Noche eterna

Aquella mañana de otoño me desperté, como cada día, antes de que amaneciera. Después de una ducha rápida, le dije adiós a la almohada, y al hueco que mi exmujer había dejado en mi vida y mi alma. Qué importa el amor, cuando la soledad puede destrozar la vida de un ser humano con más facilidad, y a un coste menor.

Salí a la calle, mientras un molesto viento soplaba del norte. Miré al cielo, todavía nocturno, que estaba tachonado de estrellas. De hecho, se veían con asombrosa claridad. Era evidente que el viento se había llevado toda esa capa grumosa de humo y contaminación, dejando una ventana para contemplar un cielo aparentemente perfecto.

Subí a mi viejo Volkswagen, que tras varias patadas y juramentos consiguió arrancar, y me proyecté casi a la velocidad de la luz a una autopista que empezaba a cargarse, en aquel maldito lunes, para ir a aquella maldita oficina.

La radio decía lo de siempre: guerras, hambre, paro, conflictos, disputas políticas… Siempre he creído que, si hubiese habido radio en tiempos del imperio romano, y pudiésemos escuchar esas cintas, las noticias serían exactamente iguales. Solo que con arcos y espadas, caballos y carros de guerra. Todo lo demás sería sospechosamente igual a cualquier otra época de la humanidad.

Veinte minutos más tarde, miré al cielo. Seguía estrellado. En cualquier momento empezaría el amanecer, con su franja de luz por el este. El atasco de aquel día era increíble. Tanto es así que la gente comenzó a salir del coche.

Yo me bajé, y fui a encenderme un cigarrillo. Había olvidado que lo había dejado hacía seis meses. Pero hay costumbres que se quedan grabadas como con fuego. Me dirigí al tipo de delante.

—Vaya atasco, amigo. —Me miró serio, sin responder. Yo lo intenté de nuevo.
—¿No son las siete y media ya? Parece que debe de haber niebla o algo así. Sigue todo oscuro.

De nuevo el tipo no me dijo nada. Finalmente, alguien que salió del coche y me había escuchado, dijo:

—Son las siete y media pasadas. Y llegamos tarde al aeropuerto.
—Vaya, lo siento —murmuré con una sonrisa estúpida. Como si me importase algo.

Me metí en el coche. Puse la radio. Al parecer había habido un incendio grande en algún lugar del mundo. Y un terremoto. Y algún asesinato cruel. Yo empecé a impacientarme, cuando la cola empezó a moverse.

Subí al coche, y por fin llegué a la oficina. Bajé del coche, y miré al cielo. Eran las ocho y media. El cielo estaba completamente estrellado. Subí en el ascensor, y una señorita muy atractiva se subió conmigo. Aproveché para decir, con una media sonrisa:

—Vaya, al Sol le cuesta salir hoy. —Ella, sin mirarme, dijo:
—Lo siento, no me interesa. —Yo puse cara de circunstancias, y respondí:
—No, no es eso, es que… —La puerta del ascensor se abrió en el decimosegundo. Ella salió como un huracán.

Yo subí a mi piso, tres pisos arriba, y entré en el bufete de abogados. La secretaria me miró, y dijo con tono serio:

—Llegas tarde.
—Lo sé, Mónica. El maldito atasco. Oye, ¿has visto qué fenómeno tan raro? El cielo sigue estrellado.

Me dirigí a la ventana. Miré el cielo. Se veían las estrellas perfectamente. Mónica contestó:

—El que va a terminar estrellado eres tú si no espabilas. Tienes varios asuntos urgentes en tu mesa. ¡Espabila!

¿Por qué dejaba que me tratara así? Yo no le había hecho nada. Entré en mi despacho, y me senté automáticamente a gestionar asuntos diversos. Sin darme cuenta pasó una hora larga. Eran casi las diez.

De pronto, sentí algo en el estómago. Como una extraña sensación de ahogo. Tomé aire, me di la vuelta lentamente, y miré por la ventana. Me levanté, y miré al cielo. Estaba completamente estrellado. Era noche cerrada. Ni Luna, ni Sol, ni nada. Solo estrellas.

Salí del despacho. Mónica estaba escribiendo algo. Me dirigí a ella.

—Mónica, perdona… ¿Puedo hacerte una pregunta?
—Puedes —contestó ella, sin dejar de escribir.
—¿Han dicho algo, o has oído algo, de alguna niebla o nubes densas que tapen el Sol? Pero solo en el este. Porque se ve el cielo estrellado. Y son casi las diez.

Mónica suspiró, y respondió:

—No he notado nada raro.
—¿Puedes levantarte y venir a esta ventana un momento, por favor?

Mónica puso cara de circunstancias. Se levantó, y se acercó a la ventana conmigo. Abajo la gente hacía su vida normal. Los coches pasaban, junto a los autobuses. En el cielo, las estrellas brillaban como nunca. Mónica miró abajo, luego arriba, y dijo:

—¿Qué tengo que ver exactamente?
—¿Qué tienes que ver? ¡El cielo! ¿Dónde está el Sol?
—Mira, yo no veo nada raro, pero tú deberías ir al loquero. Últimamente vas muy perdido. Búscate un gato o un perro, seguro que serás más feliz que con tu exmujer, y te hará más caso del que te hacía ella.

Mónica se sentó en su mesa. Siguió escribiendo. Yo la miré a ella y al cielo varias veces. Finalmente, me fui al despacho de enfrente. Era del mismo bufete. Martin y yo teníamos cierta confianza. Él me escucharía.

—¡Martin! ¡Martin!
—¿Qué quieres ahora? ¿No ves que estoy ocupado?
—Es solo un momento. Acércate a la ventana conmigo.

Martin se levantó. Le señalé al cielo. Él suspiró, y dijo:

—¿Qué tengo que ver?
—¿Cómo que qué tengo que ver? ¡Son las diez y media! ¿Dónde está el Sol?

Martin miró varias veces al cielo. Parecía que esta vez sí, esta vez alguien me hacía caso por fin. Alguien en la ciudad se daba cuenta de esta extraña anomalía.

Luego me miró, me puso una mano en el hombro, y dijo:

—Me caes bien. De verdad. Por eso quiero darte un consejo de amigo: háztelo ver. Porque dices cosas raras últimamente.
—Pero… ¡el Sol!
—Vamos, vamos, amigo… Tómatelo con calma. Pide el día de fiesta. Te vas a casa, te tomas un tranquilizante, y mañana verás cómo todo está arreglado.
—¿Mañana? Pero, ¿y si no hay mañana? ¡hoy no lo ha habido! ¿Qué hora es? Las estrellas… deberían moverse de su sitio. ¡Mira la constelación de Orión! ¡Está fija! ¡Debería parecer que se desplaza por la rotación de la Tierra!
—Tú sí que eres de ideas fijas —me reprendió Martin—. Mira, lo dicho: vete a casa. Descansa. No estás bien, amigo mío. Necesitas ayuda.
—¿Ayuda? ¡Sois vosotros los que necesitáis ayuda! ¡El Sol! ¡El maldito Sol no sale! ¡Vamos para las once!

Mónica entró al escuchar los gritos. Miró a Martin, que le hizo un gesto de calma, y otro, como indicando que yo estaba un poco loco. Yo les reprendí a los dos:

—¡No estoy loco! ¡Idiotas! ¡El Sol no ha salido! ¡Las estrellas no se mueven! ¿Es que no lo veis?

Me fui a la ventana. La abrí, haciendo que entrara un aire frío, denso. Luego señalé al cielo con ira.

—¡El Sol! ¡El Sol no está!

Me abalancé sobre Martin, le sujeté por la solapa, y le acerqué a la ventana. Luego le pregunté:

—¿Dónde diablos está el Sol? —Martin gritó:
—¡Mónica! ¡Llama a seguridad!

En un instante tenía a dos gorilas enormes frente a mí. Uno de ellos me dijo:

—Tranquilo, no se excite… Nosotros nos encargamos de llevarle a un médico.
—¡Yo no necesito un médico, maldita sea! ¿Es que no lo veis? ¡El Sol no está! ¡Es casi mediodia!

Los gorilas me agarraron. Quise deshacerme de ellos, pero eran infinitamente más fuertes que yo. Abajo una ambulancia me esperaba, y me llevó al hospital psiquiátrico de la ciudad.

Eran sobre las dos de la tarde, cuando, sentado en una habitación sellada y con rejas, esposado a una silla, vi cómo entraba una doctora. Se sentó frente a mí.

—Buenas tardes.
—¿Lo ve? —Le dije—. ¡Buenas tardes se dice cuando es de día!

Ella no pareció inmutarse. Me observó un momento, y me preguntó:

—¿Qué le ocurre?
—¿Qué me ocurre? —Señalé al cristal de una ventana. Se veía el cielo perfectamente estrellado. Ella me soltó, y se acercó conmigo a la ventana. pude ver que la constelación de Orión seguía en el mismo sitio. Ella dijo:

—¿Qué le pasa a la ventana?
—¡A la ventana no! ¡Al cielo! ¡El cielo! ¿Dónde está el Sol?

Ella tomó unas notas en un pad. Luego me miró friamente, y dijo:

—Está bien. Veo que vamos a tener que tratarle desde hoy mismo. Es usted un caso problemático, sin duda. Pero no se preocupe; aquí somos especialistas. Le vamos a curar. Y verá que todo está bien.
—¿Todo bien? ¿Todo bien? ¿Pero está usted loca?

Comencé a golpear la mesa y el cristal. Otros dos gorilas enormes me agarraron, y la misma doctora me puso una inyección con un potente sedante.

Caí dormido, mientras me ataban a la cama. Lo último que escuché era a la doctora, que se dirigía a un doctor que acababa de entrar. Le decía: «es un caso grave».

Días después de un aislamiento forzado… ¿eran días?… me llevaron a una sala del hospital, con otros pacientes. A dos de los lados había unos ventanales. El Sol no aparecía, y las estrellas estaban en el mismo sitio. Se suponía, por un reloj en la pared, que eran las doce y media de la mañana.

Me dirigí a uno de los pacientes, que estaba absorto en una mesa, sentado y jugando con unas piezas de madera. Me senté a su lado.

—¿Qué tal, amigo? —Él me miró. Sonrió, y dijo:
—Aquí estoy. Esperando que llegue el nuevo día. —Yo me sorprendí.
—¿El nuevo día?
—¡Claro! ¡Todos aquí esperamos lo mismo!
—¿Qué esperáis? —Aquel hombre sonrió de nuevo, y respondió:
—¡Que salga el Sol, claro!
—¡Pero todo el mundo parece ignorar eso! ¿Vosotros no?
—Nosotros somos los que vemos la verdad del mundo —me contestó aquel hombre, mientras me agarraba la mano—. Nosotros somos la esperanza última de la humanidad.
—¿Qué humanidad?
—La que no ha perdido la razón. La que sabe la verdad. La única verdad.
—¿Y qué verdad es esa?
—Que el mundo ha perdido la razón. Y creen que un cielo estrellado es la única salida a la humanidad. Que la noche eterna estará para siempre entre nosotros. Que no hay esperanza para la humanidad.
—¿Quieres decir que?…
—Quiero decir que el Sol sí ha salido. Pero el mundo se ha empeñado en negarlo. Casi todos han olvidado nuestra estrella favorita. Nosotros no. Somos la única oportunidad de la humanidad. La última oportunidad de la humanidad…

Un vigilante se acercó a aquel hombre. Le dijo:

—¿Tú? ¿Otra vez con esa historia de que eres del grupo de salvadores de la humanidad? ¿Otra vez contando esos cuentos de que solo vosotros sabéis la verdad? —El hombre puso cara de circunstancias.
—No… yo solo le explicaba al nuevo… —El vigilante negó con la cabeza, y dijo:
—Vamos. Tendrás que tomarte la medicación.
—¡No! ¡La medicación no! ¡La medicación para olvidar no! ¡Yo quiero recordar!
—Vamos, vamos, será un momento…

El vigilante le puso una inyección. Al cabo de unos minutos, se fue. Yo me dirigí a él, mientras se recuperaba.

—¿Estás bien? —Aquel hombre, con el rostro torcido, me contestó:
—¿Yo? ¿Bien? Claro…
—Cuéntame más. Cuéntame más todo sobre esa historia del Sol olvidado.
—¿Qué?
—¡La del Sol! ¡Que la humanidad ha perdido la razón!
—¿Qué Sol? Solo hay estrellas… Solo… estrellas.

El hombre cayó dormido. El vigilante se acercó a mí. Me miró, y dijo:

—Espero que no hagas caso de las locuras de este pobre viejo loco. Tienes posibilidades de recuperarte. ¿Vas a seguir hablando de un Sol que ha de salir? ¿O vas a aceptar la realidad?

Yo miré al vigilante. Luego a aquel hombre caído en la mesa. Finalmente, contesté:

—Voy a… aceptar la realidad, por supuesto… —El guardia asintió. Me dio un par de palmadas en la cara, y dijo:
—Muy bien. Buen chico. Aún te queda una oportunidad. Y recuerda: esa historia del Sol es solo un signo de tu enfermedad. Cuanto antes te cures, antes te podrás marchar. ¿Me has entendido?

Asentí. El vigilante se fue. Luego fui a las ventanas. Las miré un rato, en silencio. Las estrellas brillaban en el cielo. Orión permanecía en su sitio.

Finalmente, susurré:

—No hay Sol. Ni salidas de Sol. Las estrellas son fijas. Esta es la única, la verdadera realidad. No hay Sol. Ni salidas de Sol…


Autor: Fenrir

Amateur writer, I like aviation, movies, beer, and a good talk about anything that concerns the human being. Current status: Deceased.

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