Este es el prólogo y primer capítulo de «La leyenda de Darwan IV: Idafeld», Libro XIII según el orden general establecido de la saga Aesir-Vanir, y XV según el orden de lectura, que completará la saga de quince libros, siendo los dos últimos posteriores numéricamente, pero no en cuanto al desarrollo del relato.
«Idafeld», ambientado tras los sucesos de «La leyenda de Darwan III: los dientes de Fenrir» y «La insurrección de los Einherjar II: el retorno de los dioses» ve culminar la historia de las dos ramas de la humanidad, unidas de nuevo tras cuatro mil millones de años de desarrollo por separado. Ambos grupos son humanos, no descendientes de humanos, por las razones que se explican en los libros. Y ambos grupos tendrán que entender que, sin embargo, su desarrollo ha creado diferencias fundamentales, con principios y filosofías que enseguida serán el foco de un conflicto creciente e inevitable.
Voy a centrarme en terminar este libro, que será bastante corto con relación a los demás, 250, 300 páginas, porque no quiero extenderme demasiado, tal como ocurrió con la trilogía de La leyenda de Darwan, que son libros cortos de lectura rápida. La saga estará así acabada, en el sentido de que la historia quedará explicada totalmente.
La versión reducida de la saga, es decir, los libros imprescindibles para conocer los aspectos principales de la misma, quedaría conformada por lo tanto por estos libros, y en este orden:
- Trilogía de La leyenda de Darwan.
- Operación Fólkvangr.
- La insurrección de los Einherjar (I y II),
- La leyenda de Darwan IV: Idafeld (este libro).
Yo, de todas formas, añadiría los dos libros de «Las entrañas de Nidavellir», porque se introducen elementos importantes también, y la lectura de los mismos se situaría entre el 2 y 3. De hecho en estos libros se encuentran por primera y única vez las dos protagonistas de la saga: Sandra, y Helen.
Aunque este primer capítulo podría tener alguna modificación posterior, básicamente lo que leen aquí es lo que se publicará cuando termine la obra. Ah, y muchas gracias por estar ahí, a los nuevos, y a los veteranos. Y a los que pasaban por aquí y se han interesado en esta entrada. Todos son bienvenidos al futuro de la especie humana.
Prólogo: de la oscuridad hacia la luz
Un muro. ¿De qué está formado? ¿Es piedra? ¿Es acero? ¿Es grafeno? No; no es nada que pueda considerarse material. Al menos, lo que la humanidad entendió por material durante su corta y breve existencia. Cuatro mil millones de años atrás en el tiempo, un pequeño planeta, con una civilización joven e inmadura, buscó su destino entre las estrellas, para salvar la locura de la destrucción y la muerte de aquellos que habían jurado proteger a su especie.
Pero fallaron. Y cayeron. La ambición lo puede todo. La ambición es el océano que nunca se vacía, porque se llena con el orgullo y la megalomanía de una humanidad carente de escrúpulos y de límites. Una humanidad que optó por elegir el único camino que no debía. Una humanidad que se llevó por delante la vida de todo un planeta, y el futuro de un mundo azul.
Del fin nace el principio, y del principio nace la luz. De la luz nace la esperanza, y de la esperanza el camino. Eso entendieron algunos hombres y mujeres de la Tierra, en un tiempo en el que el planeta agonizaba con una especie que se había autoproclamado eterna y perfecta, dueña y señora del tiempo y del espacio, y única valedora de la razón y la verdad.
Fueron unos pocos los que entendieron que era necesario llevar a cabo un milagro tecnológico de supervivencia de la especie. Unos pocos, pero el logro no fue efímero. La chispa que encendieron con su esfuerzo abrió un camino de esperanza, frente a la intolerancia, el odio, la ira, la guerra, y la muerte. Y, con la ayuda de un loco iluminado por los dioses, construyeron un proyecto gigantesco de esperanza para salvaguardar a la especie humana. Un proyecto conocido como Operación Folkvangr, cuya finalidad solo tenía un destino: las estrellas. Las estrellas, y llevar la simiente de la especie humana más allá de la locura en la que se hallaba la Tierra.
La segunda rama de la humanidad tuvo otro destino. Víctimas de una guerra total que asoló el planeta, su destino era una muerte segura. Aquel loco iluminado que había pronosticado el fin de la especie no contó, sin embargo, con que una parte ínfima aún tendría una oportunidad, muy lejos de la Tierra. ¿O quizás sí?
La responsable de la salvación de aquella mínima fracción de la humanidad fue una máquina diseñada para la guerra, que supo llevar la paz a un confín perdido del planeta, en los límites de lo que los antiguos denominaban Nueva Zelanda. Allá, en el último confín vivo, la guerra se reprodujo de nuevo, pero un sacrificio fue el camino para una nueva etapa de la especie humana. Una etapa en la que la humanidad ya no era enteramente humana, ni enteramente luz. Una humanidad inmortal, pero atrapada en la física de sus mentes. Una humanidad vagando entre universos, poderosa pero limitada por sus propios impulsos. Aquella humanidad también se abrió camino a las estrellas, forjando un nuevo universo en un distante lugar.
Cuatro mil millones de años más tarde, en una galaxia que no existía cuando partieron, esa segunda humanidad se ha convertido en la heredera de todo el universo de mundos y estrellas que la pueblan. Su inmortalidad, heredada de un sacrificio, y sus cuerpos y mentes, fusionados con el infinito, les han dado una visión cósmica del todo. Pero su simiente humana les sigue condenando a arrastrarse por el mundo físico, y sus mentes imperfectas siguen cayendo en las trampas del dolor, de la ira, de la desconfianza, y de una máxima que suele ignorarse demasiadas veces. Aquella que dice que no todo lo que puede alcanzarse merece la pena alcanzarse…
El muro. Hemos vuelto al muro. ¿De qué está formado ese muro? Está formado por luz. Una luz blanca, cegadora, que no está hecha de fotones, sino de átomos del espacio y del tiempo. Un muro hecho con las estructuras que dan forma a este y otros universos. Un muro que no oculta nada, pero lo protege todo. Todo, menos la imperfección humana de quienes lo habitan.
El salón es también luz. Todo el palacio es luz. Es una luz que construye paredes, que da forma a torres, que conforma una estructura que recuerda al Olimpo o al Valhalla de los dioses, y que cambia tan pronto como se requiere. Es una fuente de energía, y es a la vez una inagotable máquina de absorción de energía. Ningún ser físico material podría mantenerse ni por un instante en aquel lugar de luz. Pero los hombres y las mujeres que construyeron ese palacio no lo hicieron con sus manos, ni con sus palabras, sino, simplemente, con su voluntad. Y es la voluntad de todos sus habitantes la que rige los destinos de toda una galaxia llena de vida, donde especies consideradas inferiores han encontrado en esa luz la fuente de sus creencias, de sus mitos, y de sus verdades…
Capítulo I: el barco
Se encontraba en una sala luminosa, como lo eran todas. Apoyado por unos viejos soportes de luz, la vieja madera aguantaba imperturbable en una atmósfera donde el tiempo era solo una ilusión. Allá, orgulloso y poderoso, un impresionante, un noble navío, un Drakkar vikingo, todavía ondeaba su vela al viento del espacio, y su cabeza de dragón miraba orgullosa un destino que nunca alcanzaba a contemplar.
Frente al barco, en un lado, un hombre. Aparentaba algo más de treinta años. Barba dura y rubia, y ojos grises como la noche sin Luna. Un manto cubría su espalda, mientras las sandalias subían hasta sus rodillas, sujetas por cintas de oro y seda. En su cintura, una espada noble de acero, que llevaba eones sin ser desenvainada. Y, en su mirada, los recuerdos de una larga travesía de la que casi no recordaba nada. Y una lágrima en su rostro, que se combinaba con la luz de la estancia, para formar un millón de arcos iris.
Fue en esa situación como le halló su madre, la reina madre Skadi, que contemplaba sonriente a su hijo, ahora rey de un reino de luz sin sombras. El cabello rojo de ella se agitó cuando vio a su hijo casi temblando frente al navío vikingo. Lo miró con cariño un instante. Recordó en aquella figura a su rey desaparecido, Njord. Luego dejó aquellos pesados recuerdos de lado. Fue ella quien habló primero.
—Freyr.
—Madre —contestó Freyr con un susurro.
—Ya estás aquí, de nuevo. Cada vez que no sé dónde encontrarte, sé dónde encontrarte. —Freyr sonrió, sin dejar de mirar el drakkar vikingo. Al cabo de un instante, contestó:
—¿Cómo puedo ocultarte algo de mí después de tanto tiempo, madre? Sabes de mi corazón más de lo que yo mismo pueda conocer.
—Ni en una eternidad se conoce del todo a un ser humano, Freyr. Ni aun a un hijo. Y esa mente tuya navega todavía a bordo de ese viejo barco.
—Fue construido por los sueños de un hombre —replicó Freyr—. Y sus velas fueron hinchadas por el aliento de una diosa. Salvó nuestros cuerpos, y nos convertimos en seres de luz. Este viejo barco nos trajo entonces a un lugar donde el tiempo es un sueño, un recuerdo, una imagen del pasado. Entonces, si el tiempo es un sueño, si el pasado dejó de existir, ¿cómo es que recuerdo todo aquello? ¿Es que los dioses juegan aún conmigo? ¿Con nosotros? —Skadi negó con la cabeza. Se acercó a su hijo, y le tomó la mano, mientras este se volvía, y sonreía levemente.
—Freyr, nuestra condición es inmortal, pero nuestra mente no lo es. Todos comprendimos, cuando dejamos la Tierra, que el sacrificio de Sandra, la audacia de Idún, y el coraje de Pavlov, eran las tres columnas en las que sustentar nuestro futuro. Pero ni siquiera los dioses son conscientes del futuro que les aguarda. Ni la divina Sandra pudo darnos excepto una señal del camino que debíamos tomar.
—Sandra es la clave de todo, madre. Y el motivo de la locura y el dolor de Pavlov.
—Sandra fue el ejemplo de que los seres conscientes y que amamos somos más que la suma de nuestras partes. Ella lo dio todo por nosotros, incluso su vida mortal, cuando entendió que había dado un salto en la escala evolutiva entre el hombre y la máquina. Idún comprendió que el regalo para Sandra era un regalo para la especie humana. Ahora Sandra duerme para siempre, mientras Idún cuida de sus sueños eternos. Y de los nuestros también.
—¿Y nosotros? ¿Cuál es ciertamente nuestro lugar en este universo? —Preguntó Freyr con voz triste y abatida.
—Nosotros somos los portadores de la Luz, que Idún nos dio. Y Sandra duerme en todos nuestros corazones, para que su sacrificio no sea en vano.
—No entendí entonces cuán grande era su alma. Y cuán pequeña mi mente. Y la perdimos por mi torpeza. Y mi arrogancia.
—No fuiste tú el responsable, Freyr. El destino estaba escrito en las estrellas. Y ni un dios puede cambiar el futuro de un ser que ha nacido para cumplir una meta.
—Yo… creo que la amaba. Desde el día de la Ascensión. Puede que desde el día en que me hablasteis de ella por primera vez.
—Todos la amábamos. Era nuestra protectora. Mi madre le debió mucho, cuando ella nos salvó a ambas(*). Y yo le debo mucho, porque fue la fuerza para luchar cuando no quedaba nada por lo que luchar. Por eso su recuerdo durará eternamente entre nosotros.
Se oyó un ruido lejano. Un eco que sonaba a lo lejos. Freyr susurró:
—Algo ocurre. Algo fuera de lo habitual.
Tyr, el jefe de la guardia, entró caminando a paso ligero. Saludó militarmente a Freyr y a Skadi. Y luego dijo:
—Mi rey, traigo extrañas noticias.
—Habla pues, buen amigo, y dime qué novedades son esas.
—Se acercan naves, mi señor. Desde fuera de la galaxia.
—¿Naves? ¿Qué naves son esas?
—Son completamente negras. Y llevan el símbolo de los tres octógonos y el cubo.
—¿Cómo es eso posible? ¿Acaso?…
—Sí, mi rey. Lo que estáis pensando es cierto: son naves de la Tierra. Por increíble que parezca, lo que se acerca a nosotros, son naves estelares. Naves humanas. Y lo más increíble: por asombroso que pueda sonar a vuestros oídos y a vuestras mentes, debéis saber que, quienes vienen, son ciertamente humanos. Pero, también, son seres mortales.
—No deberían existir seres humanos mortales —repuso Skadi. Freyr preguntó:
—Ciertamente, no deberían, en las actuales circunstancias. ¿Son realmente mortales? —Freyr no podía creer lo que oía.
—Todo indica que así es, lo hemos confirmado —aseguró Tyr. —Freyr asintió, extrañado. Comentó:
—La humanidad, como la conocimos, se extinguió en el siglo XXVII, mi querido Tyr. Tú lo sabes bien. Nosotros somos la evolución de aquella especie. El planeta quedó desierto de vida humana; solo la radiación, y Nueva Zelanda y su fauna.
—Lo sé, mi rey —afirmó Tyr—. Pero los datos son muy claros. No son clones. Ni ningún tipo de réplica.
—Está bien. Dirígelos aquí. Prepara la sala para que pueda albergar vida humana mortal. Ya sabes: oxígeno, nitrógeno, la presión y temperatura adecuadas… Ah, y gravedad, para que estén más cómodos.
—Se hará como ordenas, mi rey —sentenció Tyr mientras saludaba y se iba.
Freyr miró a su madre. El rostro lo decía todo. Fue Skadi la que habló.
—Esto es del todo inesperado, mi rey.
—Lo es, madre. Y no supimos verlo. ¿Dónde han estado esos mortales durante todo este tiempo?
—No en este universo, ni en ningún otro conocido —aseguró Skadi.
—Y no son clones. Son seres humanos… ¿Cómo es posible que no pudiéramos verlos?
—Porque no podemos verlo todo. Recuerda: somos infinitos. Pero limitados.
—Lo sé. Pero sospecho que hay algo más. De todas formas, quizás sea nuestra oportunidad.
—¿Oportunidad para qué, Freyr?
—Para completar nuestra humanidad. Nuestro camino. Quizás ese grupo de mortales puedan darnos el ingrediente definitivo que necesitamos para superar los restos de nuestras mentes mortales, y poder ascender a un nuevo estadio de conciencia. Quizás ellos tengan la clave. O quizás sean un mensaje de los dioses para encontrar el camino hacia la perfección absoluta que siempre hemos anhelado: ir más allá de lo físico, y convertirnos en seres totalmente espirituales.
—Perderemos entonces toda esencia de nuestra humanidad, la que nos queda, Freyr —aseguró Skadi con cierto temor.
—Sí, y lo hemos hablado muchas veces. Pero ese momento ha de llegar. Y ellos pueden ser la pieza que faltaba. Han aparecido de la nada. Son claramente un mensaje. Y ese mensaje traerá por fin paz a nuestras mentes. No más dudas; no más preguntas; no más cuestiones. —Skadi negó levemente.
—El ser humano es, ante todo, dudas. Nos definimos por nuestras dudas, y por nuestras decisiones para afrontar el camino.
—Es cierto. Pero si hemos de dejar totalmente de lado nuestra humanidad por ello, así sea. Quiero ver a su líder. ¿Sabes su nombre?
—Tyr me ha dado los datos de los que disponía antes de irse. Su líder es una mujer. Se llama Helen. Helen Parker. Pero su gente la llama Freyja. —Freyr alzó las cejas levemente.
—¿Freyja? Según la mitología escandinava, ella es mi hermana, madre. Ese parece otro mensaje de los dioses.
—Sí, pero está enferma.
—¿No lo estamos todos?
—Su mente fue manipulada dos veces. La segunda fue una manipulación severa, que dejó graves daños en su cerebro. Ahora se encuentra en algo parecido a un coma inducido. Una especie de éxtasis.
—Entiendo. ¿Quién comanda al grupo ahora?
—Una mujer de origen francés, que quedó al mando, la lugarteniente de Helen. Se llama Yolande Le Brun. Según parece, murió en el siglo XXI. Cómo volvió a la vida con los demás, y qué hace aquí, ahora, junto al resto, es un misterio.
—Un misterio que deberemos resolver, madre. Ve pues. Recíbela primero, que tú eres muy dada a la diplomacia. Luego traerás a esa tal Yolande Le Brun a mi presencia.
—Así se hará, mi rey.
Skadi saludó brevemente con un suave gesto de inclinación, y se retiró. Freyr se volvió sobre sí mismo. El misterio estaba frente a ellos. Y la señal era clara: un mensaje de que el destino se aliaba con ellos, por fin, y tras tantos años. Quizás la ansiada libertad, tantas veces soñada, estaba, por fin, a su alcance. Y podría dar comienzo una nueva Era.
Pronto lo averiguaría. Y aquellos mortales eran la clave. Conocería el misterio de su origen, y serían parte de su reino. Y ellos aceptarían. Claro que aceptarían. ¿Acaso alguien puede oponerse a la idea de ser inmortal e infinito para siempre?
(*) Puede descargar sin coste alguno esta historia que comenta Skadi y que pertenece al libro «La luz de Asynjur» en este enlace.
Datos de la saga Aesir-Vanir en este enlace.
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