celebraciones en aquella situación. Informó a Sif personalmente de su voluntad de no ceder ni un palmo de tierra, y de que preparasen todas las tropas disponibles para hacer frente al ataque principal de las fuerzas del Norte, si finalmente estallaba la guerra. Sif le preguntó:
—¿No queréis ver a Yngvi y Njord primero?
—No hay tiempo. Ya habrá ocasión para los abrazos y los reencuentros. Ahora es el momento de actuar. Dentro de una hora, que todas las trompetas suenen al unísono. Da la orden, y que se extienda.
—¡Sí, mi señora!
Skadi se apresuró al galope hasta la tienda de los reyes del Norte. Bajó del caballo, y se dirigió a Bálder y Electra. Entró con paso decidido. Electra fue quien habló primero.
—Princesa Skadi, debes saber que habéis constituido un acto de guerra liberando a los prisioneros.
—Sin duda —confirmó Skadi—. Y otro acto de guerra es este que os traigo.
—Vaya, parecéis otra —comentó Electra sorprendida.
—Otra soy. Vengo a daros mi respuesta. —Bálder preguntó:
—¿Y cuál ha de ser esa respuesta?
—No cederemos ni un palmo de tierra. Habrá guerra. Sí, es posible que nuestro reino se haya debilitado. Es posible que no dispongamos de fuerzas. Y es posible que estemos en inferioridad clara en tropas y armamento. Pero lucharemos. Por nuestra tierra, por nuestra gente, y por nuestro futuro, lucharemos. Os haremos frente. Puede que seamos derrotados. Puede que caigamos. Puede que el Reino del Sur desaparezca. Puede que terminemos siendo unas líneas en la historia. Pero el Norte recordará esta batalla durante generaciones. Y la herida se extenderá a los hijos de vuestros hijos. Sea pues; el destino está esperando.
Skadi se mantuvo en silencio. En ese momento, comenzaron a escucharse trompetas. Numerosas trompetas sonaban del norte, del sur, del este, y del oeste, llamando a la guerra. De pronto, entró un oficial del Reino del Norte. Se arrodilló frente a Bálder diciendo:
—¡Señor! ¡Tropas del Reino del Sur apostadas en gran número aparecen por levante y poniente, en una pinza gigantesca que envuelve nuestras tropas!
—¿Qué decís? —Preguntó Electra con aspereza—. Debes de estar loco. No tienen tropas ni para organizar una legión completa de soldados.
—Mi señora, están ahí. Al menos cinco legiones. Puede que seis.
—¿Cinco legiones? —Preguntó a su vez Déblar—. ¿Estás loco?
En ese momento entraron dos oficiales más del reino del Norte. Su cara era de temor.
—¡Mi rey! ¡Barcos del Sur se acercan por la costa en gran número! ¡Han aparecido desde el este! ¡Son numerosos! —Electra sonrió, y se acercó a Skadi.
—Vaya vaya con la princesa. Teníais todo esto preparado, ¿eh? Has dado tiempo a tus tropas ocultas para aparecer y organizarse. No era cierto que vuestro ejército fuese solo una sombra del pasado. Al parecer ha permanecido oculto a nuestros ojos. Y está listo y armado en gran cantidad. ¿Cómo lo habéis hecho? ¿Cómo habéis ocultado todas esas tropas a nuestros servicios de reconocimiento? —Skadi, que no sabía nada de esas tropas del Sur que estaban apareciendo al parecer de todas partes, respondió:
—Con habilidad, con maestría, y con la sabia convicción de que vuestra torpeza lo haría posible. Ahora sabréis que el Reino del Sur no se doblega ante la voluntad del Norte. Os hemos rodeado. Y ahora solo os queda luchar, o huir al norte.
Bálder y Electra se miraron. Fue aquel el que habló:
—Ahora nos retiraremos al Norte. Y tendremos nuevas conversaciones sobre este y otros temas en el futuro, princesa Skadi. —Ella sonrió, y respondió:
—Por supuesto. Podéis ir en paz. Y recordad: estaremos preparados.
Las tropas del Norte comenzaron a retirarse. Skadi abandonó el campamento militar, y volvió al refugio, mientras pensaba en ese oportuno cambio de rumbo. Tendría que averiguar qué había sucedido.
Al llegar a refugio con su escolta, vio a Yngvi y a Njord, que la saludaban sonrientes. Skadi corrió a abrazarse a Njord en un gesto poco apropiado para una princesa, pero que todos celebraron con vítores y aplausos. Luego fue a hacer un gesto de reverencia ante Yngvi, pero se dio cuenta de que aquello no sería apropiado. Fue Yngvi el que se inclinó levemente.
—Princesa Skadi, un honor poder departir estas horas de triunfo contigo. Ya hemos verificado que las tropas del Norte han comenzado a retirarse. Solo siento lo que le ha sucedido a vuestra madre, nuestra reina.
—Decidme, Yngvi: teníais todo esto preparado. ¿No es así? Había tropas dispuestas, camufladas, en gran número. Ha sido una maniobra para atraer al Reino del Norte a una trampa, y hacerle entender el peligro de una invasión.
—Naturalmente —respondió Yngvi—. Apostamos tropas como campesinos, como marineros, como obreros. Todos preparados para que pareciera que no existía realmente un ejército. De ese modo atraeríamos las ambiciones del Norte hacia nosotros, para encerrarlos en un círculo, como así ha sido. Ahora han recibido una lección. De la que se repondrán sin duda, y volverán, podéis estar segura de ello. Pero habremos ganado tiempo, y hemos conocido nuestros puntos débiles ante un desembarco armado. Lo organizamos todo con vuestra madre. Pero preferimos que no supieseis nada.
—¿Por qué?
—Porque no estabais preparada.
—¿Que no estaba preparada? —Exclamó Skadi. Njord intervino:
—No era prudente que se supiese que las tropas y barcos eran mucho más numerosos de lo que los reyes del Norte creían, mientras se desplazaban de sus bases hasta los puntos donde podrían realizar la pinza a las tropas del Norte. Vuestra… inexperiencia aconsejaba no deciros nada, para no descubrir la estrategia antes de que fuera efectiva. —Skadi asintió, y susurró:
—Claro. La loca princesa Skadi, siempre metiendo la pata con su arco. —Yngvi rió, y contestó:
—No, mi señora. Imprudente. Joven. Inexperta. No loca. Formaba parte del plan no deciros nada, para que fuese creíble que los reyes Bálder y Electra pensaran en una derrota factible y real del Reino del Sur.
—Entiendo. Y yo estaba desesperada.
—Eso forma parte de la experiencia de ser reina —aseguró Yngvi—. Habréis de vivir esa sensación muchas veces en el futuro, si queréis gobernar el reino.
—Comprendo. Y he de estar de acuerdo. Ha sido una experiencia dura. Terrible. Pero necesaria. Menos mal que no ha habido más, digamos, «sorpresas» por vuestra parte.
Una voz se escuchó desde atrás. Era Tyr, que apareció brillante, diciendo:
—En realidad, sí hay más sorpresas, mi señora —comentó mientras se acercaba. Skadi le preguntó:
—¿No estabas prisionero con ellos? —Tyr negó, y respondió:
—No. Nunca fui prisionero de los reyes del Norte.
—¿Entonces?…
—Os dejé sola, para que sola os enfrentarais a la situación. Os apoyabais demasiado en mí. Es importante tener consejeros. Pero es importante que una futura reina aprenda a tomar decisiones con presión, y sola. Y lo habéis hecho. Con gran esmero.
—¡Maldito…! —De pronto, Skadi se dio cuenta de que ese lenguaje ya no era el más apropiado. Yngvi rió de nuevo.
—Eso fue idea de Tyr, que me informó antes de que fuese tomado prisionero con mi hijo. Y fue un acierto. Sé que fue duro. Pero fue necesario.
Skadi asintió levemente. Luego dijo:
—Os debería echar a los tiburones. A los tres. —Ingvy sonrió, y respondió:
—¿Y cómo os vais a casar con el inútil de mi hijo, y tener preciosos herederos? —Y soltó una gran carcajada. Todos rieron, mientras Skadi se tornaba roja de la vergüenza.
Más tarde, aquella noche, se hizo una celebración especial y una fiesta de la victoria, de una guerra que no llegó a suceder. Porque las mayores victorias en las guerras se producen cuando no hay guerras que padecer.
A la mañana siguiente, La reina Eyra finalmente falleció, y todo el reino fue informado. Hubo una semana de luto, mientras Skadi volvía serena por haber encontrado solución a aquella crisis, y muy dolida por la terrible pérdida de su madre.
Al cabo de unas semanas, se anunció el compromiso de boda entre Skadi y Njord. Una noticia que recorrió todo el reino. La boda fue impresionante, y la propia diosa Atenea hizo una aparición para bendecir a los dos contrayentes. Skadi miró sonriente a la diosa de los ojos claros, y está le devolvió la mirada con otra sonrisa y un guiño en los ojos. Pero tiempos aciagos se acercaban. El Norte no iba a callar por mucho tiempo.
Y estarían preparados. Siempre firmes, siempre dispuestos.
Pero, eso, como suele decirse, es otra historia.
El relato continúa en el primer libro de «La insurrección de los Einherjar«.
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