El último libro de la saga Aesir-Vanir, con el número XV, tendrá por título «»La leyenda de Darwan IV: Idafeld». Este libro cerrará la saga por completo. Quedará un libro secundario, «Mensajero del Nastrond II: Chronos», pero la historia estará terminada y completa. Y entonces podré por fin decir que he terminado algo en mi vida.
«Idafeld» es un libro que necesariamente será complejo, por la misma naturaleza de los personajes que lo pueblan, y por la situación que desarrollan en la novela. Tanto el grupo de Skadi y su hijo Freyr, como el grupo de refugiados y supervivientes que comanda Helen Parker, a la que apodan «Freyja». Dos grupos humanos diametralmente distintos que se encuentran, tras millones de años de desarrollo por separado, y que han cambiado demasiado unos respecto a otros.
Este será también un libro cargado de simbolismo, y de elementos esotéricos que configuran una imagen de un futuro donde cada lado de la humanidad ha sobrevivido mediante formas y fuerzas tremendamente distintas, otro elemento diferenciador que contribuirá de forma definitiva al conflicto.
Les dejo con este fragmento, y espero tener esta obra acabada a lo largo del año. Sin más fechas, porque yo tengo mi propio camino en este mundo que dificulta sobremanera el poder hacer planes. Pero es mi objetivo terminar esta saga.
Luego, en un futuro todavía lejano, alguien la leerá, y dirá si mereció la pena el esfuerzo. El tiempo lo dirá. Yo no lo veré. Pero sí mis recuerdos. Muchas gracias.
La sombra y la luz.
El hombre se movía despacio. Como si millones de años le mantuviesen atado a la tierra. Mientras cargaba la leña, el hacha le colgaba en un lado, y las sandalias de cuero le cubrían las piernas. Un viejo manto le cubría el cuerpo, atado en un cinto que también portaba un cuchillo de monte. Era relativamente alto, de complexión fuerte, y mirada profunda.
Mientras los dos soles se ponían sobre el horizonte, uno de los soles por el este, el otro por el oeste, se sentó a la luz del fuego que acababa de encender. Cerca, en la cabaña, le esperaban los viejos recuerdos, los antiguos sueños de muchas batallas, y el pensamiento único que siempre le embargaba. La de una joven morena, de ojos azules, y algo más de veinte años. Una joven a la que consideró y trató como a su propia hija. Una hija que perdió de forma absurda, mientras cada día era un motivo más para culparse por su pérdida.
Por eso lo había dejado todo. La nave que le llevó hasta allá, junto a los otros. Los sueños de un futuro mejor para la humanidad. Y las palabras de la reina Skadi, que le pidió y le rogó mil veces que no anduviera el camino de la soledad, pues es frío y distante, y hiela las mentes y las almas aún de los más fuertes y avezados.
Pero él tenía un sueño: morir algún día en aquel lugar lleno de paz. Escuchando aquel río cercano. Oliendo las plantas de aquel mundo perdido y lleno de vida. Y recordando a Sandra, la que siempre sería su hija. En su sangre. En su alma. Y en su memoria.
Tomó un trago de algo que cultivaba, y que podría recordar en cierto modo a un vino dulce. Entonces, escuchó un ruido. Eran pasos suaves. ¿En aquella soledad? ¿Cuánto tiempo llevaba en ese mundo? ¿Un año? ¿Mil? ¿Un millón? No lo sabía. No lo recordaba. Y no le importaba.
Pero notó una mirada distante, que se posaba sobre él. Después de tanto tiempo, después de tanto dolor, sus instintos de cazador seguían ahí. Perennes. Ocultos. Escondidos. Pero el lobo es lobo hasta su último día. Y sus dientes pueden estar ocultos. Pero vuelven a brillar, con la luz de las estrellas, a la menor oportunidad.
Se volvió. Y entonces, la vio. Pero no creyó lo que vio. No era real. No podía ser. Sí podía ser un engaño. Y un engaño era. Se volvió al fuego de nuevo. Y susurró:
—No esperaba verte de nuevo, Idún. —La joven, de un metro ochenta, ojos azules y cabello negro largo, vestía un vestido dorado que le cubría todo el cuerpo, con una larga falda que ocultaba sus zapatos. En el cinto llevaba el símbolo de un pequeño mochuelo alzando el vuelo. Aquella joven, que se encontraba a una distancia, dio unos pasos, y se acercó. El hombre añadió:
—¿Por qué haces esto, Idún? No es propio de ti, incluso en estas circunstancias tan dolorosas. ¿Es una burla? ¿O es tu forma de torturar lo poco que queda de humano en mí? —La joven dio unos pasos más. Se mantuvo en silencio unos instantes. Luego preguntó:
—¿Qué haces aquí? ¿En esta soledad? —El hombre sonrió. Mientras se llevaba alguna planta de su cultivo a la boca, contestó:
—Lo que hago tú lo sabes. Vivir la vida que elegí cuando llegamos. Y ahora vete, Idún. Ya te has reído de mí. Puedes ir a contárselo a esos que se han erigido en nuevos dioses del universo. Yo continuaré mi exilio voluntario unos miles de años. Luego, ya veremos. No tengo planes para el próximo eón.
La joven se plantó frente a él. Este la miró lentamente. Sus miradas se cruzaron. Luego, de pronto, el hombre comenzó a abrir los ojos con gran sorpresa. Se levantó, dejando lo que llevaba en las manos. Y dio algunos pasos atrás.
—No… no puede ser. No puede ser. Tú no eres Idún disfrazada. Tú eres… No puede ser. No puede estar ocurriendo. —Ella contestó:
—¿Qué es lo que no puede ser, padre? ¿Crees que soy una aparición, o algo así? ¿Crees en fantasmas?
—No existen los fantasmas.
—Por supuesto que no existen los fantasmas. Son otra de las fantasías de la humanidad.
—Pero tú… estás aquí. ¿Cómo…?
—Idún sí ha tenido algo que ver. Eso sí es cierto. Pero yo soy la que soy. Soy Sandra. Idún es un ser especial, como ya sabes. Ella ha trascendido el tiempo y el espacio. Ha trascendido el ayer y el mañana. Y ha trascendido los sueños y la realidad. Ahora ella me ha permitido volver a este universo unos instantes, para poder hablar contigo. Y hacerte entender que la humanidad nunca fue elegida para ser superior. Nunca fue destinada a crear una civilización única. Y nunca fue especial para diseñar un nuevo futuro para todo el universo. Todo eso lo logró la humanidad por sí misma. Pero ahora esa humanidad se ha perdido. Unos, por la desidia y el dolor de la guerra. Y otros, porque no entienden que su nueva naturaleza no es un don para autocomplacerse, sino para dar el Gran Paso Final hacia una nueva etapa evolutiva. La etapa final: la de la mente.
Aquel hombre bajó el rostro. Miró a las estrellas. Y luego a ella. Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando dijo:
—Te dije una vez que no teníamos la suficiente confianza como para que me llamases «padre». Ahora me arrepiento una y mil veces de aquello. Todo aquello, aquello que vivimos esos días, que fueron una vida, parece un sueño perdido en el infinito. —Sandra sonrió. Y contestó:
—Ahora sabemos la verdad. La palabra «padre» nunca fue más cierta. Y más real. Era algo que yo presentí durante siglos. Pero no podía terminar de creerlo. Se suponía que no tenía alma, pero las cosas casi nunca son como uno piensa. Especialmente cuando se trata de asuntos de la máxima importancia. Tendemos a crear nuestras propias creencias, y nuestra propia realidad. Y nos sumergimos en esa realidad, que se convierte en un refugio. Tú lo sabes bien, Vasyl.
Aquel hombre, cuyo nombre era Vasyl Sergei Pavlov, asintió. Luego, respondió:
—No sé si estoy preparado para escuchar la razón por la que estás aquí. —Ella asintió a su vez.
—Lo sé. Por eso he venido. Te consumes en el dolor. Te regocijas en el dolor, por mucho que lo quieras ignorar. Yo he venido para que despiertes. Porque queda una última guerra por ganar. Puedes ser valiente y aceptar tu responsabilidad en esta crisis, o comportarte como un cobarde y esconderte en tus miedos. Tú eliges. Pero el Vasyl que yo conocí nunca le daría la espalda a la realidad, por dura que fuese. Por eso he venido. Y también por ti.
Pavlov se acercó a Sandra. La abrazó suavemente. Ella le abrazó a él. Se mantuvieron así unos instantes. Luego ella le miró sonriendo, y le dijo:
—Te espera un camino de dolor y de sufrimiento, es cierto. Pero también una sorpresa agradable, que dará nueva vida y nueva luz a tu corazón.
—¿Ahora eres adivina?
—No es adivino aquel que conoce que la historia del universo ya está escrita. Mi deber es informarte de que tienes una responsabilidad. Pero un deber implica un camino. Y un camino implica recorrer luces y sombras. Miedos y pesadillas. Sueños y desdichas. Y ello te liberará. Porque el camino abre nuevas oportunidades. Y solo caminando eres capaz de verlas. Quieto, en silencio, consumiéndote en ti mismo, nunca conseguirás nada. Excepto ahogarte en tus pensamientos. Y en tu dolor.
Pavlov se apartó ligeramente de Sandra. Luego la miró un momento, y dijo:
—Perder a Kathryn fue terriblemente doloroso. Perderte a ti fue el golpe final. ¿Esperas de verdad que me sobreponga?
—Tú eres un soldado. Al principio, eras un vulgar soldado, es cierto. Un profesional de la guerra. Luego te fuiste convirtiendo en un soldado de la paz. De la justicia. Perdiste a tu mujer. Y a tu hija. Y ello debe ser el motivo que te fortalezca aún más en esa búsqueda de la justicia y la paz. Y lo harás. Por ella. Y por mí. Por ese motivo, lo harás. —Pavlov asintió ligeramente. Sonrió, y susurró:
—Lo haré. —Sandra asintió. Y dijo:
—Eso es lo que quería oír. Ahora toca marchar. Mi misión está cumplida. Cuídate, padre. Siempre estaré a tu lado. Siempre.
Sandra desapareció. Pavlov lloró toda la noche.
A la mañana siguiente, se levantó. Hizo arder su pequeña cabaña. Luego miró aquel paisaje de paz y luz. Lo dejaría hasta cumplir con su deber. Marcharía con Freyr y Skadi, y conocería de primera mano esa crisis que se avecinaba. Actuaría para evitar una nueva catástrofe para la humanidad.
Y entonces, con su misión cumplida, volvería a ese mundo. Esta vez no para refugiarse. Sino para vivir el tiempo que le quedase, en paz consigo mismo. Lo haría. Por Kathryn. Y por Sandra. Por ellas, solo por ellas, merecería la pena intentarlo.
Debe estar conectado para enviar un comentario.